Opinión
La construcción de la (pos)verdad en la era de la conspiración
Las teorías de la conspiración juegan un papel de «fase de negación» de una realidad a la que no podemos hacer frente, convirtiéndose en una causa directa del inmovilismo social: ¿cómo actuar sin reconocer nuestra propia vulnerabilidad?
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Hay un hito fundacional de la filosofía con el que todo estudiante se ha encontrado en su paso por los antiguos: el tránsito del mythos al logos. Este fenómeno parece sugerir la sustitución de un marco explicativo de carácter religioso por uno racional; en otras palabras, el relevo de la mentira por el advenimiento de una filosofía que venía a anunciar el reinado definitivo de la verdad. Sin embargo, los mitos enseñan a la humanidad una lección fundamental, sin la que es impensable siquiera este logos, que no es otra que la de buscar causas y motivos en el mundo circundante. El mito, por su carácter funcional y su potencia explicativa en la vida cotidiana, jamás ha sido del todo abandonado. Dice el filósofo Karl Popper en The Conspiracy Theory of Society que aquellas historias míticas sobre unos dioses terribles que operan en lo humano con un arbitrio indescifrable continúan vigentes en el siglo XXI a través de las teorías de la conspiración, donde también se recurre a una élite poderosa en cuyo seno se decide nuestro devenir. Es decir, cuando el lugar de los dioses es abandonado, rellenamos su vacío con los mismos siniestros caprichosos en una versión secularizada.
Pensemos, por ejemplo, a la multiplicidad de teorías conspirativas que han surgido de la covid-19. A raíz de este virus se comenzó a hablar de una suerte de eugenesia programada por «los de arriba» –aunque nadie nunca especifica quiénes son, como si fuera una masa siniestra que ocupa el mismo espacio que Dios sobre nuestras cabezas– en un laboratorio, cuya localización se convirtió en una verdadera pugna geopolítica por «ganar el relato» entre Estados Unidos y China. Si antes hablábamos del mito como un innegable aparato rector de la vida práctica y teórica, este suceso no hace sino darnos la razón en su traslado a la actualidad política.
Se trata de ofrecer una explicación simple para evitar la complejidad de esas respuestas que dan cuenta de nuestra vulnerabilidad
A propósito de los incendios que asolaron la península durante el mes de julio surgieron precisamente una serie de teorías que nos hablaban sobre la supuesta provocación de estos desastres en zonas previamente proyectadas como futuros parques eólicos. Sin olvidar que, al menos de momento, tales suposiciones han sido desmontadas comparando el mapa del terreno ardido con el mapa del futuro parque, la propia elaboración de estas conjeturas nos lleva su realidad más profunda (y peligrosa): el recurso a la desinformación como forma de conseguir la acogida de la teoría.
Y es que, en el caso al que nos venimos refiriendo en el párrafo anterior, las capturas de dos titulares difundidas en redes («Proyectan en Os Ancares y O Courel uno de los mayores parques eólicos del noroeste» y «En directo: 850 personas desalojadas y viviendas quemadas en los incendios de O Courel y Valdeorras») –sin más relación entre ellas que el hecho de que alguien las juntara– fueron suficientes para deslegitimar, a ojos de algunos usuarios, las informaciones científicas probadas y comprobadas sobre el cambio climático y su implicación en las oleadas de incendios. Consciente o inconscientemente, terminamos así por adoptar no solo el discurso negacionista de la extrema derecha, sino también sus propias prácticas basadas en la desinformación. La deconstrucción de la realidad compartida a través del engaño es, así, un recurso empleado por la ultraderecha en su propio beneficio, tal y como sucedió con el conocido Pizzagate y la teoría conspirativa contra Hillary Clinton en plena disputa electoral frente a Donald Trump.
Así y todo, cabe tener en cuenta que tanto el caso de la teoría que apuntaba a un virus creado en probetas como la renombrada provocación de los incendios actúan en la opinión pública como una suerte de «fase de negación» altamente funcional que nos oculta una realidad medioambiental de mucha más difícil digestión: ambas teorías se encuentran velando la palmaria fragilidad humana ante una naturaleza que nos sobreviene y que no podemos siempre dominar con la técnica. La ocultamos con la conspiración porque esta, sencillamente, resulta demasiado demoledora. Pero al mismo tiempo, si ocultamos las causas de los problemas jamás les podremos hacer frente; ni a ellos, ni a sus consecuencias. De alguna forma, velamos nuestras preocupaciones cambiando el marco explicativo, como si centrar la culpabilidad en individualidades las hiciera más soportables o más controlables. Se trata, en definitiva, de ofrecer una explicación simple para evitar tener que elaborar respuestas complejas que nos obliguen a dar cuenta de nuestra vulnerabilidad.
Unas respuestas complejas que, a su vez, supondrían una amenaza al status quo, a un sistema fortalecido por la desmovilización social y la apoliticidad. La concepción de «los de arriba» como un todo indiferenciado conduce a la doctrina de «ni los unos ni los otros», ante la cual resulta aparentemente inútil movilizarse y posicionarse. Cuánto más amenazante esta equidistancia si su razón de ser deriva de la desinformación y los bulos.
Así pues, este fenómeno nos lleva inevitablemente hacia la senda de un interrogante mayor: aquel que se cuestiona la forma en que nos relacionamos con la verdad. Al fin y al cabo, la sospecha de partida de cualquier teoría de la conspiración no es otra que afirmar que la verdad nunca es algo poseído por todos, sino encubierto por una versión oficial de la que se prescribe desconfiar instintivamente. De ahí el carácter narcisista de los conspiranoicos, que afirman poseer el relato auténtico frente a una masa ovejuna. Los hechos, incluso aquellos emitidos desde el campo científico sobre el cambio climático, no existen: en el mundo de la posverdad solo existen las creencias y la emoción. El búho de Minerva, decía Hegel, levanta su vuelo al caer el crepúsculo; esperemos que la noche no sea demasiado larga y que el alba nos haga entender que el paso del mito al logos no es un fenómeno definitivo, sino un proceso que debemos repetir incansablemente a lo largo de la historia.
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