Cultura

Bruno Latour, un filósofo para el planeta

A lo largo de su vida, el francés demostró que todavía es posible alimentar el debate público sin caer en la demagogia y la polarización. Siempre se movió entre el estudio de la verdad en la sociedad y la crisis medioambiental, lo que le llevó a convertirse en uno de los grandes referentes de la ecología.

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21
octubre
2022

El pasado 9 de octubre murió Bruno Latour, una figura de reconocido prestigio en el campo de la filosofía cuya labor se ha dejado notar, también, en disciplinas como la sociología y la antropología. En esta última, de hecho, destacó su temprano trabajo de campo en Costa de Marfil, del que obtuvo como fruto una monografía sobre descolonización, raza y relaciones industriales.

No obstante, su máximo reconocimiento le ha llegado como epistemólogo y referente en los llamados estudios de la ciencia. Si la filosofía tiende a centrarse en comprender la validez y su función social, lo que tratan de hacer los estudios de la ciencia es penetrar en cómo opera la ciencia sobre el terreno. Asi lo testifican algunos de sus títulos, como La ciencia en acción o La vida en el laboratorio.

Aunque inicialmente se le vinculó a enfoques constructivistas sobre la ciencia, con los años Latour se desmarcó de tales posicionamientos. No es extraño que el constructivismo, que entiende nuestros sistemas de pensamiento e ideas sobre el mundo como elaboraciones subjetivas consolidadas socialmente por vía del consenso o la imposición, sean a menudo aceptadas por personas jóvenes o que conocen muy indirectamente la ciencia y sus procesos.

Pocos filósofos franceses críticos con la ciencia cuentan con conocimientos verdaderamente científicos: no era el caso de Latour

Los jóvenes se ven atraídos por tales formulaciones por la supuesta rebeldía que les otorgan: el constructivismo es propuesto a menudo como forma de combatir el diseño de una realidad elaborada más o menos arbitrariamente en favor de los intereses del poder. Por su parte, el desconocimiento de los intríngulis del proceso científico conlleva a que alguien pueda despreciar aquello que no entiende ni remotamente. Pocos filósofos franceses críticos con la ciencia cuentan con formación y conocimientos verdaderamente científicos. No era el caso de Latour, quien entendía profundamente la estructura y dinámicas de la ciencia, también como investigador de campo o antropólogo.

Su labor es, sin duda, etnográfica, en el sentido de que analiza de primera mano y de modo directo cómo se materializa la producción científica. Bien podríamos traducir el nombre de sus «estudios de la ciencia» como «antropología de la ciencia». Por poner un ejemplo, en su primera gran obra, la ya mencionada La vida en el laboratorio de 1979, coescrita con Steve Woolgar, trata de estudiar a modo de una etnografía cómo se llevaban a cabo estudios neuroendocrinológicos en el Salk Institute, de La Jolla, en San Diego. Este trabajó resultó ser constructivista hasta el extremo, una posición que, como hemos visto, abandonaría en años sucesivos.

Por su parte, en La ciencia en acción, otra de sus obras más notables, trata de penetrar en el corazón de los procesos de investigación científica, llegando a la conclusión de que muchos de los resultados y tesis alcanzadas por científico bien podrían haber sido otros bien distintos. Se da aquí una arbitrariedad que hace de las verdades científicas algo menos necesario y determinado objetivamente de lo que cabría esperar. La obra, en definitiva, es una antropología de la ciencia, que pone de relieve la naturaleza no monolítica de la ciencia como generadora de verdades supuestamente definitivas y únicas. De nuevo, aquí el constructivismo resulta dominante en sus percepciones.

Para él, ser un filósofo crítico resultaba tan satisfactorio porque, cuando alguien le llevara la contraria, podría ampararse en que sus antagonistas han sido seducidos por la ideología dominante

En 2004, no obstante, nos topamos con un cambio de rumbo en sus planteamientos, pues en ese año publica un artículo que pone en cuestión la mayoría de las premisas sobre las cuales desarrolló su trabajo previo, dando la impresión de ser un converso para quien el criticismo social y el constructivismo han de ser cuestionados, al igual que los propios procesos científicos fueron analizados y puestos en cuestión por él mismo.

A su juicio, dicho criticismo social debería tender hacia el empirismo y el realismo, frente al idealismo tan prevalente en los estudios llamados posmodernos, en los que se rebate a menudo las teorías contrarias achacando tales posiciones a alienaciones y fuerzas externas de las cuales sus defensores son semi o completamente inconscientes; fuerzas directrices e ideológicas asociadas al género, la raza, etc. Este tipo de argumentación sería la que sigue, por poner un ejemplo: «Defiendes eso, no por vía de tu libre raciocinio, sino porque eres un hombre blanco heterosexual privilegiado, etc».

Uno evita el argumento racional y achaca a su adversario intelectual una condición de esclavo del sistema. Naturalmente, afirma Latour, «de este modo uno siempre tiene la razón». Y por eso resulta, según él, tan satisfactorio ser un filósofo crítico: siempre y cuando alguien le lleve la contraria podrá ampararse en que sus antagonistas han sido seducidos por la ideología dominante. De hecho, tal forma de argumentar es, en realidad, una especie de ad hominem disfrazado de activismo político y social. 

Honrado por su cambio de dirección intelectual que solo los verdaderos investigadores saben consumar en pos de la verdad –frente a los académicos demagogos que solo aspiran a engrandecer su nombre en el terreno de la filosofía y el pensamiento–, Bruno Latour, ilustre pensador, murió a causa de un cáncer de páncreas.

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