Opinión

La inflación en el precio del asombro

La tecnología, con sus avanzadas representaciones, ha creado un poderoso límite a nuestras capacidades de sorpresa: a pesar de ser un hito científico, ¿cuántas veces hemos visto ya las imágenes recogidas por primera vez en el telescopio James Webb?

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04
agosto
2022

Desde hace semanas circulan por medios y redes las primeras imágenes que el telescopio James Webb envió desde su punto de equilibrio estacionario, a miles de kilómetros de distancia en el espacio. Todo es prodigioso en este acontecimiento, empezando por la construcción del telescopio en sí –con sus paneles modulares diseñados para estar plegados y caber en el cohete– y pasando por las imágenes del espacio profundo que nos ha regalado en sus primeros días de servicio.

Sin embargo, la propia capacidad para crear imágenes para documentales, cine o series gracias a la tecnología ha hecho que, en realidad, las imágenes se parecieran a algo que ya habíamos visto. Lo nuevo ha sido que, esta vez, las imágenes eran reales, con todas las dudas existenciales generadas por el hecho de que la luz que llegaba al telescopio fuera, en realidad, la que emitieron los astros que hoy pueden no existir. No es poco, pero muestran la dificultad creciente para el asombro, rodeados como estamos de estímulos, de artificios y de representaciones sofisticadas.

Nos fascina la mera existencia de los agujeros negros predichos por Einstein y su teoría de la relatividad general, así como el encomiable esfuerzo de los científicos por buscarlos con radiotelescopios que ofrecen imágenes aún borrosas de esos sumideros de materia, leyes y certezas. Pero no son pocas las veces que los hemos visto de cerca en películas como Interestellar, de Christopher Nolan. 

«La literatura sigue siendo para mí la mejor forma de goce, conocimiento y estupor»

Confieso que miro con interés y fascinación las imágenes del Webb, pero no es con las imágenes con lo que últimamente me reencuentro con el asombro y la verdad. La capacidad de observación de los telescopios va por detrás de las posibilidades de representación verista de las tecnologías al servicio de las pantallas, y eso marca en mí un límite a la sorpresa y a la epifanía. Es con las palabras con las que encuentro con más frecuencia ese momento de pausa e intuición, y por eso la literatura sigue siendo para mí la mejor forma –o al menos la más perdurable– de goce, conocimiento y estupor.  

Como con Helgoland (Anagrama), el reciente libro del físico italiano Carlo Rovelli sobre Heisenberg, el principio de incertidumbre y la física cuántica. Un ensayo bellísimo en el que su autor cita al escritor de ciencia ficción Douglas Adams para recordarnos una verdad básica olvidada entre tanta prisa y tanto descreimiento: «El hecho de que vivamos en el fondo de un profundo pozo de potencial gravitacional, sobre la superficie de un planeta cubierto de gas que gira alrededor de una bola de fuego nuclear a solo 90 millones de millas de distancia, y pensemos que esto es ‘normal’, es un indicio cierto de cuán distorsionadas tienden a estar nuestras perspectivas».  

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