Sociedad
La generación ‘ya’
En la era de la inmediatez, si bien tenemos el mundo a un clic de distancia, hemos perdido la paciencia por el camino: queremos tenerlo todo en cuestión de minutos. ¿Por qué? La psicología arroja algo de luz sobre este fenómeno, encontrando una relación directa entre la salud mental de la población y la génesis de una impaciencia colectiva.
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Todos en mayor o menor medida hacemos uso de internet en pro de nuestra comodidad: desde pedir la cena a domicilio y enfadarnos porque el repartidor se retrasa cinco minutos, hasta gastarnos el dinero que no tenemos en solicitar el envío express. Lo que la era digital nos da, la era digital nos quita, y es que si bien tenemos el mundo a un clic de distancia, hemos perdido la paciencia por el camino.
No se trata de un rasgo inherente a la generación millennial como (en muchas ocasiones, despectivamente) se afirma, sino un hábito aprendido de la era de la inmediatez. Lo que sucede es que es más fácil adquirirlo cuando nos hemos habituado a vivir con urgencia, una tendencia más instaurada en quienes han crecido en este modelo social. Sin embargo, son muchas las personas de edades avanzadas que también se han acostumbrado a tenerlo todo aquí y ahora desarrollando una impaciencia tan potente como la de un niño de siete años que tiene una rabieta porque quiere que le den la tablet.
La generación ya aúna rangos de edad completamente dispersos y personalidades opuestas, todas con algo común: la intolerancia a la demora de la gratificación. Este constructo fue investigado ampliamente por Walter Mischel, psicólogo especializado en el estudio de la personalidad y autor de la prueba del malvavisco de Stanford, con un sencillo test que consistía en pedir a un niño que escogiese entre una recompensa inmediata pequeña (generalmente un malvavisco) o una recompensa más grande tras quince minutos.
Algunos factores que aumentan la tolerancia a la demora son el desarrollo cognitivo, la madurez social, la motivación de logro y la disponibilidad de actividades distractoras
Mischel realizó un seguimiento longitudinal encontrando que los niños que fueron capaces de posponer la gratificación mostraron diez años después aptitudes académicas más desarrolladas. ¿Qué es lo que les diferenciaba de aquellos que en el pasado escogieron el dulce sin esperas de por medio?
Según el psicólogo, algunos factores que aumentan la tolerancia a la demora son el desarrollo cognitivo –el cual abarca la atención, las habilidades perceptivas, la resolución de problemas complejos, la memoria o el lenguaje–, la madurez social –la capacidad de desenvolvernos en situaciones sociales–, la motivación de logro –el impulso que nos hace esforzarnos solo por sentirnos orgullosos de nuestro rendimiento, al margen de cualquier recompensa externa– y la disponibilidad de actividades distractoras –o, en otras palabras, poder alejar la mente de ese premio inmediato–.
En el lado opuesto, Mischel encontró tres condiciones que deterioran la tolerancia a la demora: el estado de ánimo triste, las bajas expectativas de obtener el refuerzo demorado y que el refuerzo inmediato sea visible.
De sus hallazgos podemos extrapolar varias conclusiones, pero quizá la más importante es la relación entre la salud mental de la población española actual y la génesis de una impaciencia colectiva. Aunque nos hemos acostumbrado a la precariedad, es innegable que el impacto de la pandemia y de la crisis económica europea ha hecho mella en nuestro estado de ánimo: nos encontramos más tristes y la incertidumbre sobre el futuro de la economía minimiza nuestra esperanza.
Los pequeños placeres que fortalecen nuestra autoestima no se encuentran en el móvil, en una compra impulsiva o en una visita apresurada a un ser querido
En este clima de indefensión es normal recurrir a pequeños reforzadores inmediatos que quizá no son demasiado placenteros, pero que nos ayudan a distraernos de lo que sucede a nuestro alrededor. Si además estos reforzadores son visibles, tal y como sucede con ese objeto rectangular que vibra en nuestro bolsillo cada diez minutos, la necesidad de buscar consuelo en la inmediatez se vuelve incontrolable.
Así es como progresivamente nos acostumbramos a tenerlo todo ya, aunque ese todo sea menos de lo que realmente deseamos y ese ya sea más de lo que estamos dispuestos a esperar. ¿La solución? Tomar conciencia de lo que realmente nos hace felices: tal vez es más fructífero gastar veinte euros en una cena con los amigos que en una prenda de ropa que solo usaremos una vez, pero tendemos a ver lo primero como un derroche y lo segundo como una inversión.
Los pequeños placeres que fortalecen nuestra autoestima, nuestras redes de apoyo o nuestras aficiones no se encuentran en el móvil, en una compra impulsiva o en una visita apresurada a la gente a la que queremos. Aunque a veces pasemos por alto su importancia y optemos por la inmediatez para distraernos del vacío existencial, no debemos olvidar que la vida se cuece a fuego lento.
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