Opinión

Con la democracia se come, se educa y se cura

Desde determinados discursos se traslada la idea de que la expansión de los servicios públicos o el acceso a determinados mercados es inseparable del deterioro de los mismos. Flaco favor hace la democracia a su causa cuando se pretende explicar un problema o una deficiencia recurriendo al argumento de la democratización como sinónimo de mal servicio, de saturación, de retrasos o de cancelaciones.

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25
agosto
2022

Usuarios cabreados por los retrasos o las cancelaciones de los vuelos, quejas por las fechas asignadas para consultas médicas y citas urgentes que se demoran meses han formado parte del paisaje digital de la conversación pública estival. Las razones y las culpas son variadas y de distinto tipo, pero entre ellas suele aparecer un intento de explicación más abarcador: todo ese deterioro no sería sino el precio obligado a pagar por la democratización de dichos servicios, por el acceso de sectores sociales que antes no podían viajar a una playa en México, a París o a la Costa del Sol, o que no tenían a mano una sanidad pública que, quizá sea incómoda, pero finalmente les salva la vida sin cobrar más de lo aportado a través de los impuestos.

Desde determinados discursos se traslada la idea de que la expansión de los servicios públicos o el acceso a determinados mercados es inseparable del deterioro de los mismos. Pero, si la democratización del bienestar o de las oportunidades en el ocio van aparejadas a una creciente incomodidad en aspectos esenciales de la vida, ¿cómo no entender que se miren con buenos ojos alternativas que, amparadas en herramientas tecnológicas, prometen una forma de funcionar que (supuestamente) no exige ese coste de oportunidad?

La democracia, además de virtuosa por sí misma, ha de ser eficaz, y flaco favor se hace a su causa cuando se pretende explicar un problema o una deficiencia recurriendo al argumento de la democratización como sinónimo de mal servicio, de saturación, de retrasos o de cancelaciones.

«El Estado de bienestar habrá de reformularse prestando especial atención a la calidad con la que se come, se educa y se cura en las sociedades»»

Cuando hace unos años se trataba de explicar el empeoramiento de las condiciones laborales –estabilidad, salario y perspectivas– en que había que competir, pues estábamos en una economía innovadora, abierta y globalizada, la respuesta de gran parte del público a través del voto fue asumir y defender propuestas que, aplicando esa lógica, proponían dejar de competir imponiendo aranceles y cerrando la economía. Todavía vivimos entre los rescoldos de aquellas llamas y es de temer que la misma lógica económica se imponga ahora en la política si se sigue vinculando democratización y servicios a ineficiencia o incomodidades.

En su memorable discurso de toma de posesión en Buenos Aires en 1983, Raúl Alfonsín se dirigió a los argentinos, que acababan de dejar atrás una dictadura, de forma premonitoria: «La democracia es un valor aún más alto que el de una mera forma de legitimidad del poder, porque con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura». Una promesa que llamamos Estado de bienestar y que habrá de reformularse prestando especial atención a la forma y la calidad con las que se come, se educa y se cura en unas sociedades donde los servicios han adquirido una importancia y un peso inéditos en nuestras vidas, y que también están inmersas en una lucha impostergable contra el cambio climático.

La era de cambios impulsados por una nueva revolución industrial pone más medios que nunca a nuestra disposición –no menos–. Hemos de saber conseguir y trasladar la realidad de que con la democracia se puede viajar sin dar por descontado retrasos, abusos e incomodidades, o pedir cita en un centro de salud sin sentir la angustia de que el médico nos verá demasiado tarde. Nos va la democracia en ello. 

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