Opinión

El progreso y la búsqueda de lo eterno

Seguir adelante significa contar con la posibilidad de la derrota y, sin embargo, atreverse a perseverar. Es, en parte, lo que debe definir nuestros proyectos: nunca están acabados y, sin embargo, siempre confiamos en completarlos cada día un poco más.

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01
marzo
2023

Escribió María Zambrano en Hacia un saber sobre el alma que la vocación es aquello que, aunque se haya querido dejar de hacer, no podemos nunca dejar de hacerlo. Hay algo en ese impulso, entre natural y casi mágico, que nos empuja a tener que realizarnos en un camino determinado. Y lo que es más importante: en ese camino, y no en cualquier otro. 

Por tanto, la vocación es una opción que se toma, una decisión a la que, más tarde o más temprano, debemos enfrentarnos. Hay, incluso, quien se decanta por negarla, pero hay ya también en este contramovimiento una vocación. Y esto no sucede por casualidad. Convivo a diario con cientos de adolescentes que a veces tienen claro qué quieren hacer, hacia dónde desean dirigir su vida… Pero entonces llegan las dudas. Y me preguntan, pero no sólo a mí, sino también a sus familias, al resto de profesores, a sus amigos y amigas y personas de confianza, hasta que, de repente, se dan cuenta de algo fundamental que me gustaría poner sobre la mesa: que la vocación no se debe tanto a una suerte de epifanía o de iluminación, sino que es el resultado de un proceso continuo e insustituible de construcción.

Es cierto que todos, de alguna forma y en algún momento, nos sentimos encomendados, casi llamados, a realizar alguna tarea determinada, por insignificante que parezca. El filósofo madrileño José Ortega y Gasset lo llamó «nuestra misión». Yo prefiero decantarme por el concepto de proyecto. La misión es estática, se define de una vez para siempre y la meta permanece clara. Sin embargo, el proyecto es lo que, por definición, siempre está abierto, siempre está por hacer y que, además, esconde una determinada direccionalidad. En la propia etimología de la palabra «proyecto» ya detectamos ese componente de estar arrojados hacia alguna dirección. Pero es una dirección que debemos encontrar, con la que tenemos que topar y a la que debemos decir sí o no, que tenemos que aceptar o que tenemos que negar.

«La vocación no se debe tanto a una suerte de epifanía, sino que es el resultado de un proceso continuo e insustituible de construcción»

Ahora bien, ese sendero no es recto, no es unívoco ni mucho menos se halla libre de dificultades, de trabas de todo tipo; por supuesto, está plagado de dudas. En ocasiones son otras personas las que nos hacen dudar, mientras que a veces son los retos mismos de la vida o del trabajo. Por eso, el proyecto de llevar a cabo una vocación determinada tiene que pasar el filtro de los claroscuros de la existencia, de nuestra constitutiva fragilidad.

Somos bellamente frágiles porque somos un proyecto que siempre se puede ver truncado, y son nuestra disposición, nuestra determinación y sobre todo nuestra pasión las que nos estimulan hacia un horizonte indeterminado pero inexorable. Apuntó Miguel de Unamuno, en su escrito sobre nuestro más famoso hidalgo de La Mancha, que si algo caracterizó a don Quijote es su capacidad para decir, en cualquier circunstancia: «Siempre adelante». La posibilidad de rendirse existe, y los eventuales fracasos pueden darse. Pero, a pesar de todo y de todos, esta esencial vulnerabilidad, esta fragilidad de nuestro proyecto, es lo que confiere tanto valor a nuestro afán por perseverar en nuestra propia vocación. 

Como profesor y orientador en la etapa de bachillerato, es raro el día que algún alumno o alumna no viene a preguntarme hacia dónde debe dirigirse; me dicen que no tienen claro su destino. Como si yo fuera un oráculo, como si pudiera darles una sencilla indicación o explicación. Tras años de experiencia trabajando con jóvenes en institutos, colegios y universidades, he caído en la cuenta de que la mejor enseñanza –por cierto muy socrática– que se puede dar a un joven, es, en primer lugar, la de invitar a conocerse a sí mismo. ¿Quién soy yo, qué deseos tengo y hacia dónde quiero dirigirme? Preguntas que, muchas veces como adultos, hemos tendido a olvidar e incluso a despreciar.

