Cambio Climático

La muerte de los bosques

Acabar con los árboles puede resultar catastrófico para nuestro futuro. En ‘La muerte de los bosques’ (Arpa), Francisco Lloret analiza las diversas causas que están terminando con unos seres capaces no solo de proporcionarnos madera, sino de regular nuestro clima y ofrecernos otros servicios esenciales.

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10
junio
2022

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Sí, era tal y como le habían dicho a Craig Allen. Ante nosotros se extendía una ladera boscosa de un extraño color marrón sucio. No era otoño, los árboles deberían estar verdes, eran coníferas perennifolias. Al enfocar los binoculares se apreciaban puntas de ramas desnudas que sobresalían de lo que quedaba de las copas de los árboles. Eran puntas defoliadas de Pinus edulis, un pino conocido como piñón, que destacaban entre algunos árboles sanos de otra especie, los juníperos (Juniperus monosperma). El nombre en latín de estos pinos, edulis, que quiere decir comestible, se debe a que producen unas piñas pequeñas que albergan unos cuantos frutos que recolectaban como alimento los pobladores del sudoeste de Norteamérica. Hoy es el árbol oficial de Nuevo México, Estados Unidos.

La distribución de esta especie ha seguido los avatares del clima desde la última glaciación. Hoy en día se refugia al pie de las cordilleras, donde encuentran algo de humedad, en una región donde no abunda el agua. Junto a los juníperos, estos pinos forman bosques bajos y abiertos, que recuerdan a los sabinares y pinares mediterráneos.

A su vez, los juníperos pertenecen a otro grupo de coníferas que tienen pequeñas hojas imbricadas, como las de los cipreses. Los juníperos son árboles que viven en ambientes duros, próximos a los desiertos, con escasez de agua y temperaturas extremas. Crecen lentamente y aunque pueden vivir mucho tiempo, no acostumbran a hacerse grandes. No es de extrañar que a menudo se retuerzan y muestren las cicatrices de la vejez, y eso despierta cierta admiración. Los juníperos de Nuevo México son especialmente tolerantes a la sequía, y pueden sobrevivir incluso en condiciones extremas de falta de agua.

Entre los años 2000 y 2006 la sequía había sido lo suficientemente intensa como para romper la resistencia de los pinos

Este es un territorio donde los desiertos continentales de Mesoamérica se encuentran con la gran cordillera de las Rocosas y alcanzan el corazón de Estados Unidos. Está vertebrado por el río Grande, que sigue el gran surco que la dinámica de placas abre en el vientre de Norteamérica. En este valle el continente se está resquebrajando, como le ocurre a África en la región del Riff. Con esa actividad telúrica no es de extrañar que emerjan campos de lavas, atravesados por cañones y cordilleras, algunas de ellas con volcanes activos. La vegetación se adapta a ese entorno y los bosques se organizan en pisos altitudinales, con los juníperos y los piñones en los niveles más bajos y próximos al desierto, y los pinos ponderosa, y algunos robles y álamos, en los niveles superiores.

Lo que ahora contemplábamos era un episodio de decaimiento y muerte de un bosque en el que los juníperos y los piñones se entremezclaban. Desentrañar lo que había sucedido, cómo se había producido esa mortalidad, nos podía ayudar a entender cómo se formó ese bosque, cuál era su manera de funcionar. Craig lo tenía claro: la sequía era responsable de lo que estábamos viendo. Pero también sabía que la historia de lo que veíamos era compleja y que, como en los accidentes de aviación, se habían conjurado un cúmulo de circunstancias.

Entre los años 2000 y 2006 la sequía había sido intensa, lo suficiente para romper la resistencia de los pinos. Diez años después, su impacto todavía se percibía por el territorio. En nuestro viaje hacia el Sevilleta National Wildlife Refuge, los pinos secos habían ido apareciendo esporádicamente a lo largo del recorrido desde Santa Fe. Pero ver ahora toda una ladera seca era impactante. Nuestra desazón era aún mayor porque no era la primera vez que los bosques morían en Nuevo México. En la década de 1950 ya se había detectado el fenómeno en otros bosques de la región. En aquella ocasión la especie afectada había sido Pinus ponderosa, que crece en las montañas, por encima de los bosques menos densos de piñón y junípero. El periodo de 1950 a 1956 había sido el más seco del último milenio, según estimaciones obtenidas a partir de los anillos de crecimiento de los árboles. Una serie de fotografías aéreas permitió documentar que en menos de cinco años había cambiado la vegetación de la región. El desencadenante del fenómeno había sido aquella sequía extraordinariamente intensa. En esa transformación de la vegetación los beneficiarios habían sido los juníperos y los piñones, los cuales ocuparon el lugar de los pinos muertos. El resultado era que sus bosques, más abiertos, habían ascendido en las montañas y habían reemplazado a los de pino ponderosa. En el nuevo episodio de sequía del año 2000 al 2006, le tocó el turno de morir al piñón, y en menor medida al junípero. Se estaba difuminando el límite inferior del bosque, a favor de los matorrales abiertos y de las plantas suculentas del desierto. Se podría decir que presenciábamos en directo el reajuste de los ecosistemas a un nuevo clima. Un clima que los humanos habíamos empezado a transformar cuando las primeras bandas de homínidos iniciaron las deforestaciones a escala planetaria gracias al uso masivo del fuego, y que recientemente hemos acelerado con la quema de combustibles fósiles.

