«Una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes»
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‘La libertad democrática’ (Galaxia Gutenberg) analiza la salud y las debilidades de los sistemas democráticos hoy en día, el comportamiento de los distintos actores que las hacen posible (siquiera desde su tenaz oposición de fondo) y ofrece algunas claves para remontar la crisis que encapota el futuro a corto y medio plazo. Conversamos con su autor, Daniel Innerarity, filósofo, director del Instituto Globernance en San Sebastián y profesor en el Instituto Europeo de Florencia, donde es titular de la cátedra Artificial Intelligence & Democracy.
Para empezar, y ya que el concepto está tan vilipendiado, y significa una cosa y, a veces, la contraria, ¿de qué hablamos cuando hablamos de libertad democrática?
Hay un debate entre dos grandes concepciones de la libertad: la liberal, que la entiende como ausencia de impedimentos, y la republicana, que la entiende como ausencia de dominación. A mi juicio, la segunda es más profunda y más fecunda para una sociedad en la que no somos individuos aislados sino estrechamente interdependientes, donde los riesgos y los bienes comunes son más relevantes que mi derecho a que no me molesten, siendo esto último, por cierto, algo que también vale la pena defender.
¿Cuándo hay que sospechar del uso que se hace del concepto «libertad democrática»?
Cuando alguien está llamando libertad no tanto a su derecho a hacer lo que le venga en gana sino a su capacidad de dominar a los demás. La libertad de no usar mascarilla en medio de una pandemia equivale al derecho a contagiar; consumir sin pensar en el efecto que eso puede tener en los bienes comunes o en los derechos de los demás es un abuso, no un derecho; que las actuales generaciones, cuando se toman decisiones que afectan al medio ambiente, la sostenibilidad del estado de bienestar o las infraestructuras tecnológicas, no tomen en consideración a las futuras generaciones es una forma de tiranía sobre ellas; que los estados se desentiendan de sus obligaciones globales y persigan su propio interés a cualquier precio es un modo de dominación sobre los otros.
¿Cuáles son los principales adversarios de su puesta en práctica?
Lo que más daña al ejercicio de la libertad es que utilicemos ese valor para justificar cualquier cosa. Nos resulta más evidente que los enemigos de la libertad son quienes la impiden, pero deberíamos prestar más atención al riesgo de que la banalicemos. Quien en nombre de su derecho a hacer lo que le dé la gana no interioriza el impacto que sus acciones puedan tener sobre otros termina contribuyendo a construir una sociedad en la que muchos –también él mismo– verán reducidas las posibilidades de hacer lo que les plazca.
¿Hasta qué punto el sistema capitalista permite la libertad o la condiciona?
Hablar del «sistema capitalista» me parece menos útil que analizar asuntos concretos de nuestra sociedad; funciona como enemigo al que se puede vencer intelectualmente cuanto más caricaturizado se presente. Distingamos entre cultura liberal, neoliberalismo, mercado y las crisis que nuestro sistema de producción y consumo genera.
«Nos resulta más evidente que los enemigos de la libertad son quienes la impiden, pero deberíamos prestar más atención al riesgo de que la banalicemos»
Hagámoslo así, pues.
Entonces mi respuesta puede ser más diferenciada: lo que podríamos llamar «la cultura política liberal», eso que echamos en falta cuando hablamos, por el contrario, de «democracias liberales», es una adquisición colectiva exitosa y a la que le auguro, pese a todo, una larga vida. Otra cosa es el neoliberalismo, cuyo momento pasó, como ha evidenciado la gestión de las crisis recientes, que ha revalorizado otras alternativas como la socialdemocracia o el republicanismo, a mi juicio más potentes en sus propuestas de intervención en la sociedad y en su concepción de la libertad. El mercado es una invención de la izquierda, que a veces hoy lo critica el mercado cuando en realidad lo que existe es un conglomerado de intereses dominantes y falta de oportunidades igualitarias para todos.
¿No hay alternativa a este sistema que está llevando el planeta a su asfixia o es falta de creatividad política?
Vivimos en una sociedad que está demostrando una penosa incapacidad de generar transformaciones y modelos alternativos de configuración de la sociedad. Hay en nuestras prácticas políticas una mezcla fatal de negación de los problemas, postergación de las soluciones, falsas esperanzas, persistencia de las rutinas, vetos mutuos, competición obsesiva y cortoplacismo que termina reduciendo al mínimo su capacidad transformadora.
¿Están, las democracias, en peligro por el auge de los populismos y las diferentes crisis (energéticas, bursátiles, institucionales, políticas)?
