Opinión
Poder y saber
El saber ya no se corresponde con el capital económico de una persona: hoy hay millones de jóvenes que hacen el esfuerzo de estudiar para recibir una recompensa que, a veces, es nula.
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«Había un convencimiento muy profundo de que el poder sólo podía ser consecuencia del saber», dice Juan Antonio García Amado, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de León, sobre sus padres, campesinos asturianos. Lo hace en una estupenda entrevista con David Mejía, en la que habla de su infancia en los años sesenta en el campo asturiano. A veces me pregunto si sigue existiendo gente que piense que obteniendo capital cultural uno alcanzará el capital económico. Creo que esa correa de transmisión está rota, tanto mental como estructuralmente. No me refiero solo a la idea de que la educación superior te permitirá ganar más dinero; obviamente es así. Me refiero al prestigio de la cultura como elevador social, la consideración de que haber leído libros o películas se traducirá tarde o temprano en ganancias económicas. Es una visión utilitaria que he reconocido en generaciones anteriores a la mía, como la de mis padres, cuyos padres no fueron a la universidad.
Hoy creo que las nuevas generaciones no creen así. Es consecuencia de la democratización de la educación superior. Esa democratización tiene una parte mala: la inflación de títulos universitarios (y de titulados). Para diferenciarse, el estudiante tiene que hacer una inversión posterior, por ejemplo, pagarse un máster, preferiblemente en el extranjero. El efecto democratización, entonces, desaparece. Diferenciarse es más caro y no depende tanto del esfuerzo. Y no hay una correspondencia entre lo que sabes y las posibilidades de ascenso social que te permite ese conocimiento.
Hoy todos podemos ser sabios precarios gracias a internet. Es lo que el periodista Daniel Bessner denomina «clase proletarizada de élites culturales». Puedes ser élite cultural sin ser élite económica. Mi madre creía que decir que había leído Proust en la carrera le serviría para medrar socialmente; hoy me cuesta creer que alguien con veinte años piense algo parecido. Quizá me equivoco.
«Mi generación está teniendo que esperar mucho para tomar el relevo, mientras que las herramientas que nos dieron para el ascenso social están caducadas»
«Tal vez soy injusto, pero estoy convencido de que si hubiera nacido en un medio como aquel [el pueblo donde nació, en un entorno de campesinos] en nuestros días, lo habría tenido más difícil», continúa Amado. «Habría tenido quizás más medios y más comodidades, pero más dificultad también para romper con esas trabas sociales». Esto no significa que el ascensor social funcionara bien durante el franquismo; al fin y al cabo, era un régimen autoritario y corporativista con una visión de la meritocracia totalmente corrompida. Hoy el ascensor social funciona mal, como ayer, pero por razones distintas. Antes era más difícil acceder a la educación superior, pero cuando lo conseguías normalmente ascendías automáticamente de clase social. Hoy tenemos millones de jóvenes que hacen el esfuerzo de estudiar y la recompensa a veces es nula.
Hay un efecto saturación. Esto se ve claramente si analizamos a qué edad alcanzaron la cátedra o una plaza fija en la universidad los profesores hace treinta o cuarenta años y cuánto tarda un académico hoy en dejar de ser ayudante de doctor o un puesto precario. Mi madre consiguió hace cuarenta años un trabajo en una agencia de publicidad solo porque sabía francés; hoy tendría que competir con miles de egresados de carreras como Marketing y Publicidad. Supongo que es el coste del progreso. Pero sus consecuencias pueden ser dañinas: mi generación está teniendo que esperar mucho más que las anteriores para tomar el relevo. Y las herramientas que nos dieron para el ascenso social (el esfuerzo, la cultura) están caducadas.
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