Sociedad

Sorolla y la España del 98

En ‘Cómo cambiar tu vida con Sorolla’ (Lumen), César Suárez realiza un recorrido por escenas de la historia de Joaquín Sorolla. Uno de los artistas más populares de España cuya vida, paradójicamente, no es tan conocida.

Artículo

Fotografía

Wikimedia Commons
¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
16
marzo
2023

Artículo

Fotografía

Wikimedia Commons

Cuando en la escena X del acto IV, acabando ya el drama, el joven Máximo agarra por el cuello al pérfido Pantoja y le arroja sobre un banco, Ramiro de Maeztu, pistola en ristre, se puso en pie en el paraíso y gritó: «¡Abajo los jesuitas!». Esta no fue la única interrupción de Electra el día de su estreno, el 30 de enero de 1901.

La nueva obra de Galdós había suscitado tal expectación en Madrid que muchos escritores, artistas y políticos se dieron cita en el Teatro Español aquella noche. Hubo aplausos, abucheos y alusiones al autor. Algunos rompieron a cantar la Marsellesa. Otros de poco hablar, como Azorín, pegaron un respingo cuando apareció el espectro de la madre de Electra. Sorolla era de los que pedían silencio.

[…]

Apenas dos semanas después de aquella noche eléctrica, unos jóvenes escritores que habían presenciado la accidentada función, vestidos de luto y con altos sombreros relucientes, se dirigen con aire grave al cementerio de San Nicolás, pasada la estación del Mediodía (hoy, de Atocha). «Los transeúntes —narra después Azorín— miraban curiosos esta extraña comitiva que iba a realizar un acto de más trascendencia que una crisis ministerial o una sesión ruidosa en el Congreso». Azorín y los hermanos Baroja, entre otros, depositan unos ramos de violetas en la tumba de Larra, y leen un discurso en el que declaran su admiración por el escritor «por su espíritu de honestidad permanente e irreductible, contra todo lo absurdo, lo ilógico y lo incoherente en la vida española».

«Manuel y Antonio Machado, Valle-Inclán, Maeztu, Baroja, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Blasco Ibáñez… Casi todos ellos serán retratados por Sorolla»

El acto cristaliza, en marzo, en una revista bautizada con el nombre de Electra, donde firman Manuel y Antonio Machado, Valle-Inclán, Maeztu, Baroja, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Blasco Ibáñez… Casi todos ellos serán retratados por Sorolla. La aventura dura poco, pero el deseo de transformar el país los une. Todos están preocupados por lo que se conocía como «la enfermedad de España».

[…]

El desarrollo de la industria es escaso, salvo en Cataluña y en el País Vasco. El transporte y las comunicaciones son ineficientes fuera de los núcleos urbanos, como experimentará Sorolla en sus viajes por el país. Hay dos partidos políticos, el conservador y el liberal, que se turnan en el poder, aunque apenas se diferencian entre ellos. Si acaso, entre los conservadores hay más nobles, y entre los liberales, más intelectuales y periodistas. Ni los unos ni los otros acometen las reformas estructurales necesarias para modernizar el país. A fin de cuentas, ambos consienten el caciquismo y los pucherazos electorales. Cuando cumple dieciséis años y asume las funciones constitucionales de jefe de Estado, en 1902, Alfonso XIII escribe en su diario:

«Me encuentro el país quebrantado por nuestras pasadas guerras, que anhela a alguien que lo saque de esa situación. La reforma social a favor de las clases necesitadas, el ejército con una organización atrasada a los adelantos modernos, la marina sin barcos, la bandera ultrajada, los gobernadores y alcaldes que no cumplen las leyes, etcétera. En fin, todos los servicios desorganizados y mal atendidos».

«Hay dos partidos políticos, el conservador y el liberal, que se turnan en el poder, aunque apenas se diferencian entre ellos»

En este ambiente, Sorolla se convierte en el retratista de moda de la nobleza, la alta burguesía y los intelectuales. Cada año duplica y triplica sus ingresos. En 1905, gana ciento cincuenta mil pesetas anuales, una cifra al alcance de muy pocos. Vive en el pasaje de la Alhambra (entre las calles de San Marcos y Augusto Figueroa, hoy desaparecido), en el magnífico estudio con luz cenital que perteneció a su maestro Jiménez Aranda, quien le deja además sus alumnos con esta recomendación: «Aprended de este hombre que, aun joven, sabe mucho y sabrá enseñar». Le preocupa el trajín político del país, pero se siente ajeno a los cenáculos intelectuales. En sus obras de los últimos años hay temas morales y sociales porque son los que triunfan en el Salón de París y otorgan un prestigio, pero no es su intención plantear juicios críticos. La pintura histórica ha sido sustituida por la nueva moda de retratar la vida cotidiana con cierta denuncia social. Los grandes personajes ahora son, como dijo un crítico de la época, «marinos tristes, pescadores melancólicos y chulos filosóficos».

