Los traumas que se heredan
Los miedos de nuestros ancestros se propagaron a través de las generaciones hasta que la oveja negra de la familia dio un golpe en la mesa y se negó a formar parte del rebaño. Pero ¿cómo de fácil es huir de los traumas marcados en nuestro árbol genealógico?
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«Lo que habéis heredado de vuestros padres, volvedlo a ganar a pulso o no será vuestro», afirmaba el dramaturgo Johann Wolfgang von Goethe. El color de los ojos y la forma de la nariz son el legado físico que nos acompaña a lo largo de nuestra vida, pero también arrastramos un conglomerado de traumas que, si bien no se reflejan en el espejo, son tan relevantes como los hoyuelos de la sonrisa, los lunares de la espalda o una marca de nacimiento. Lo más complicado no es asumir esos rasgos prestados como parte de nuestra identidad, sino averiguar qué nace del ambiente y qué va ligado a nuestro ADN, una cuestión que ha sido abordada por la epigenética, disciplina de estudiar la relación entre el contexto y el genotipo.
Entre los defensores del contexto destaca John Watson, fundador de Psicología Conductista y una de las figuras más relevantes a la hora de explicar cómo se adquieren los miedos. En 1920 y junto a la incondicional ayuda de la psicóloga Rosalie Rayner, descubrió la influencia del condicionamiento clásico: un estímulo que inicialmente era neutro y no evocaba ningún miedo, cuando se asocia a características negativas, se vuelve aterrador.
Esto ocurre cuando, por ejemplo, un niño pasea junto a su madre por el parque. El pequeño se acerca curioso a un perro, pero la madre le aprieta la mano, le aparta bruscamente y le dice que tenga cuidado. A ella le dan pánico y el hijo aprende que son algo peligroso porque su figura de referencia ha reaccionado con pavor. A más se repitan este tipo de experiencias, más incapacitante y duradera será la fobia.
Sin embargo, la teoría de Watson y Rayner presentaba una serie de limitaciones. En primer lugar, no existe una equipotencialidad de los estímulos fóbicos o, en otras palabras, hay experiencias que pueden convertirse en traumáticas con más facilidad. Por eso, cincuenta años más tarde, el psicólogo cognitivo Martin Seligman propuso la teoría de la preparación según la cual los traumas sí se adquieren por condicionamiento, pero están modulados por un mecanismo de preparación filogenética. Por lo tanto, hay situaciones que son más proclives a convertirse en fóbicas y, generalmente, este proceso tiene lugar con un único ensayo. Además, estos traumas son más resistentes a la extinción, es decir, se quedan adheridos a nuestra psique con más fuerza.
Algunas situaciones son potencialmente fóbicas y, de hecho, ciertos traumas pueden ser más resistentes a la extinción que otros
Ese proceso de preparación filogenética no era suficiente para dar lugar al trauma; no basta con tener unos genes dispuestos a experimentar miedo, es necesario exponernos a esa situación tan aterradora. ¿Cómo? A través de la experiencia directa –por ejemplo, ser víctima de maltrato–, el aprendizaje vicario –por ejemplo, ver como tu madre era víctima de maltrato– y la transmisión de información –por ejemplo, leer a diario historias de maltrato y violencia sexual en redes sociales–. Una vez nos hemos expuesto al trauma o bien directamente o bien como espectadores, nuestro ADN comienza a sostener la batuta y a dirigir a la orquesta.
En esta sinfonía resuena con más fuerza un instrumento: el gen stathmin, una minúscula pieza de ADN descubierta en 2005 en la Universidad Rutgers de Nueva Jersey que se ha relacionado con los trastornos de ansiedad, la percepción del miedo y las experiencias traumáticas. Según los expertos, los ratones que carecían del gen mostraban niveles de ansiedad anormalmente altos ante situaciones claramente traumáticas. El hallazgo abrió la puerta a la existencia de un factor genético mediando en el trauma, pero no fue hasta 2016, once años más tarde, cuando Rachel Yehuda, psiquiatra y neurocientífica, respaldó la hipótesis empíricamente estudiando la salud mental y el genoma de los supervivientes del Holocausto.
A día de hoy conocemos al responsable de que los traumas alteren el genotipo de quienes lo viven, y también de sus descendientes: el receptor PPAR
Así, al comparar el ADN de 32 personas judías que habían sobrevivido al Holocausto con el de sus respectivos hijos, encontró una modificación genética que se había transmitido de una generación a otra. Se trataba de una alteración en el gen encargado de regular el cortisol, hormona relacionada con trastornos como la depresión, la ansiedad generalizada o el estrés postraumático. Esta variación, sin embargo, no se halló en familias judías que habían vivido fuera de Europa durante la Segunda Guerra Mundial y que, por lo tanto, no habían estado expuestas al Holocausto.
A día de hoy conocemos al responsable de que los traumas alteren no solo el genotipo de quienes los han vivenciado en primera persona, sino también el de sus descendientes. Se trata del receptor PPAR, una minúscula molécula ubicada en la superficie de las células y cuya función es regular la expresión del ADN. En condiciones idóneas, el receptor PPAR permitirá que los genes se expresen sin ninguna alteración y, por lo tanto, que la persona goce de una salud mental de hierro. En cambio, ante un estresor grave, el receptor PPAR mutará alterando el proceso de la expresión genética de forma inamovible y heredable.
A lo largo de los siglos, nuestros ancestros han sido víctimas de situaciones críticas: hambrunas, guerras, recesiones económicas y una educación represora. Si cada experiencia deja un rastro en el ADN, apelando a la evidencia científica, nosotros somos un cúmulo de errores genéticos que se manifiestan en una precaria salud mental. Por suerte, la biología no es inamovible en contra de la creencia popular. Igual que el estrés puede provocar un error genético en cadena, los hábitos psicológicamente saludables pueden restaurar el daño para que el único recordatorio negativo que tengamos de nuestros ancestros sean la calvicie, los dientes torcidos o la miopía.
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