Siglo XXI

El triunfo de la desfachatez

Los ‘realities’ de los 90 y la obsesión por lo auténtico de internet han cambiado la cultura colectiva. Todo se ha vuelto «más real», pero ¿oculta ese exceso de objetividad simplemente una cultura de la desvergüenza?

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09
Mar
2023

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Desde aproximadamente finales de los años 90 ha surgido toda una cultura que podríamos llamar de la desfachatez; una cultura de la desvergüenza, el descaro y la insolencia. Todo ello está vinculado a una serie de cambios económicos, tecnológicos y socioculturales que abaratan la cultura y ofrecen al espectador productos menos refinados y trabajados, productos más directos y transparentes.

Uno de los elementos fundamentales en la preponderancia de esta desvergüenza colectiva es el surgimiento del reality show durante los años 90, al menos en España. Programas como Quién sabe dónde o La máquina de la verdad representaron en nuestro país la punta de lanza de una cultura televisiva que alcanza su eclosión con Gran hermano, Sálvame, Operación Triunfo o Mujeres Hombres y Viceversa. Algo que caracteriza a los concursantes y presentadores en este tipo de programas es su desfachatez y sinvergonzonería. Siendo estos programas atractivos para grandes audiencias, su labor de diseminación del descaro y la «anti-elegancia» ha sido, sin duda, crucial entre la población española. Hoy ya muchos jóvenes han nacido cuando internet estaba totalmente afianzada. Muchos de esos mismos jóvenes no han conocido otros formatos televisivos dominantes que no fuesen los realities. Así pues, se ha normalizado el sensacionalismo y el atrevimiento sin parangón.

De hecho, internet es también fundamental para explicar esta cultura desvergonzada. La red permite al usuario de todas las edades acceder a información, imágenes, películas, etc., sin filtro alguno. De nuevo, prepondera el elemento directo, «sincero», «franco», espontáneo. Y ya se sabe que ser demasiado sincero o franco es considerado por la mayoría como una forma de mala educación. No hay ambages, ni misterios que descubrir, ni inferencias que realizar en la cultura de internet. Y es, también, la expresión directa y la inmediatez aquello que caracteriza a la persona que carece de vergüenza.

Siendo el o la sinvergüenza alguien a quien la opinión ajena no importa; solo le importan sus intereses más aprovechados y utilitarios. Su yo más mezquino es el centro de su mundo. Como la culpa, la vergüenza es un sentimiento vinculado a lo social, a la opinión que otros tienen de nosotros. Aquel que carece de ella se antepone al colectivo, por lo que es, también, adalid del egoísmo, otro de los rasgos culturales dominantes de nuestro tiempo. En los últimos veintimuchos años la cortesía y ciertos ritos básicos creados para establecer comunicación con otros seres humanos han sido defenestrados en pos del discurso más directo y grosero. Y esto es algo que se manifiesta en numerosísimos sectores o ámbitos de la existencia, no solo en el mundo de la llamada telebasura.

Este excedente de objetividad es un fenómeno nuevo en la historia del mundo, contra el que el ciudadano medio combate inconscientemente

Vivimos inmersos en una cultura pornográfica, en un exceso de explicitud.  De esto tenemos señales inequívocas en nuestra historia cultural reciente. Desde los setenta, la propia pornografía hardcore (que muestra el núcleo duro o «corazón» del asunto) ha sido liberada de restricciones legales e integrada en nuestras vidas cotidianas. Uno puede ver sexo heterosexual, homosexual o zoofílico, con solo darle a un botón. Por otra parte, el porno mismo ha pasado del formato de una película con trama, técnicos cinematográficos y una atmósfera concreta, al actual estilo gonzo (nombre tomado del género periodístico fundado por Hunter S. Thompson) en el que hay una o varias actrices y una cámara en manos del propio actor participante. Todo se realiza directo al grano. Dicho esto, cuando me refiero a una cultura pornográfica no me refiero sin más a una cultura en la que la pornografía está muy presente (lo cual también es cierto), sino a que todos los productos culturales (en amplio sentido) que consumimos son en sí mismos pornográficos; excesivamente manifiestos, expresos.

Hoy impera un superávit de inmediatez y visibilidad; todo resulta claramente directo y desnudo. Dicho excedente de objetividad es un fenómeno nuevo en la historia del mundo, contra el que el ciudadano medio combate inconscientemente. Este hiperrealismo y nitidez dejan poco espacio para la subjetividad, la sublimación y la imaginación, que buscan nuevas formas de expresión. Todo ello es la culminación del weberiano «desencantamiento del mundo». Con el desarrollo de la ciencia y las tecnologías pasamos de vivir en una realidad mítica, dominada por héroes, monstruos, ángeles y demonios, a una existencia utilitaria explicada en términos puramente racionales. Y la desvergüenza de muchas figuras públicas, de muchos de nosotros, no es sino una manifestación más de este proceso colectivo que culmina en una victoria demoledora de la transparencia. No cabe duda que vivimos en sociedades y en base a comunicaciones y relaciones mucho menos filtradas que antaño. Y un epifenómeno necesario de tal simiente es la desfachatez.

No obstante, hemos de decir que la cultura de la desfachatez ha amainado parcialmente a modo de reacción cultural, puesto que los peores años de la sinvergonzonería generalizada (también de la generalizada estulticia) fueron, posiblemente, la primera década de los años 2000, cuando estos nuevos formatos pasaron a dominar la televisión y el entretenimiento general sin freno alguno. Hoy, los tiempos parecen señalar cierta reacción contraria a este fenómeno que tan claramente se impuso en las conductas y consumos de los círculos más amplios de la sociedad.

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