Sociedad

Incertidumbre, ¿aliada o enemiga?

Demonizada por unos e idealizada por otros, la incertidumbre es inevitable en el día a día. Enfrentarse a ella requiere comprender que es parte de la vida y también evitar caer en romantizarla.

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26
abril
2023

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Decía Immanuel Kant que la inteligencia del hombre se puede medir por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar, pero, en una era en la que la duda se ha convertido en la enemiga pública, ¿en qué posición nos deja el comentario del filósofo?

Se podría decir que los humanos tenemos una tolerancia limitada a la incertidumbre, mediada por la forma en que esta se presenta. Así pues, no saber lo que nos depara el futuro puede ser un interrogante motivador, un motor de cambio o un recordatorio imperecedero de nuestra capacidad de adaptación. Sin embargo, la duda puede suponer una tortura psicológica.

La sutil línea que separa ambas formas de vivir la incertidumbre puede entenderse mejor recurriendo a ejemplos. Por un lado, la falta de información sobre el coronavirus que hubo a comienzos del año 2020 o la incierta situación económica de Europa tras la guerra entre Rusia y Ucrania fueron activadores de una ansiedad insoportable para cualquier persona de a pie, incluidas aquellas con altos niveles de resiliencia. En cambio, experimentar una crisis de ansiedad porque tu pareja no responde un WhatsApp mientras está de fiesta, trabajando o comprando el pan se podría considerar una señal de intolerancia a la incertidumbre desadaptativa.

El problema radica en definir lo que es una crisis, ya que entra en juego la idiosincrasia de cada ser humano

En el primer caso, temer el porvenir es lo natural. Se trata pues de una forma de esperar lo mejor, pero, simultáneamente, prepararnos para lo peor ante una inminente crisis. El problema radica en definir lo que es una crisis, ya que entra en juego la idiosincrasia de cada ser humano: para algunas personas, el confinamiento fue un paseo apacible, mientras que recibir un mensaje con la frase «luego te llamo y te cuento una cosa» es un estresor de gran magnitud. En otras palabras, hay malestares completamente anodinos, pero eso no significa que sean menos dolorosos para quien los vive en primera persona; sufre igual quien se ahoga en medio del océano que quien se ahoga en la orilla del mar. Por eso, el sufrimiento subjetivo no es un criterio válido a la hora de definir qué incertidumbre es aliada y qué incertidumbre es enemiga.

La clave está en la reacción que provoca la incertidumbre en nuestra psyché o, como afirmaba Kant, la forma de exprimir nuestra inteligencia para responder a lo desconocido. Imaginémonos pues a tres personas que se encuentran en un contexto similar: la amenaza de recesión que hemos vivido a lo largo del último año. La primera decide ponerse una venda en los ojos; al no saber qué va a pasar, finge que todo sigue igual que antes poniendo la calefacción al máximo o comprando en el supermercado de siempre –pese a que ha subido los precios más que la competencia–. La segunda revisa compulsivamente las redes sociales en busca de respuestas, se cree a pies juntillas los bulos que le llegan a WhatsApp y contagia su miedo a sus seres queridos. Finalmente, la tercera cambia la tarifa del gas en busca de una más asequible a corto y largo plazo, aprovecha para echar gasolina cuando ha bajado el precio y compara las ofertas de diferentes supermercados para ahorrar un poco en la compra semanal.

Las tres personas han sentido en sus carnes la incertidumbre, pero la única capaz de sobreponerse ha sido la tercera, una tarea que requiere de esfuerzo mental y, sobre todo, de pensamiento crítico, dos capacidades que no abundan en la sociedad.

La responsabilidad de estas carencias es de un discurso fácil que ha logrado demonizar la incertidumbre con la misma facilidad que la idealiza. Bajo este paradigma, nos encontramos a personas que necesitan saberlo todo para gozar de estabilidad mental y a personas que romantizan situaciones inciertas con el pueril argumento de que «todo es cuestión de actitud». Ni tanto ni tan calvo.

La incertidumbre inherente a la precariedad económica o a la crisis climática, por poner algunos ejemplos, no es una «oportunidad para salir de nuestra zona de confort»

Siempre nos toparemos con dudas. No puedes saber a ciencia cierta si tu pareja se va a desenamorar de ti, si tu hijo acabará vomitando por haber bebido de más la cuenta en una fiesta de la universidad o si tus padres enfermarán antes de llegar a la vejez. ¿Predecir el futuro? Una utopía. ¿Aferrarte a la creencia de que algo va a salir mal para que no te pille de sorpresa? Una agonía.

Sin embargo, tan errado es intentar controlarlo todo, como autoconvencernos de que debemos afrontar el porvenir con una sonrisa imperecedera. La incertidumbre inherente a la precariedad económica, a la privatización de los derechos humanos o a la crisis climática, por poner algunos ejemplos, no es una «oportunidad para salir de nuestra zona de confort». Es una oportunidad para reflexionar sobre qué va mal en el mundo, quiénes son los verdaderos artífices y cómo les apoyamos directa o indirectamente.

A fin de cuentas, tenemos derecho a quejarnos cuando las dudas nos asolan, pero, sobre todo, tenemos el deber de actuar con rigor en busca de nuestra seguridad. De nada sirve culpar al cielo porque llueve cuando eres tú quien ha olvidado el paraguas en casa y de nada sirve culpar a la incertidumbre porque titubeas cuando eres tú quien se aferra a lo malo conocido. Pero quizá ese es el verdadero problema: no somos intolerantes a la incertidumbre, sino intolerantes al cambio.

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