Sociedad

Del amor… al odio

Entender los vínculos afectivos como un cúmulo de claroscuros es complicado cuando durante toda una vida has mantenido una visión maniquea de las relaciones: endiosar a quienes amas para después, ante el mínimo contratiempo, hacerles bajar al mismísimo infierno.

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05
abril
2023

Según el psicólogo Walter Riso, no hay que idealizar al ser amado, sino mirarlo como es, «crudamente y sin anestesia». De lo contrario, corremos el riesgo de que el amor constituya un viaje sin retorno hacia la decepción, entendiendo ésta como un desengaño autoimpuesto por nuestras elevadas expectativas. 

Exigimos perfección a quienes nos rodean, una tendencia que aparece por primera vez en el núcleo familiar. Cuando somos niños, los padres son considerados auténticos superhéroes. Sin embargo, un buen día, el cuento de hadas se transforma: papá o mamá tienen que conciliar trabajo y familia, imponer límites o animarnos a ser independientes, pero no lo entendemos. Nuestro inmaduro cerebro reacciona saltando de un extremo a otro, convirtiendo a nuestros padres en los villanos de la historia.

Poco a poco, integramos esa doble perspectiva de los vínculos afectivos. En otras palabras, aprendemos que quienes nos quieren también nos decepcionan, una reflexión que requiere de una ración justa de desengaños, pero, sobre todo, de comunicación, confianza y respeto. Pero ¿qué sucede cuando el apego entre un padre y un hijo es errático o punitivo? Alcanzar esa visión madura del amor se convierte entonces en un sendero repleto de obstáculos. 

Quienes nos quieren también nos decepcionan, una reflexión que requiere de desengaños, pero sobre todo de comunicación, confianza y respeto

El primer desvío, y quizás el más importante, surge por la malinterpretación de la reflexión en cuestión, transformándola en una frase que todos hemos escuchado alguna vez: quien bien te quiere, te hará llorar. 

Esto lo aprendemos a base de golpes. Por ejemplo, cuando los padres son los mayores críticos, cuando ningún mérito es suficiente para obtener su validación y cuando en aquellos momentos de vulnerabilidad –la primera ruptura de pareja, las decepciones con amigos o el descubrir tu vocación–, te tachan de exagerado o se burlan de ti. Simultáneamente, tus figuras de apego repiten que te quieren, fijando en tu cerebro la idea de que amar es herir para algunos, sufrir para otros. 

Con esta creencia de la mano, caminamos hacia el siguiente desvío: el splitting o división emocional, un mecanismo de defensa que nos hace ver a las figuras de apego sin claroscuros de por medio. Después de todo, para un niño sin apoyo emocional, la reacción más adaptativa es disociar a sus padres en dos versiones, la mala –aquella que castiga, humilla e ignora– y la buena –aquella que después actúa como si no hubiese pasado nada–, culpando a la primera de todos los males que acontecen e idealizando a la segunda recurrentemente. ¿El problema? Que el splitting emocional es una fantasía; puede protegernos durante la infancia, pero si se mantiene, nos destruirá cuando somos adultos.  

A medida que crecemos, los padres dejan de ser el principal vínculo de apego, dejando espacio a las relaciones de pareja. Es entonces cuando tomamos el tercer desvío: proyectar en ellas el splitting emocional gestado años atrás. 

En los momentos buenos, tu pareja es la perfección personificada, pero ante el mínimo contratiempo, se convierte en el mayor error de tu vida, creencia que da pie a los reproches. «Es que todo lo haces mal», «contigo no se puede vivir» o «ya no te aguanto más», son algunas de las frases que protagonizan vuestras discusiones, seguidas de arrepentimiento y promesas como «no te merezco», «te juro que nunca volveré a decir eso de ti» o «no me dejes nunca». Lamentablemente, la etapa de luna de miel tiende a acortarse en el tiempo y al final, cuando los conflictos gobiernan la relación, la otra persona huye, interpretándose este acto de supervivencia psicológica como un último ataque de un demonio con patas al que otrora llamaste amor. 

Pero no solo vemos en blanco y negro nuestras relaciones, sino también nuestras reacciones emocionales, pensamientos y conductas. No hay cabida para la calma: o sientes euforia o te sientes desbordado. Tampoco está permitido dudar: o sabes todo o no sabes nada. Y, por supuesto, no hay termino medio a la hora de pasar a la acción: o te callas lo que llevas dentro, o explotas haciendo pedazos todo a tu paso, incluida una salud mental con fecha de caducidad, ya que nadie puede mantenerse en pie eternamente a base de palos y zanahorias.

Identificar estos patrones disfuncionales y absolutistas es la clave para poder superarlos. A fin de cuentas, ni las personas que nos rodean nos deben la excelencia, ni nosotros mismos somos capaces de albergar solo emociones agradables, pensamientos optimistas y conductas resilientes. También somos vulnerables, catastrofistas y caóticos, imperfectos en esencia. 

Cuando abracemos todos los grises de la vida, lograremos deshacer lo andado, desvío a desvío, hasta comprender que el buen querer –tanto ajeno como propio– no nos hará llorar: nos hará confiar.  

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