Sociedad

«Una guerra no acaba con el último disparo; es una sombra que alcanza a varias generaciones»

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06
octubre
2022

Los libros de Lana Bastašić (Zagreb, 1986) son directos: nuestras vidas están pobladas de fantasmas. Y aunque puede que no vaguen cubiertos con sábanas blancas, continúan asustándonos. Con su primera obra, ‘Atrapa la liebre’ (Navona), la escritora croata ganó el Premio de Literatura de la Unión Europea en el año 2020. Ahora, Bastašić vuelve con ‘Dientes de leche’ (Sexto Piso), una obra donde se atreve a desnudar la infancia, arrancando la amable ropa que suele envolverla y romantizarla, para demostrar cómo las situaciones más cruentas –por ejemplo, las guerras– dejan en los más pequeños una huella imborrable.


En Dientes de leche leemos relatos protagonizados por niños que, aunque pequeños, aparecen retratados como fuertes y sabios. Interpretamos habitualmente la infancia como un periodo de protección y felicidad, pero ¿no supone también aguantar los primeros golpes de la vida adulta?

Sí, a veces tendemos a subestimar cómo los niños perciben el mundo. Siempre los miramos como seres humanos de menos valor: menos capaces de entender, de explicar, de empatizar. Quería mostrar de alguna manera que, aunque sean pequeños y tengan un lenguaje menos complejo, sus vidas emocionales e interiores son igual de importantes que las nuestras. Los niños son mucho más listos de lo que parecen. En algún sentido más que nosotros, que tenemos unas ideas ya muy rígidas; ellos todavía están jugando con las ideas del mundo. Son seres humanos complejos. A veces, incluso, ven las cosas de forma mucha más clara que los adultos. Recuerdo que en la guerra [de Yugoslavia] los adultos siempre terminaban viendo algunas cosas –violentas, nacionalistas, terroríficas– de forma natural, mientras que los niños, en cambio, se preguntaban qué era aquello y por qué pasaba. Y creo que eran ellos quienes tenían razón: el instinto, en primer lugar, es humano; luego viene lo demás: la religión, la identidad, la nación. Por eso las intuiciones de los niños contienen más verdad que las de los adultos.

En tu caso, ¿esta visión tan desangelada de la infancia guarda relación con los fantasmas de la guerra en los Balcanes?

Creo que cualquier tipo de conflicto o crisis deja heridas muy hondas. En el lenguaje, en la gente que lo ha vivido… por eso una guerra no empieza con el primer disparo y acaba con el último. Es un suceso con una sombra muy alargada, con generaciones enteras traumatizadas. En España se ve muy bien lo que pueden durar esta clase de traumas. Lo que a mí me interesa es escribir sobre estas consecuencias más ocultas de los conflictos. Es como si quedara un poco de radiación en el aire: siempre termina por entrar en los ambientes íntimos de las familias, las parejas… y en la infancia.

«Cuando los nacionalistas hablan con esas ideas tan grandilocuentes no piensan lo que le pasa a la gente real durante su día a día»

El nacionalismo siempre estuvo presente en tu vida, si bien a la fuerza. Primero, en la guerra en Yugoslavia; luego, durante tu vida en Barcelona a partir del auge independentista. Sin embargo, no tiene un protagonismo como tal en estas páginas.

En Atrapa la liebre creo que se percibe el nacionalismo cuando uno de los personajes se ve obligada a cambiar su nombre musulmán a uno de estilo cristiano. Cuando los nacionalistas hablan con esas ideas tan grandilocuentes no piensan lo que le pasa a la gente real durante su día a día. Danilo Kiš, un escritor yugoslavo, dijo algo muy interesante sobre el nacionalismo, y es que es un tipo de paranoia colectiva. Siempre conlleva una idea de miedo, del otro, de algo que no está lo suficientemente puro o limpio. Un tipo de miedo que no coincide con la realidad. En los Balcanes, los mitos de la identidad nacional se fundieron con la religión y la identidad personal; todas estas cosas terminaron siendo más importantes que el simple hecho de ser humano. Y no creo que esto sea patriotismo.

¿Cuáles son las cicatrices de la infancia de Lana Bastašić?

A mi generación le robaron la infancia. Yo tenía seis años cuando empezó la guerra. Con cuatro, nos tuvimos que ir de Croacia por la política de limpieza étnica del país. El estado de crisis, para nosotros, era el estado natural. Creo que todos estamos un poco traumatizados por ello, aunque también aprendimos a no dar por sentado ciertas cosas, que los derechos se pueden perder en cualquier momento, que un conflicto puede pasar en un instante y que todo empieza en el lenguaje. Cuando estalló la guerra en Ucrania, en Bosnia fuimos los que menos nos sorprendimos: somos los más conscientes de que esta clase de cosas puedan pasar en cualquier parte del mundo. No estamos en el fin de la historia. Aunque han pasado muchos años, en los Balcanes todavía hay muchos fantasmas.

