Sociedad

En defensa de la procastinación

En una sociedad en la que la productividad define nuestro valor, procrastinar puede considerarse un acto de rebeldía necesario. La gran pregunta es cómo diferenciarlo de la holgazanería y sacarle el máximo provecho.

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04
enero
2023

Decía Miguel de Cervantes en El Quijote que «antes hoy que mañana». La diligencia, como se intuye de la cita, era una virtud tremendamente valorada por el ingenioso hidalgo en una época en la que las obligaciones pesaban como una losa sobre los hombros de cualquier ciudadano: o se batallaba por imposición o había que responsabilizarse de la economía y el cuidado del hogar, obligando a hombres, mujeres, niños y ancianos a anteponer su oficio –remunerado o no– a cualquier acto lúdico. Ahora, en pleno siglo XXI, el entretenimiento es casi tan importante como el trabajo, pero todavía no nos hemos desligado del arcaico «vivir para trabajar».

Entiéndase por trabajo cualquier obligación que realizamos en nuestro día a día y que, como sucedía en 1605, no siempre se reconoce ni salarial ni socialmente. Ejercer la maternidad, limpiar concienzudamente los baños y repasar mentalmente la lista de la compra son ejemplos de dichas obligaciones. A ellas les sumamos las tareas inherentes al empleo remunerado, pero que realizamos a menudo en nuestro tiempo libre: revisar el calendario de la empresa, contestar un correo electrónico o resolver dudas a clientes, compañeros y superiores en WhatsApp. Vivimos en una cultura que ensalza la productividad y, en este exigente ambiente, la procrastinación es un acto de disidencia tan necesario como respirar.

Procrastinar, del latín procrastinare, es el acto de dejar algo para mañana, una tendencia maltratada al confundirse erróneamente con holgazanería. Esta confusión ha sido alimentada durante décadas por el público general, pero también por la ciencia. El psicólogo motivacional Piers Steel afirmaba que «procrastinar es infringirse daño a uno mismo» y la psicóloga social Fuschia Sirois mantiene que «la procrastinación es una conducta irracional».

La procastinación adaptativa es aquella que, a largo plazo, beneficia nuestra salud mental y mejora nuestro rendimiento y relaciones

Si bien tienen parte de razón, tenemos que adaptar sus aportaciones a nuestro contexto particular: no es lo mismo estudiar el temario de una oposición una semana antes del examen que dedicar cada minuto de tu tiempo libre al trabajo desatendiendo tus relaciones interpersonales, tus aficiones y, lo más importante, tu autocuidado. Ambos son ejemplos de procrastinación si nos basamos en la definición de ésta per se, pero las implicaciones de cada situación son diametralmente opuestas.

Entonces, podemos distinguir dos tipos de procrastinación: la adaptativa y la desadaptativa. La adaptativa es aquella que, a largo plazo, beneficia nuestra salud mental y mejora nuestro rendimiento y relaciones, viéndose obstaculizada por un diálogo interno hiperexigente y un diálogo externo hiperproductivo. La desadaptativa, en cambio, es aquella que, disfrazada de hedonismo, conlleva una intolerancia extrema a la ansiedad, el tedio o la incertidumbre.

Un diálogo interno hiperexigente parte de la premisa de que nunca es suficiente. Da igual tu esfuerzo y los resultados, porque siempre hay que dedicar un excedente. Esto puede aplicarse al trabajo, por ejemplo, quedándote hasta tarde de forma recurrente, resolviendo los problemas de otras personas sin que sea tu cometido o revisando de forma enfermiza cada tarea que desempeñas en busca de errores imperceptibles para el ojo ajeno, pero descomunales para el propio.

Somos víctimas del diálogo interno hiperexigente: da igual nuestros esfuerzos y resultados, siempre hay que dedicar un excedente

Sin embargo, la hiperexigencia también nos afecta en los roles sociales. Pensamos que, para ser buenas personas, tenemos que desvivirnos por los demás. No es cierto. Lo que tu hijo, tu pareja, tus padres o tus amigos necesitan de ti es que estés psicológicamente sano y, para lograrlo, es requisito indispensable crear ciertos límites. Dichos límites requieren, a menudo, de un ejercicio de procrastinación adaptativa. Tenemos que priorizar nuestro autocuidado.

Cuesta creerlo, pero cuando tu salud mental está en jaque, lo prioritario no es ni adelantar trabajo, ni ordenar la despensa, ni hacerle ese favor tan importante a tu amigo. Lo prioritario es descansar y, en última instancia, hacer lo que de verdad te apetece a ti y no lo que te piden (o lo que crees que te piden) los demás. El problema es que a la hora de poner límites y realizar esa procrastinación adaptativa, nos invade un sentimiento de culpabilidad. En otras palabras, nos sentimos egoístas.

Este malestar puede ser tan intenso que cedemos y volvemos a aferrarnos a la hiperexigencia. Al hacerlo, a corto plazo se alivia el malestar, pero a medio y largo plazo acumulamos cansancio emocional y se deteriora tanto nuestro rendimiento laboral como nuestras relaciones. Estamos dando más de lo que podemos.

Lo que nos hace posponer nuestras obligaciones, en muchas ocasiones, tiene que ver más con la incapacidad para afrontar la incertidumbre

En cuanto a ese diálogo externo hiperproductivo, este tiene lugar cuando nuestro entorno proximal –familia, amistades o compañeros de trabajo– y distal –los medios de comunicación o las políticas económicas, sociales y empresariales– perpetúan la hiperexigencia. Si tu pareja te convence de que eres negligente por no dedicar toda tu energía a la relación o a tus hijos, si tus amigos se enfadan cuando intentas ser asertivo o si tu jefe te reprende por no contestar al WhatsApp en tu tiempo libre, se retroalimenta la creencia de que «no estás haciendo lo suficiente».

La procrastinación desadaptativa también conlleva una sensación de malestar. Sin embargo, lo que nos incordia y nos hace posponer nuestras obligaciones son emociones distintas a la culpabilidad. Estudiar un examen con antelación implica plantar cara a la ansiedad y, además, es una tarea aburrida, así que la dejamos para el último momento. Lo mismo ocurre cuando queremos cambiar de trabajo, pero ni actualizamos el currículum ni revisamos las ofertas de empleo de nuestro campo: dar ambos pasos implicaría enfrentarnos a la incertidumbre, algo que a los humanos se nos da soberanamente mal. ¿La solución? Procrastinar. No estamos potenciando el autocuidado ni la asertividad al hacerlo, sino que estamos enviando a nuestro yo futuro una carga que, en el presente, somos incapaces de asumir.

¿Cómo potenciar la procrastinación adaptativa y renunciar a la desadaptativa? Aprendiendo a aceptar nuestras emociones desagradables. Si somos capaces de tolerar la culpabilidad que nace de rebelarnos contra la hiperexigencia, será más fácil cultivar el arte del autocuidado. Igualmente, si somos capaces de lidiar con la ansiedad, el tedio o la incertidumbre de nuestras obligaciones cotidianas, será más fácil «no dejar para mañana lo que podemos –o, mejor dicho, tenemos que– hacer hoy».

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