«Enseñar a nuestros estudiantes y a nuestras generaciones más jóvenes que pueden equivocarse es enseñarles, a su vez, el valor de enfrentar sus propias decisiones»

En segundo lugar, intento hacerles ver que, a diferencia de una máquina o de un medicamento, la vida no tiene un manual de instrucciones: no se deja determinar ni constreñir por fórmulas prestablecidas. Enseñar a nuestros estudiantes y a nuestras generaciones más jóvenes que pueden equivocarse es enseñarles, a su vez, el valor de enfrentar sus propias decisiones, mientras les mostramos que estaremos a su lado para apoyar esos errores por los que, inevitablemente, todos debemos transitar en algún momento de nuestra biografía. Porque la respuesta es el camino; y el camino es intransferible. No podemos delegar en los otros el hacer de nuestra vida.

Hace unos días, una alumna de segundo de Bachillerato (de la especialidad de ciencias biomédicas) me dijo que «una educación sin humanidades sólo prepara para ser esclavos». La vocación de esta alumna es muy clara: quiere ser cirujana y, sin embargo, me confesó que no puede pasar su vida sin pensar en los asuntos que tratamos en las clases de Filosofía (esto es, la verdad, la justicia, el bien o la belleza). No sólo sabe qué quiere hacer, sino también a qué no quiere renunciar. 

Este ejemplo vuelve a poner sobre la mesa el hecho de que la vocación es una construcción plural y multifacética que se enraíza en un proyecto nunca acabado, nunca definitivo. O dicho en positivo: siempre abierto. Puede que, como sostuvo María Zambrano, habite en nosotros una inclinación que no deberíamos soslayar, pero la manera en que esa inclinación se materializa es, aún a riesgo de resultar demasiado poéticos, el frágil misterio de la vida.

La vocación encuentra una fuerte imbricación con el compromiso. Ya hemos dicho que nuestra existencia transcurre en el plano de la fragilidad y que, además, debemos enorgullecernos de este carácter frágil de la vida. Lejos de lo que suele pensarse, la posibilidad de que todo pueda romperse en cualquier momento nos da fortaleza. Así lo pensaron los antiguos griegos cuando dibujaban el carácter de sus héroes trágicos, que justamente por su tragicidad encontraban el heroísmo. Es cierto que esta vulnerabilidad nos abisma en la responsabilidad de asumir nuestra libertad y de tomar las riendas de nuestras propias decisiones y omisiones. Pero es precisamente en ese terreno, a veces fangoso, donde podemos atrevernos a hacer pie y a auparnos para agarrar nuestro futuro por las riendas. 

Este futuro se nos antoja complejo, muldimensional, netamente tecnologizado. Pero son los retos los que, a lo largo de nuestra historia, nos han hecho crecer y creer. Quizá sea en esto en lo que consista el auténtico progreso. 

«El progreso es el compromiso con el que decidimos hacernos cargo de nuestro presente»

El progreso no es la tecnología. El progreso no son las redes sociales ni la inteligencia artificial. El progreso es, justamente, el compromiso con el que decidimos hacernos cargo de nuestro presente. El progreso es la capacidad para no permanecer amansados frente a los desafíos de nuestro tiempo. El progreso es la conquista de la libertad de discurso, de acción y, sobre todo, de pensamiento. El progreso es contar con la posibilidad de la derrota y, sin embargo, atreverse a perseverar. El progreso es poder mirar atrás, desde el presente, para imaginar y erigir un futuro de justicia social y de compromiso cívico. El progreso es, en definitiva, y lo digo con Antonio Machado, el camino que trazan las huellas del ayer, con el compromiso de sellar el bienestar ético, emocional y social de nuestras generaciones futuras.

Los profesionales que hoy ocupamos puestos de responsabilidad debemos tener en cuenta las inquietudes de nuestra juventud, que debe tener voz; pero más aún, nosotros debemos conquistar el arrojo para prestar oídos a sus requerimientos. Como profesionales de distintas áreas, tenemos un papel muy relevante en la sociedad y en nuestros círculos de influencia. 

Como don Quijote, digamos «siempre adelante» y, con ánimo renovado, no tengamos nunca dudas en comprometernos con aquello que jamás hemos podido –ni querido– dejar de buscar con permanente ahínco; esos valores inmortales que mi alumna, emocionada, me recordó. No dejemos nunca de perseverar en aquello que nos humaniza: el inextinguible anhelo de justicia, la huella de la belleza en las acciones y el convencimiento de que, a pesar de las dificultades, o precisamente gracias a ellas, podemos aspirar al bien y la verdad.

Porque podemos vivir sin pensar en la justicia, la belleza, el bien y la verdad, pero la pregunta, entonces, es la siguiente: ¿qué vida nos quedaría?

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