«La familia otorga un orden emocional de partida, por deficiente que sea»
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COLABORA2023
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Álvaro Pombo (Santander, 1939) esperó 83 años para publicar ‘Santander, 1936′. Es una historia que siempre tuvo entre manos, la de su tío del mismo nombre, falangista de primera hora y encarcelado en el buque-prisión Alfonso Pérez cuando este es asaltado por milicianos en respuesta al bombardeo de la ciudad por parte de la aviación alemana. Autor de renombre, ganador de los principales premios literarios nacionales y figura importante en el tratamiento novelístico de cuestiones como la homosexualidad o la familia burguesa, el escritor recibe en su ático del barrio madrileño de Argüelles acompañado de Michi, el gato con el que convive.
El protagonista de esta novela es un joven de diecinueve años que, como la mayoría de los jóvenes, no acaba de encontrar su lugar en el mundo. Y se refugia en el movimiento falangista de los años treinta. ¿Tan grande era el poder de seducción de esta ideología?
Absolutamente. Si eras un joven de una ciudad como Santander, o te afiliabas a Falange o a los socialistas. Era una decisión muy condicionada por tu entorno social y no creo que la primera opción fuera moralmente más reprochable que la segunda: los dos movimientos tenían una vocación de servicio muy fuerte y querían poner fin a la intemperie histórica, cultural y personal en la que vivía España y que había denunciado Ortega. Lógicamente, sus influencias y objetivos eran distintos, pero compartían esta idea de que el país debía sacudirse la modorra espiritual y el atraso material.
Con todo, ¿los consideras equivalentes? Falange se inspiraba de facto en la autocracia de Mussolini; y en España combatía una democracia.
Yo no veo ninguna diferencia de partida: Falange era un movimiento católico, juvenil, limpio. Claro que no todo en él era idealismo y que estaba envuelto en la dialéctica de los puños y las pistolas, pero ¿era diferente en el otro caso? Supongo que la responsabilidad de los unos y de los otros empieza con la primera muerte, pero no he querido hacer un relato de indeseables. En la novela no rehúyo nada de lo que ocurrió: narro, por ejemplo, el asesinato por parte de unos falangistas de Luciano Malumbres, el periodista de izquierdas que por entonces dirigía el diario regional; pero tengo el convencimiento de que la juventud de esa época se jugó la vida al comprometerse políticamente y, por eso mismo, era una juventud valiente. En el caso de mi tío, además, hay una segunda razón: pudo haberse ido del país y sortear la Guerra Civil porque su familia tenía suficientes recursos para enviarlo al extranjero, pero prefirió quedarse y exponerse a las consecuencias.
Épocas como aquella, en las que el entorno condiciona tantísimo las decisiones personales, ¿son las peores desde el punto de vista del desarrollo individual?
No me lo parece porque no creo en el desarrollo individual puro, pero es cierto que en los años treinta la clase social influía mucho en las adscripciones políticas: si pertenecías a una familia con recursos como la mía, lo normal era que te afiliaras a los falangistas; y si eras hijo de un obrero, lo contrario. Aunque, insisto, no hay que ver esto como una limitación, menos aún en una etapa en la que el condicionamiento exterior no era para nada negativo: había un deseo compartido de cambiar el país, de que el progreso se extendiera. Que eso convivía con la violencia, desde luego; pero los jóvenes de uno y otro bando eran generosos y había novedad y brillo en ellos.
«En los años treinta la clase social influía mucho en las adscripciones políticas»
Ahora que mencionas las diferentes clases sociales, ¿consideras que en la Guerra Civil hubo una responsabilidad de clase?
No lo tengo claro. El alzamiento nacional fue un alzamiento de la derecha, pero me cuesta percibir que una clase fuera más responsable que la otra. Yo soy muy entusiasta de Azaña, por ejemplo, pero creo que fue un personaje que algunas veces renunció a su vocación intelectual, y no acabo de ver que los republicanos fueran menos agresivos. También es cierto que hay que distinguir entre el falangismo de primera hora y el que vino después, y que familias de la alta burguesía como la mía, que tenían privilegios, pueden haber tenido un punto más de responsabilidad. No lo sé muy bien, no me he formado una idea clara.
Precisamente la familia es un concepto sobre el que hay ahora mismo un debate muy enconado. Algunos dicen que es el espacio donde uno se realiza y otros que eso es reaccionario. ¿Qué piensas al respecto?
La familia es fundamental. En el caso del personaje de esta novela, mi simpatía por él se asienta en que piensa que se debe poner del lado de los suyos. Esto puede ser muy censurable, pero es que la familia implica algo instintivo, prepolítico… ¿Que a ciertos jóvenes les molesta escuchar eso? Bueno, pues que sepan que no son muy modernos. Ya Gide o Foucault se metían con la familia y, por cierto, con no muy buen tino. No digo que la familia lo sea todo, pero socialmente no nos podemos cargar una estructura mental e instintiva tan determinante. El daño sería tremendo. La familia otorga un orden emocional de partida, por deficiente que sea. El desorden es mucho peor: es una verdadera jodienda. Rilke, por ejemplo, hace una revisión de la parábola del hijo pródigo, y en ella dice que nunca le podrán convencer de que el hijo pródigo es alguien que no quiere ser amado. Era un checo en Alemania y, como hombre desarraigado, ve en este hijo a un mero despilfarrador, seguramente porque él tenía unas pretensiones similares y las desechó. Lo mismo vale para el matrimonio: hay que rehuir esa pureza del hijo pródigo, porque si no, se acaba en el desconsuelo.