«En Bosnia fuimos los que menos nos sorprendimos de la guerra en Ucrania: somos los más conscientes de que esta clase de cosas puedan pasar en cualquier parte del mundo»

A pesar de lo dura que puede llegar a ser la infancia, ¿por qué tendemos a idealizarla? ¿Es la consecuencia de una nostalgia inevitable?

Depende de la infancia que haya tenido cada uno, claro, pero cuando nos alejamos de un momento del pasado comenzamos a fabricarlo, a cambiarlo, ya sea romantizándolo o demonizándolo. La memoria es un cuento: es algo que ocurrió en el pasado y que depende del lenguaje (y del narrador) para contarlo. Pero no se puede vivir en la nostalgia, es un tipo de parálisis. Tus padres te hicieron tal o cual, de acuerdo, pero desde este punto empiezas tú con tu responsabilidad. Por eso siempre digo que hay que ir a terapia; la necesitamos todos. Construir una sociedad mejor empieza por nosotros mismos.

Tus dos obras entroncan también con el peso opresivo que puede llegar a tener la comunidad o la pobreza como estigma. ¿Consideras que tienes una visión pesimista de la sociedad?

No estoy segura. Por ejemplo, mis abuelos eran comunistas y vivían en un país en el que las personas del pueblo que tenían trabajos sencillos tenían todo: seguridad social, la posibilidad de que sus hijos fuesen a la universidad… la seguridad de que el Estado cuidara de ellos, aunque fuera una dictadura. No quiero idealizarlo, pero creo que en comparación, hoy, a diario, se está peor: mis abuelos, por ejemplo, tienen una pensión tan baja que no pueden llegar a fin de mes sin la ayuda de sus hijos. Cuando hablamos de comunismo –y en Yugoslavia fue una vertiente más socialista que el comunismo ruso– veo cosas buenas y malas. Y también con la democracia. Intento ver qué mitos existen en ambos mundos y el impacto que tienen en nuestras vidas cotidianas. Creo que en todos los Balcanes sí que existe sin embargo una sensación de haber perdido un sueño: el de haber tenido un país grande, con nuestras marcas, nuestras fábricas, donde cada uno tenía una vida digna. Ahora somos cinco o seis países pequeños que importan ajo de China. Hay una sensación de haber fallado.

«La memoria es un cuento: es algo que ocurrió en el pasado y que depende del lenguaje (y del narrador) para contarlo»

¿Hay una decepción con Europa?

No puedo hablar por todos, por supuesto, pero creo que hay una decepción desde los años noventa: las fuerzas europeas ya entonces no se aseguraron de que no hubiera un genocidio en Bosnia. El camino europeo ya es el único que nos queda, pero hay una broma habitual en Bosnia que es bastante reveladora, y es que cuando cumplamos todas las condiciones para entrar en la Unión Europea, esta ya habrá desaparecido. Yo me siento europea, pero más en un sentido histórico que en un sentido vinculado a la UE. A veces nos sentimos como europeos de segunda. Yo lo viví cuando vine a España: ser de Bosnia era como ser del tercer mundo.

En este sentido, la literatura de Europa del este, sobre todo aquella escrita por mujeres como Tatiana Tibuleac, también ganadora del Premio de Literatura de la Unión Europea, parece coger cada vez más fuerza. El discurso de las periferias, ¿había sido relegado hasta ahora?

Antes teníamos la literatura yugoslava porque teníamos una red más conectada, claro. Luego todo se nacionalizó mucho. Ahora, no obstante, me parece que hay un boom de nuevas voces que intentan verlo todo desde un punto de vista completamente distinto. No hablamos de muertos, soldados o batallas, sino de esas cosas que permanecen durante generaciones.

En tus textos hay una cierta fragilidad de la realidad, como si estuviera mezclada con la fantasía. ¿Por qué esa elección?

A mí me gusta hacer –y no escribir– ficción. Me gusta contar historias y cuentos, no escribir ensayos. Creo que aprendemos más de ellos como seres humanos. Siempre tenemos ese punto de buscar cosas mágicas en lo cotidiano; para mí eso también es realismo. Es lo que decía Cortázar: su realismo es simplemente más amplio porque entra todo. Y me identifico con esto. Para mí, un niño soñando también es realismo. Me gusta meter elementos más o menos fantásticos porque, cuando alguien me cuenta una historia así, a veces percibo más verdad en ellas que en las historias completamente realistas. ¿Para qué escribir ficción si no vamos a inventarnos cosas? Es lo más bonito de todo.

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