El decaimiento forestal se extiende por el mundo

El decaimiento y la consiguiente muerte de los bosques no es un fenómeno ocasional que se haya dado solo en Nuevo México. En los últimos años se han reportado decaimientos y mortalidades masivas en bosques en todos los tipos de ecosistemas forestales. Craig fue el pionero en dar la señal de alarma, coordinando la información recopilada de 88 casos de mortalidad descritos desde 1970 a 2010. Por ejemplo, se ha comprobado que la tasa de mortalidad de árboles de los bosques maduros del oeste de Norteamérica se ha duplicado desde 1955. Tras descartar otras causas, el incremento de temperaturas aparecía como la principal explicación. El tiempo durante el que la nieve se acumula en el suelo en invierno había disminuido y, por tanto, el periodo con déficit de agua se prolongaba durante el verano. Después de contar más de 50.000 árboles, se llegó a la conclusión de que el fenómeno se extendía desde las montañas de la Columbia Británica hasta las de Arizona.

La tasa de mortalidad de árboles de algunos bosques del oeste de Norteamérica se ha duplicado desde 1955

La lista de bosques con episodios de mortalidad no ha dejado de aumentar en los últimos años. En Australia se han detectado episodios de mortalidad masiva en sabanas y bosques secos de Eucalyptus; en América del Sur, en los bosques templados majestuosos de Nothofagus de la Patagonia, y en las pluvisilvas tropicales de la Amazonia y la Guayana; en América del Norte, en los bosques de coníferas y también de álamo temblón (Populus tremuloides) de las Rocosas, desde Arizona y Nuevo México hasta Canadá, y en los bosques de Quercus de California; en África, en las sabanas subsaharianas, en las montañas de Etiopía y en los bosques de cedros (Cedrus atlántica) del Magreb; en Eurasia, en pinares y abetales, y en bosques de frondosas de la región mediterránea y del centro de Europa, en los bosques suboreales de China y en los ya plenamente boreales de Siberia, y también en los bosques tropicales del Sudeste asiático. Cuando los miramos con detalle, encontramos todo tipo de situaciones, desde bosques intensamente gestionados a bosques no intervenidos, desde pequeños rodales salpicando de forma más o menos continua el paisaje, como suele ocurrir en Europa, hasta extensiones continuas de miles de hectáreas como en Nuevo México, California, Amazonia o Australia.

El fenómeno no se produce de forma regular en el tiempo, ni en todas las regiones. En ocasiones, la mortalidad se desencadena de forma abrupta en pocos años o incluso en meses. Hay olas de calor, como las que sufrió Europa occidental en verano de 2003, o más recientemente en Europa central en los veranos de 2018 y 2019, que dejan una estela de bosques marchitos por todo el continente. Durante el episodio de 2003 se estimó que la producción primaria de los bosques europeos disminuyó un 30%. Las sequías de 2018 y 2019 tuvieron incluso una extensión mayor y en algunas regiones se calcula que las pérdidas en la producción del bosque pudieron alcanzar el 40%. La afectación, sin embargo, no es homogénea y depende de las especies que dominan el bosque, de la densidad y del tamaño de los árboles, así como del microclima de cada lugar, entre otros factores. También hay situaciones de sequía crónica, como en los Monegros, en el valle central del Ebro, con una paulatina y prolongada pérdida del vigor de la vegetación. Este decaimiento crónico se ve acentuado por pulsos de mortalidad en años particularmente calurosos, que se alternan con conatos de recuperación después de periodos algo más lluviosos. También hay bosques que de momento no aparecen tan afectados, como los que crecen en las regiones orientales de Norteamérica. Quizá la gran diversidad de árboles que albergan esos bosques diluye el impacto de la mortalidad que experimenta alguna especie concreta, más sensible. Tenemos que adentrarnos más en las causas del fenómeno para poder interpretar esta gran variedad de patrones. Estas causas a menudo se ven impelidas por una corriente imparable, el cambio climático, que está cambiando inexorablemente el escenario sobre el que se desarrolla la vida.


Este es un fragmento de ‘La muerte de los bosques‘ (Arpa), por Francisco Lloret.

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