A veces no le queda otra que ponerse el frac y acudir a algún banquete o al estreno de una zarzuela con su amigo Mariano Benlliure. Es una labor «comercial» que no le resulta cómoda pero que tampoco se le da mal. Eso sí, a diferencia de Benlliure, él no es partidario de colarse en el camerino de las coristas. Sospecha de esas rápidas familiaridades de la capital, donde, como decía Baroja, cualquiera podía vivir solo con ser gracioso y «con una quintilla bien hecha se conseguía un empleo para no ir nunca a la oficina». Si hay que hacerse una foto, posa con cierta resignación. Prefiere el ambiente provinciano y apacible de Valencia, el del arroz y tartana de Blasco Ibáñez. Y, sobre todo, desea que llegue el verano para irse a pintar el mar al Cabañal.

[…]

Los designios oficiales contribuyen a alejar a Sorolla de sus contemporáneos, esos que después serán conocidos como la generación del 98. En 1900, la comisión española para la Exposición Universal de París rechaza el cuadro de Zuloaga Víspera de la corrida. Es Triste herencia, de Sorolla, el lienzo que representará a España. La historia de este cuadro es la siguiente. Una mañana de verano, el pintor estaba ocupado en un boceto de pescadores en la playa del Cabañal y distinguió a lo lejos, cerca de la orilla, a un grupo de niños desnudos junto a un sacerdote solitario. Eran los niños desheredados del Hospital de San Juan de Dios, los ciegos, los tullidos, los tarados, los leprosos. A Sorolla le causó tan penosa impresión aquella escena que enseguida pidió permiso para pintarla al natural. «Es el único cuadro triste que he pintado —dijo—. Al pintarlo sufrí de manera indecible. Nunca haré otro similar».

«Los designios oficiales contribuyen a alejar a Sorolla de sus contemporáneos, esos que después serán conocidos como la generación del 98»

Parece que el pintor no quedó contento con el resultado. Sus amigos le convencieron para que lo terminase y enviase a París, cambiando su nombre original de Los hijos del placer por el de Triste herencia, quizá a instancias de Blasco Ibáñez. Varias veces le preguntaron por el significado de la pintura. Él rechazó cualquier interpretación más allá de las figuras, la luz y el color de la escena representada. «El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible», dijo Oscar Wilde.

Además de retratar a las élites, Sorolla se convierte en el artista popular, el pintor de la vida elemental y sencilla de las gentes del mar y del campo. Le gusta el cantar de Antonio Machado: «Nunca perseguí la gloria / ni dejar en la memoria / de los hombres mi canción; / yo amo los mundos sutiles / ingrávidos y gentiles / como pompas de jabón. / Me gusta verlos pintarse / de sol y grana, volar / bajo el cielo azul, temblar / súbitamente y quebrarse». El optimismo de su pintura se opone al tenebrismo de la de Zuloaga y a la «España negra» de Darío de Regoyos, esa España subyugada por la superstición y las costumbres atávicas. La alegría de vivir que muestra Sorolla en sus cuadros, incluso en Triste herencia, a pesar de la tragedia, molesta a unos cuantos que critican su pintura por frívola y facilona. La decadencia de la que hablan los intelectuales parece que no coincide con la realidad de la calle. Según Baroja, se daba en España una tendencia a la ilusión propia del país que se aísla: «España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo. No había curiosidad por lo de fuera. Todo lo español era lo mejor». De esta manera, Sorolla queda sin pretenderlo en mitad de la «España blanca».

Unamuno es quizá quien con más inquina ataca a Sorolla. Llama «pinturería», y no pintura, a la intensidad de la luz y los colores. Cree que «quienes tienen los ojos sanos no necesitan demasiada luz». La «España negra» que pretende regenerarse tiene que convivir con la miseria de la picaresca, del hambre, de los tejemanejes de La Celestina, los bufones de Velázquez y los Caprichos de Goya, de los golfos que duermen en las cuevas del Príncipe Pío en La lucha por la vida, de Baroja, o de los chulos y chulas de Gutiérrez-Solana.


Este texto es un extracto de ‘Cómo cambiar tu vida con Sorolla‘ (Lumen), de César Suárez 

ARTÍCULOS RELACIONADOS

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME