Miedo a la soledad
Muchas personas, cuando se vieron encerradas solas en sus casas, sin el ritmo incesante de actividades que les impedía parar y pensar, se sintieron turbadas por el absurdo de poderse morir en cualquier instante sin tener a quien amar. En ‘Miedo: un viaje por un mundo que se resiste a ser gobernado por el odio’ (Debate), la periodista Patricia Simón recorre los temores que han articulado nuestras vidas en los últimos años y que la pandemia ha evidenciado y agudizado, acelerando así el cambio de era en el que ya estábamos inmersos.
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Me tocó entender el grosor del amor que sentían mi padre y mi madre cuando nos comunicaron que pronto, muy pronto, tendríamos que vivir sin él, sin mi padre. Fue el 23 de diciembre de 2020 y ese día sufrí un dolor-terremoto, cuyas réplicas siguen haciéndome temblar. El amor parental, cuando está, esponja el camino, allana el tránsito. No se hace sentir la mayor parte del tiempo, es solo la mano a la que instintivamente sabes que te puedes agarrar cuando resbalas.
El amor de pareja se instala en otro lugar, a menudo entre la garganta y el pecho, y hay momentos de calma en los que se llena, se hincha, y parece que no cabe y que va a salirse por la boca, y dan ganas de apretar mucho a la persona amada y entonces asalta el miedo a que uno de los dos deje de amar, a hacerle sufrir, a que deje de estar. Pero el amor no duele, salvo cuando anuncia que ya no estará más.
No es un dolor metafórico como se pudiera pensar; el amor, cuando se deja caer en forma de desamor, despedida o ausencia, duele físicamente hasta hacer rabiar, en el pecho, la barriga, la espalda; el amor, al experimentarlo como extinción, se transforma inmediatamente en un desgarro físico que hace mantequilla el esqueleto y te deja sin sostén: solo carne dolorida y un grito, un aullido sofocado, un socavón entre el pecho y la garganta, un rugido que a mí tardó días en aflorarme y vaciarme.
El amor no duele, salvo cuando anuncia que ya no estará más
Fue en el parking del hospital, una tarde antes de subir a la habitación de mi padre, e intentar hacerle reír, y que se riese, estoy segura sin ganas, para contentarme. Los dos haciendo como que no sabíamos, como que en ese mismo instante los dos no queríamos morirnos antes de que él se muriese para evitarnos el dolor de su muerte. A mí me tocó descubrir el amor tan grande que sentían mi padre por mi madre y mi madre por mi padre cuando me dijeron que pronto este se moriría.
Nunca como hoy hemos estado tan sedientos de amor. Miro a mi alrededor y veo a muchos de mis amigos con unas ganas terribles de encontrar a la persona a la que deseen amar. Muchos tienen trabajos que les satisfacen, una red familiar y de amistades en la que se sienten valorados y queridos, pero cuando han empezado a rondarles los cuarenta años han empezado a sentir que no les bastaba. Unos desean una pareja; otros, ser madres o padres; algunos, todo a la vez.
La cantante Christina Rosenvinge, en su tema dedicado a la muerte, Souvenir, canta: «Quiero vivir siempre. ¡Tengo tanto amor que dar!». Y se desgañita con un grito que pareciera condensar una angustia que los confinamientos por el coronavirus dejaron al descubierto: que muchas personas, cuando se vieron encerradas solas en sus casas, sin el ritmo incesante de actividades que les impedía parar y pensar, se sintieron turbadas por el absurdo de poderse morir en cualquier instante sin tener a quien amar.
Este es un fragmento de ‘Miedo: viaje por un mundo que se resiste a ser gobernado por el odio’ (Debate), por Patricia Simón.
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