En la novela el protagonista y su hijo construyen una relación que puede ser calificada de amistad. La amistad es para ti muy importante, lo has repetido muchas veces, ¿los amigos son uno de los grandes valores de tu vida?
Sí, seguramente porque yo he sido hijo único y crecí principesca y aisladamente. Este carácter solitario me ha acompañado siempre. Por eso reivindico la amistad: cuando uno siente melancolía, el mejor apoyo es la conversación. Poder hablar y decir: «Estoy jodido». En esa vulnerabilidad se construye buena parte de la amistad. También en la emulación: veo que otro lo hace y creo que lo puedo hacer yo.
Sin embargo, dices a menudo que una cosa es la amistad y otra, el amor. Y que el amor es imposible. ¿Sería, no obstante, deseable?
Tengo complicaciones serias con el amor. Me parece que tiene un problema de partida: se acaba con facilidad. Hay un desapego esencial que es compatible con la amistad, pero no con el amor. Por eso lo del poliamor tiene mucho sentido. «La marquesa Eulalia, risas y desvíos, daba a un tiempo mismo para dos rivales: el vizconde rubio de los desafíos y el abate joven de los madrigales,» escribe Valle-Inclán en La marquesa Rosalinda. Otra cosa es que sea preferible. A mí, por ejemplo, me horroriza la infidelidad; y, además, he sido muy impaciente. No es nada fácil convertir el amor intenso, que es pasajero, en amor duradero, y si ya eres impaciente no te quiero contar. Yo soy un hombre rutinario y no he sido capaz.
«Hay un desapego esencial que es compatible con la amistad, pero no con el amor y por eso lo del poliamor tiene mucho sentido»
¿Crees que es más difícil el amor en las relaciones homosexuales por el hecho de que socialmente las personas homosexuales se ven forzadas a problematizar su deseo más que las heterosexuales?
Ha sido muy difícil históricamente, pero no tengo claro que, en mi caso, eso me haya afectado demasiado. Es más elemental: he optado por una vida solitaria y tal vez debería haberme entregado más a las relaciones amorosas. Aunque es cierto que buena parte de mi vida he estado desubicado. Hasta los 38 años no volví de Inglaterra a España y, en ese momento y muchas veces desde entonces, he estado muy volcado en publicar. He sido muy maniático con la escritura, y eso te aleja de otras cosas; también reservón, cuando el amor implica riesgo; y algo arrogante, en parte porque la promiscuidad, que debe ser algo natural, nunca la he entendido del todo. Pero, con todo, es posible que parte de lo que me ha ocurrido lo explique el hecho de que la homosexualidad imprime carácter. Por poner un ejemplo, no soy nada miedoso, pero al considerar el carácter abismático que tiene toda relación, he pensado: ¿hasta dónde voy? ¿Me dejará después? A mí me han querido, pero también lo he pasado mal por querer.
¿Cómo ves a los jóvenes de hoy en comparación con los de tu tiempo? ¿Te sientes más próximo a quienes creen que son unos consentidos o a quienes ven en ellos esperanza?
Me relaciono bastante con los de treintaytantos, y a mí me dan esperanza. Veo estabilidad en ellos, aunque he oído que no tienen mucha. Quizá porque los proyecto en lo que a mí me costó lograrla. Salvo los muy jóvenes, el resto me parecen despiertos, y hacen cosas que me divierten, como este libro espléndido [La palabra ambigua, el último de David Jiménez Torres sobre los intelectuales en España]. Antes tenía una opinión peor, pero a poco que hagas preguntas y escuches lo que te dicen, te interesas por la gente joven aunque no seas muy sociable. Además, espero estar ocho o nueve años más trabajando, así que cuento con que me entretengan.
Eres católico, aunque no practicante. En esta novela, como en buena parte de tu obra, hay mucha religiosidad. ¿Qué porvenir crees que le espera a la religión?
Uno mejor que al catolicismo. El catolicismo, por su apego a la repetición, se aproxima a una secta. No veo un gran atractivo en él; sí en la conversión o en la confianza en Dios, porque hay un fuerte viento de espiritualidad en nosotros. A mí esas liturgias más animosas y simplificadas, sin ser evangélico, no me parecen tonterías, me parecen serias. De alguna manera, debo de tener un fondo luterano.
No hemos hablado de política. Como hace años fuiste una de las cabezas visibles de UPyD, seguro que tienes una opinión: ¿Es compatible el trabajo intelectual y la honestidad que exige con la presencia en primera línea política?
Seguramente exige opinar con cierto contoneo. Ahora bien, tampoco hay que pensar que entre los escritores e intelectuales hay una pureza de partida. Lo que sí afirmo con seguridad es que la política, que es una actividad muy vanidosa, también entraña generosidad, y eso debe ser reconocido. Al final, hemos acabado hablando de lo mismo que al principio: del compromiso político sartreano.
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