El impacto de los asaltos al Capitolio de Washington y las instituciones de Brasilia, así como el auge de la extrema derecha, nos ha llevado a pensar que la democracia puede sucumbir de ese modo, por un ataque directo. Sin minusvalorar esa posibilidad, pienso que deberíamos prestar más atención hacia otros factores que la debilitan. Es cierto que la democracia es una construcción política que experimenta avances y retrocesos, que no tiene asegurada su inmortalidad; se mantiene en pie sobre una cultura política que puede debilitarse y requiere cuidado, protección y virtudes cívicas. Con esto no quiero decir que las democracias no puedan empeorar, sino que no lo hacen, por lo general, como consecuencia de un golpe de estado sino de una forma más sutil y tal vez por ello más inquietante. Las amenazas a nuestra convivencia democrática no son esas quiebras brutales sino otras formas inéditas de degradación. Por muy preocupantes que sean los desafíos que plantea la extrema derecha, no estamos ante una segunda oleada de pre-fascismo; nuestras sociedades están más desarrolladas y son más interdependientes. Más que complots contra la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, oportunismo de los agentes políticos o desplazamiento de los centros de decisión hacia lugares no controlables democráticamente.
La democracia, ¿se ha escorado en exceso hacia el individuo en detrimento de la comunidad, destacando la importancia de la individualidad frente a lo colectivo?
Si la debilidad de la democracia se debe más a la cultura política dominante que a la amenaza que representan los sujetos particulares, su fortaleza aumentará en la medida en que construyamos instituciones que no están demasiado condicionadas por quienes eventualmente las dirijan. La democracia es resistente justo en la medida en que no depende demasiado de las personas que ocupen el poder sino fundamentalmente de que el sistema institucional limite a esos gobernantes. Frente a la tendencia a confundir la calidad de la democracia con la calidad de sus dirigentes propongo que dirijamos la mirada y el esfuerzo en otra dirección. Se gana mucho más mejorando las instituciones que mejorando a las personas que las dirigen. Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por instituciones en las que se sintetiza una inteligencia colectiva, y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas. Podríamos prescindir de las personas inteligentes, pero no de los sistemas inteligentes; se podría decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes. Estos doscientos años de democracia han configurado precisamente una constelación institucional en la que un conjunto de experiencias ha cristalizado en estructuras, procesos y reglas que proporcionan a la democracia un alto grado de inteligencia sistémica, una inteligencia que no está en las personas sino en los componentes constitutivos del sistema. De alguna manera, esto hace al régimen democrático menos dependiente de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio; únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores y la ineptitud e incluso maldad de muchos de sus dirigentes.
«Las amenazas a nuestra convivencia democrática no son esas quiebras brutales sino otras formas inéditas de degradación»
¿De qué manera se podría reforzar el sistema público (de pensiones, sanitario, educativo, etc.)?
Este debate se ha venido haciendo en términos de tamaño del sector público o sobre la contraposición entre estado y mercado. A mi juicio, se trata de una discusión del pasado que tiene que girar hacia otro paradigma: el de los riesgos y los bienes comunes. La cuestión sería identificar qué tipo de riesgos y bienes el mercado no registra adecuadamente, qué externalidades produce, hasta qué punto son sostenibles ciertas prácticas sociales… Y diseñar el espacio institucional de acuerdo con ello.
¿Hasta qué punto el poder político tiene autoridad para orientar nuestro comportamiento?
Los conservadores se distinguen de los progresistas en que los primeros suelen estar más preocupados por la intromisión y los segundos por la exclusión. Este es, me parece, el mejor eje para distinguir hoy la derecha y la izquierda. Como parto de que nadie tiene plenamente la razón (y menos todavía una superioridad moral), hay que atender a los motivos de incomodidad de ciertos sectores de la sociedad que ven a los gobiernos de izquierda demasiado preocupados por decirle a la gente lo que tiene que comer, cómo tiene que hablar e incluso cómo debe ser su vida sexual. Reconociendo el valor de esta crítica, pienso que hay un elemento de frivolidad en algunos discursos de derecha que critican la intromisión de los gobiernos, pero están pensando en un modelo de libertad completamente desentendido de lo común.
Su propuesta de republicanizar la monarquía, ¿no es una contradicción en términos?
Podemos llamarlo una contradicción o un equilibrio entre dos valores contradictorios, pero casi todo en la vida se resuelve así. En este caso, entre una institución cuyo origen y lógica no son democráticas, pero que no parece posible revocar, y un deseo de que todas nuestras instituciones estén sujetas a las exigencias de legitimidad democrática. Lo que propongo es profundizar en algo que, de hecho, ya hacen buena parte de las monarquías: si el acceso al cargo viene condicionado por la biología, que al menos su ejercicio esté regido por principios democráticos: secularizando su formato, despojándola de su intempestivo oropel militar, exigiéndole como a cualquier mortal (nunca mejor dicho) los principios de transparencia, imparcialidad y honestidad.
¿Quién prescribe la superioridad moral que se arrogan unos y otros?
Es una auto-percepción que no se corresponde con la realidad. La derecha tiende a pensarse como nacionalmente superior y la izquierda como superior en términos de justicia. Tengo mis preferencias personales, pero no hay ningún motivo para pensar que la izquierda es desleal a la nación o que la derecha no tiene ninguna aspiración de justicia. Bastaría con que unos y otros, en vez de considerarnos superiores, pasáramos a considerarnos mejores y tratáramos de convencer de ello a la sociedad en un debate argumentativo.
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