Paul Klee, artista de la vida interior
El pintor alemán, uno de los maestros del arte abstracto, ha sido considerado un referente en la representación del mundo interno. Sus composiciones geométricas y llenas de color crearon un idioma psicológico y personal que dialoga con sus espectadores.
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«Ningún artista, en mi opinión, ha sabido pintar la vida interior del ser humano como lo ha hecho [Paul Klee]», escribió en su cuenta de Twitter el escritor y sacerdote Pablo d’Ors. «Es decir, lo que tiene que ver tanto con lo trascendente, aunque quizá sería mejor llamarlo espiritual, como con lo más básico o primordial, que quizá habría que llamar inocente o infantil, pero nunca ingenuo».
En efecto, el pintor alemán nacido en Suiza ha sido reconocido mundialmente como uno de los maestros de la abstracción, pero es mucho más que eso. Con sus composiciones geométricas repletas de color, Klee creó un idioma personal marcado por la musicalidad y la poesía, el arte como medio para la comprensión del mundo, como instrumento que permite al ser humano entrar en contacto con su realidad interna.
Según D’Ors, los cuadros de Klee son, en el fondo, autorretratos de nuestro interior: «Figuras geométricas imposibles pero reconocibles, esencializaciones aparentemente banales, pero en absoluto anecdóticas, arquetipos del ser». Precisamente, en lo geométrico también se vislumbra lo arquetípico, y en este, como diría Carl Jung, se conforma el inconsciente colectivo, lo más profundo del yo, del nosotros.
Paul Klee nació en Münchenbuchsee (Suiza) en 1879 e iba para músico. Sus padres, un profesor de música alemán y una cantante suiza, lo impulsaron desde pequeño a convertirse en un prodigio del violín. A los 11 años fue invitado para tocar como miembro extraordinario de la Asociación de Música de Berna y a los 27 años se casó con la pianista bávara Lily Stumpf. Pero su verdadera vocación se encaminaba hacia otras artes. Paralelamente a su instrucción musical, desde 1882, con enseñanzas de su abuela materna, comenzó a hacer dibujos y caricaturas, además de ejercitarse en la escritura poética.
Klee concluye que el arte debe transformar la naturaleza en su equivalente pictórico y espiritual
En 1900 logra ingresar a la Academia de Múnich y conoce a otro estudiante de arte, el ruso Wassily Kandinsky. Viaja a Italia con su amigo Hermann Haller y queda encantado por los impresionantes mosaicos de Rávena y por las luces del arte renacentista, de Botticelli y Donatello. Con esta nueva inspiración, Paul Klee esboza, dibuja y finalmente completa en 1905 su primera obra expuesta, Opus I, unos grabados que mezclan lo fantástico y lo grotesco y que él llamaba Invenciones. Los críticos se sorprendieron por la «anomalía» de sus formas. En 1914, visita Túnez, un viaje revelador y definitivo para su concepción y uso del color. Justamente, Klee fue una referencia para sus contemporáneos sobre la teoría del color y la forma. Tanto así, que él mismo afirmó que el color lo poseía: «El color y yo somos una sola cosa».
Junto a Kandinsky, Feininger y Jawlensky, Klee se une al grupo Los Cuatro Azules y al equipo editorial de la revista Der Blaue Reiter. Mientras sigue experimentando con sus pinturas, participa en exposiciones y conferencias en Estados Unidos y Francia. Además, participó de la Bauhaus y creó parte de su material publicitario y la primera serie de libros, con obras que incluían a Adolf Meyer y Piet Mondrian.
No es fácil definir a Klee. Su estilo varía entre lo surrealista y lo expresionista, pero, con los años, concluye que el arte debe transformar la naturaleza en su equivalente pictórico y espiritual. Y, para lograr ese objetivo, es necesaria la independencia total del color, la luz y el movimiento, es decir, hay que abstraer, abstraerse.
La abstracción, surgida a comienzos del siglo XX –y cuya corriente principal se basó en la geometría– no buscaba necesariamente representar algo identificable en la realidad. Su valor está en sí misma, en su juego de líneas, formas y colores. La idea principal es que las variaciones en la composición, a veces marcadas y otras veces sutiles, produzcan sensaciones en el espectador. Con lo abstracto, el arte se convierte en una fuente de emociones, en una fuerza introspectiva y transformadora, y Paul Klee lo tenía claro.
Simbolismo e introspección
Con más de 9.000 obras, Klee fue un autor prolífico. Sus acuarelas juegan con lo poético, con lo onírico. Escarban las primeras capas de lo perceptible y, con cuadrados y líneas y triángulos, pero, sobre todo, con un estallido de color, leen lo profundo. No se conforman con representar la realidad, van más allá: entran en el mundo interior, el del artista, claro, pero también del observador. Porque, como él bien decía: «Un pintor no debe pintar lo que se ve, sino lo que se verá».
En algunos casos sostiene significativamente la figura, como con el pez y el pájaro, y en otros crea seres misteriosos, irreales. Siempre hay algo que se gana en lo sencillo. La sencillez abarca lo real y cava dentro, lo supera. Entre su iconografía resalta, además de las formas geométricas, la alusión a la máscara. En la acuarela Máscara con una banderita, de 1925, por ejemplo, el retrato individual se convierte en colectivo, la geometría cubista muestra un giro de los ojos, que quedan atados por lo que parece una llave de violín. Como él mismo dijo alguna vez, la máscara es la obra de arte y «detrás de ella se esconde el hombre».
A pesar de que las guerras mundiales lo impactaron enormemente y de que fue uno de los artistas más perseguidos por el III Reich –que incluyó obras suyas en una exposición de 1937 llamada Arte degenerado–, Klee vivió como un artista completo. Primero, la música, luego, el dibujo, y finalmente la pintura y la escritura, con reflexiones sobre sí mismo en sus Diarios, escritos desde 1897 hasta 1918.
A través de la creación plástica, Klee indaga en su propia historia psicológica y construye un mundo nuevo a través de ella. Sus imágenes son intimidad, autoanálisis, la belleza de lo simple, y dan fe de los efectos del arte sobre la psique humana. Murió en 1940 en Muralto, Suiza, dejando una obra simbólica e introspectiva, una exposición de su mística y de su intuición.
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