Siglo XXI

Cuando los ‘woke’ (y los ‘antiwoke’) se pasan de frenada

Este activismo, originario de Estados Unidos, se centra sobre todo en las luchas simbólicas surgidas en internet. Una esencia que, para sus críticos, constituye su propio punto débil: ¿por qué no centrarse, en cambio, en las discusiones materiales?

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15
septiembre
2022

La palabra inglesa woke cuenta cada día con más presencia en los medios y debates españoles. Surge a partir de la jerga afroamericana, derivándose originalmente de un mal uso lingüístico del término awake (en castellano, «despierto»). Woke, así, serían aquellos que están despiertos ante las injusticias del mundo. O aquellos que, como en la película Matrix, creen haber tomado la pastilla roja que permite comprender los hechos tal y como son. Aunque esto no es percibido de la misma manera por aquellos que se oponen a este concepto: consideran que estos activistas, en realidad, reflejan más bien el consumo de la pastilla azul; es decir, aquella que filtra la realidad de acuerdo con los principios de la ideología dominante. Si la persona woke considera que posee una posición antisistema, el antiwoke entiende que es esta una manifestación cultural e ideológica del sistema económico neoliberal, el cual, habiendo cooptado el discurso izquierdista, invita a combatir solo en el plano simbólico e identitario, frente a la tradicional lucha marxista en el marco material de la economía.   

Con todo, una cosa está clara: Karl Marx jamás habría sido woke, y aunque este modelo de activismo ha sido bautizado por algunos –véase el intelectual súper estrella Jordan Peterson– como neomarxista, en realidad se trataría de un subproducto muy superficialmente vinculado a las teorías del sociólogo y economista alemán. Un ejemplo significativo es que Marx cree en una cosa en sí de la realidad: las relaciones de producción. Para él no todo sería un constructo cultural y, por supuesto, no todo podría resignificarse –ni mucho menos– en el plano de las ideas y el espíritu. La realidad que vivimos en el plano mental (es decir, la ideología) se sustentaría, según los preceptos marxistas, en las relaciones sociales propias del mundo material. Por ende, para que algo pudiera resignificarse, habría que alterar primero esa realidad material.

No obstante, la izquierda identitaria, como se ha venido definiendo lo woke, rechaza lo material como insignificante e incluso inexistente. Y esto parece tener una razón de ser: un estadounidense medio consume tanta energía en un año como 2 japoneses, 6 mexicanos, 13 chinos, 31 indios o 370 etíopes. Las políticas de la identidad, de este modo, no parecen solo el síntoma de una sobreabundancia material, sino esa sobreabundancia misma. Representan la transmutación en ideología de un elemento que –aunque así lo piense– no combate, sino que alimenta al sistema. Por estas razones, el discurso woke es entendido por sus detractores como una herramienta para la autojustificación de los más privilegiados.

Lo ‘woke’ es entendido por sus críticos como una herramienta para la justificación neoliberal de los más privilegiados

No obstante, algo debería permanecer claro: como ocurre en el caso del fascismo y el antifascismo, lo antiwoke no es lo mismo que lo woke pero al revés: esto último no es equiparable a la izquierda política, sino a una forma de entender tal disposición ideológica. Si los justicieros de lo simbólico gustan de creer que sus antagonistas son necesariamente ultraderechistas, machistas, anti-ecologistas o racistas por el simple hecho de ofrecerles una réplica, lo cierto es que el rechazo de esta «nueva izquierda» estadounidense –a veces con dejes ligeramente neopuritanos– es compartido por gente de izquierda radical, socialdemócratas y gente de centro, derecha y ultraderecha. Si en Estados Unidos se cuenta con figuras mediáticas que, aunque tradicionalmente de izquierdas, rechazan esta forma de hacer política (pensemos en Joe Rogan o Bill Maher), en España ocurre lo mismo con personajes como Félix Ovejero o Daniel Bernabé.

Esta forma de entender el activismo, sin embargo, no es nuevo; al contrario, sus raíces vienen de atrás. El espíritu justiciero del progresismo norteamericano de clase media estaba casi conformado en su estilo actual al menos desde principios de los años sesenta. John Kennedy Toole, autor de la celebrada obra La conjura de los necios (1980), que trabajó en la Hunter College (Nueva York) a partir de 1960, hablaba así del campus: «Cada vez que se abre la puerta del ascensor en Hunter, te enfrentas con 20 ardientes ojos […] y todo el mundo está esperando a que alguien empuje a un negro». El anhelo justiciero propio de este activismo parece venir de tiempos no tan recientes. 

No cabe duda de que una de las razones por las que los nuevos activistas americanos centran su atención en el plano de la representación es que ellos mismos actúan en tal dimensión, reduciendo la mayor parte de su actividad al perímetro de internet, una nueva realidad que, a pesar de ser virtual, acapara cada vez más protagonismo. Por ejemplo, una actividad fundamental vinculada a esta izquierda es la condena en masa con el objeto de cancelar o boicotear la carrera de personas que hayan dicho o hecho algo contrario a los valores sistemáticos de la izquierda identitaria. Una conducta que genera en muchos casos una reacción agresiva entre sus enemigos, que han llegado a crear sus propias redes sociales para decir sus opiniones abiertamente sin la censura que, sostienen, se encuentra en plataformas más mainstream (y que identifican con la solidez de las posiciones político-identitarias). 

No obstante, paradójicamente, quizás lo más importante de esta situación no sean las consecuencias que este tipo de conductas puedan tener en el plano digital, sino en el material: los excesos de este activismo parecen haber generado una reacción conservadora que podría hacer retroceder a la sociedad a periodos previos a los años sesenta, década que, precisamente, sirve de germen a estos nuevos enfoques. Esta reacción ha provocado que, por ejemplo, Misuri y Texas se hayan convertido en los primeros estados que prohíben el aborto en Estados Unidos. Un caso de acción-reacción que ya habría tenido lugar con la presidencia de Ronald Reagan durante la década de 1980. ¿Qué podemos esperar ahora?

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