Pensamiento
La cultura del etiquetado moral
Al colocar continuamente a alguien la etiqueta de «malo», lo que hacemos es deshumanizar a esas personas a la vez que negamos intentar comprenderlas. Pero ¿podemos frenar el mal de esta manera?
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Sócrates sostenía que «solo hay un mal, la ignorancia», pero la palabra griega que él usaba, amathia, no debe traducirse literalmente como «ignorancia», sino más bien como la ignorancia propia del estúpido que, a pesar de ser letrado en ciertos campos del saber, decide voluntariamente suspender el juicio prudente y con criterio. El intelectualismo moral de Sócrates explica que la gente hace cosas malas por falta de sabiduría, no por una ignorancia de no saber lo que uno está haciendo; es decir, por no tener comprensión cabal de qué es lo correcto. La sabiduría, al menos en una de sus tantas definiciones, sería entonces el conocimiento de lo que es correcto y lo que no, si bien esta suele ser malinterpretado con analogías falaces.
Generalmente, la mayoría de la gente que hace «cosas malas» no se da cuenta de que están haciéndolas. Veamos la figura del típico villano, que se mira en el espejo y se pregunta «¿qué cosas malas puedo hacer hoy?». Pues bien, aunque es reconfortante pensar que existen personas así, ya que nos daría una justificación racional –aunque incorrecta– de un provisional «por qué» del mal, esta es sin duda una forma banal de esquivar el pensamiento profundo. Ni siquiera Hitler hacía eso frente al espejo, algo que sabemos porque entre sus tantos hábitos se encontraba el dejar plasmado por escrito lo que pensaba: él estaba convencido de que tenía razón tras el desprecio global que recibió Alemania al finalizar la Primera Guerra Mundial. En su acotado y mediocre pensamiento, indicó que uno de los culpables de la situación por la que atravesaba su nación era el pueblo judío, y convirtió ese razonamiento distorsionado en una justificación para sus actos.
¿Estaba equivocado? Evidentemente. ¿Hizo bien la humanidad al luchar contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial? Por supuesto. Pero, incluso hablando de maldad, y sobre todo de este nivel de maldad, si solo juzgamos esta diciendo que «son malos y punto», nos estamos negando a entenderles. Y si no entendemos por qué la gente hace el mal, no entenderemos que suceda algo similar la próxima vez; entonces, cometeremos los mismos errores una y otra vez.
El intelectualismo moral de Sócrates explica que la gente hace cosas malas por no tener una comprensión cabal de qué es lo correcto
Otro ejemplo histórico puede ayudarnos a comprender la idea. Cuando tuvieron lugar los atentados del 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush sostuvo que «nos odian porque somos libres». Pero detrás de tan bonito eslogan se escondían muchísimos motivos (que, por supuesto, tampoco justifican lo acontecido). El desprecio a Alemania al culminar la Primera Guerra Mundial se tornó «un buen motivo», y puede que no querer tropas americanas en un país soberano fuera también «una buena motivación», pero todo ello no significa que la respuesta correcta a ambos problemas fuera un genocidio o un atentado terrorista.
Al poner continuamente la etiqueta de «malo», lo que hacemos es deshumanizar a esas personas a la vez que negamos intentar comprenderlas. Si no entendemos a los demás, nos chocaremos contra la misma pared incesantemente: poner etiquetas no se acerca jamás a la comprensión de una situación. Y si de poner etiquetas hablamos, nuestro tiempo presente es un gran representante en cuanto que, si hoy alguien dice algo cuestionable respecto a temas considerados «incuestionables», inmediatamente le ponemos el mote de racista, fascista u homofóbico. En el camino etiquetador no entendemos nada: se trata de una demostración de nuestra incapacidad de lidiar –y comprender– con una persona que no piensa exactamente lo mismo que nosotros.
Ante semejante panorama, Marco Aurelio sostenía la existencia de dos opciones frente a la gente que consideramos «malvada»: enseñarles o soportarles. Siempre es recomendable intentar la primera: explicarle a la persona que su proceder no es correcto por los motivos correspondientes. Ahora bien, si educar no fuese posible, entonces será necesario soportarlas.
En los casos puntuales en los cuales no se puede dar un acto de comprensión y corrección mediante la sabiduría, lo que se suele hacer es apartar de la sociedad a los ciudadanos cuyos comportamientos son violentos o destructivos. En ese sentido, los estoicos no estaban en contra de usar la violencia en los casos en los que fuera estrictamente necesario, siempre y cuando se considere dicho uso como «la última opción». Podemos encontrar un paralelismo con la filosofía del cristianismo, el cual indica la máxima «odia al pecado, no al pecador»: la idea es similar en cuanto que lo que se busca teóricamente no es perseguir a la persona, sino buscar los mecanismos para impedir que vuelva a reincidir en la distorsión del orden comunitario. Lo fundamental de esta idea, que subyace desde los estoicos y pasa por el cristianismo –y en cierto punto llega (distorsionado) a nuestros días–, es la carga moral de la acusación constante como excusa para no solucionar los problemas reales.
La práctica de acusar con facilidad y sin ningún tipo de cuestionamiento ha derivado en lo que suele llamarse «caza de brujas», que no es más que el estado en el que se encuentra una comunidad en el que la simple acusación sin pruebas y su correspondiente sentencia forman parte de la cotidianidad y la naturalización de injusticias que gestan en sectores de la sociedad un profundo resentimiento. Acompañada la etiqueta fácil de sujetos que piensan de manera distinta al discurso hegemónico, la práctica habitual del ciudadano común de atacar a las personas y nunca discutir lo que estas argumentan no hace otra cosa que instalar un régimen autoritario que, mientras victimiza al victimario, hunde en el ostracismo a cualquiera que tenga el valor de decir amablemente: «No estoy de acuerdo contigo, estos son mis argumentos».
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