Opinión
Mondrian Is Innocent
Lo peor que le podía pasar al desafío climático es que empiece a formar parte del ‘ping pong’ absurdo de las ideologías extremas y la polarización. Si negar los avances de la comunidad científica y hacer oídos sordos a sus advertencias resulta un derrape conspiranoico de armas tomar, convertir la defensa del medio ambiente en una suerte de superstición decrecionista es un delirio cuasi religioso que nos retrotrae a la maldición del pecado original.
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Hemos sabido recientemente que un cuadro de Piet Mondrian estuvo colgado al revés durante 77 años. Primero en el MoMA de Nueva York y después en el Kunstsammlung, en Düsseldorf. Si esto llega a ocurrir en España, qué turra nos habrían dado los masoquistas patrios, siempre dispuestos a fustigarse o, mejor dicho, a fustigarnos a los demás. Supongo, en cualquier caso, que le podría haber pasado a cualquiera. No hay universidad en el mundo que enseñe a colocar bien la enésima abstracción geométrica de un artista conceptual. Cabría preguntarse, eso sí, y probablemente es lo que hacen ahora en sus noches de insomnio esos comisarios sumidos en el rubor, por qué no firmó ese cuadro Mondrian. ¿Querría, acaso, poner en apuros al personal y gastarle, en las postrimerías de su vida, una gamberrada a la posteridad? La cosa suena más bien a descuido, pero supongo que uno puede permitirse ciertos lujos si es un pintor vanguardista aclamado por la crítica internacional.
En estos mismos días, en los que el otoño alfombra con hojas secas y melancolía las calles de la gran ciudad, me llegan por WhatsApp dos fotos de hemeroteca. Una es de Picasso con su polémico retrato de Stalin, que fue portada de Les lettres françaises, un semanario que se movía bajo la órbita comunista y cuya publicación estuvo a punto de costarle el pescuezo al poeta Louis Aragon, que entonces era su director. El canon del realismo socialista no casaba bien con esos fogonazos de libertad y los partidos prosoviéticos habían llevado a la perfección un arte más perverso, el arte de depurar. La segunda foto era de Dalí: el pintor posa con su mirada anfetamínica y una camisa de cowboy mientras su bigote desafía las leyes de la gravedad. Al fondo de la imagen, la provocación: un retrato del falangista José Antonio Primo de Rivera, el mismo que podría decorar las grises estancias de cualquier funcionario o gerifalte del régimen. El genio surrealista más universal siempre se llevó bien con el dictador.
Estas anécdotas, curiosidades para amenizar las tardes de otoño, nos entretienen a los diletantes y aficionados al arte, que también hemos observado estas semanas, estupefactos, cómo el comando playmobil del clima arrojaba latas de sopa de tomate y vandalizaba cuadros de grandes artistas como Goya, Vermeer o Van Gogh. ¿No se les ha ocurrido una necedad más grande para desmovilizar a quienes podrían sumarse a la causa que con tan poco acierto quieren pregonar? ¿No se dan cuenta de que están suministrando una valiosa munición a quienes aún niegan la evidencia científica del calentamiento global?
«¿No se les ha ocurrido una necedad más grande que lanzar latas de tomate para desmovilizar a quienes podrían sumarse a la causa que pregonan?»
Hay gente bienintencionada, pero despistadísima, que defiende estas ridículas performances porque los cuadros vandalizados cuentan con la profilaxis de un cristal. «La opinión pública protesta cuando atacan el patrimonio cultural, pero no cuando se destroza nuestro capital natural», aseguran esos biempensantes, víctimas áulicas de nuestra inflación moral. El problema es que esta premisa resulta falaz: la ciudadanía en las democracias avanzadas abomina de los vertidos en los ríos y hay pocas imágenes más demonizadas y dramáticas para el imaginario popular que un bosque talado, un perro abandonado en una carretera, un incendio forestal, una chimenea industrial escupiendo latigazos de CO2 o una botella de plástico flotando sobre el mar.
Lo peor que le podía pasar al desafío climático, como advierte Steven Pinker en su ensayo En defensa de la Ilustración, es que empiece a formar parte del ping pong absurdo de las ideologías extremas y la polarización. Si negar los avances de la comunidad científica y hacer oídos sordos a sus advertencias resulta un derrape conspiranoico de armas tomar, convertir la defensa del medio ambiente en una suerte de superstición decrecionista es un delirio cuasi religioso que nos retrotrae al diluvio universal y a la maldición del pecado original. Encauzar el progreso, siempre zigzagueante, pasa por dejar atrás un modelo energético que durante siglos ha funcionado gracias a los combustibles fósiles y que, tras las revoluciones industriales, hizo posibles epopeyas tan decisivas como la gestación de las sociedades del bienestar. «La luz usada deja polvo de mariposa entre las manos», escribió Jaime Gil de Biedma. La descarbonización de nuestro sistema económico es, ahora, un desafío tan acuciante como colosal. A nadie se le escapa la enormidad de las dificultades que vamos a afrontar. Algunas de ellas ni siquiera las podemos aún imaginar y otras ya nos acechan, siembran el caos o nos hacen flaquear: la guerra en Ucrania, las tensiones populistas y autoritarias, la inercia desarrollista de los países emergentes, la crisis de suministro, la inflación galopante… Y mientras todo esto ocurre, en tiempo real, hay quienes pretenden salvar el mundo meándose en la Fuente de Duchamp.
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