Medio Ambiente

La ecología de la libertad

La deslegitimación de nuestros actuales sistemas sociales y políticos descansa sobre una razón que, en ocasiones, puede permanecer oculta: la explotación sin fin de los recursos naturales y la contaminación de nuestro planeta. En ‘Ecología de la libertad’ (Capitán Swing), Murray Bookchin desgrana el peso del medio ambiente en nuestras múltiples formas de vida.

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03
mayo
2022

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Las leyendas nórdicas hablan de un tiempo en el que a todos los seres les fueron concedidos sus dominios mundanos: los dioses ocupaban el dominio celestial, Asgard, y los hombres vivían en la tierra, Midgard, bajo la cual se hallaba Niffleheim, el oscuro y helado dominio de los gigantes, los enanos y los muertos. Estos dominios estaban unidos entre sí por un enorme fresno, el Árbol del Mundo. Sus majestuosas ramas llegaban hasta el cielo y sus raíces se hundían hasta lo más profundo de la tierra. Aunque el Árbol del Mundo era constantemente roído por los animales, se mantenía siempre verde, ya que una fuente mágica le insuflaba constantemente nueva vida.

Los dioses, que habían creado este mundo, reinaban sobre un precario estado de tranquilidad. Habían desterrado a sus enemigos, los gigantes, a la tierra helada. El lobo Fenris estaba bien encadenado, y la gran serpiente de Midgard, controlada. A pesar de los peligros que acechaban, prevalecía una paz general, y había suficiente para los dioses, los hombres y todas las criaturas vivientes. Odín, el dios de la sabiduría, reinaba sobre todas las deidades; siendo el más sabio y el más fuerte, observaba las batallas de los hombres y seleccionaba a los más heroicos de entre los caídos para que cenaran con él en su gran fortaleza, Valhalla. Thor, el hijo de Odín, no era meramente un guerrero poderoso, defensor de Asgard contra los impetuosos gigantes, sino también una deidad del orden, guardián de los tratados y de la confianza mutua entre los hombres. Había dioses y diosas de la abundancia, de la fertilidad, del amor, de la ley, de los mares y las naves, así como una multitud de espíritus animistas que habitaban todas las cosas y los seres de la tierra.

Pero el orden del mundo comenzó a venirse abajo cuando los dioses, ávidos de riquezas, torturaron a la bruja Gullveig, la creadora del oro, para obligarla a desvelar sus secretos. Se sembró entonces la discordia entre los dioses y los hombres. Los dioses comenzaron a romper sus juramentos; la corrupción, la tradición, la rivalidad y la avaricia fueron dominando el mundo. Con la ruptura de la unidad primordial, los días de los dioses y los hombres, de Asgard y Midgard, estaban contados. El quebrantamiento del orden del mundo llevaría inexorablemente al Ragnarok, es decir, a la muerte de los dioses en un gran conflicto a los pies de Valhalla. Los dioses caerían en un terrible combate con los gigantes, el lobo Fenris y la serpiente de Midgard. Con la destrucción mutua de todos los combatientes, también la humanidad perecería, no quedando más que la roca desnuda y los océanos desbordantes, en un vacío oscuro y helado. Sin embargo, después de haberse desintegrado de esta forma y de haber regresado a su estado primigenio, el mundo se renovaría, purgado de sus anteriores males y de la corrupción que lo destruyó. Y el nuevo mundo que emergería del vacío no habría de sufrir otro catastrófico final, ya que la segunda generación de dioses y diosas aprendería de los errores de sus antecesores. Así, la profeta que narra la historia nos cuenta que «la humanidad vivirá, en adelante y hasta donde la vista alcanza, en el goce».

Tenemos la sensación de que nuestro mundo se está viniendo abajo desde un punto de vista institucional, cultural y físico

En esta cosmografía vikinga parece haber algo más que el viejo tema del «eterno retorno», el sentido temporal que gira en torno a los ciclos perpetuos del nacimiento, la madurez, la muerte y el renacimiento. Nos habla de una profecía cuajada de trauma histórico; la leyenda forma parte de la mitología poco explorada que podríamos llamar «mitos de desintegración». Aunque se sabe que la leyenda del Ragnarok es bastante antigua, sabemos muy poco acerca del momento preciso en que apareció dentro de la evolución de las sagas nórdicas. Sí sabemos que el cristianismo, con su oferta de recompensa eterna, llegó más tarde a los vikingos que a cualquier otro gran grupo étnico de Europa occidental, y que las raíces de la cristianización en Escandinavia siguieron siendo superficiales durante generaciones. El paganismo del Norte hacía tiempo que había entrado en contacto con el comercio del Sur. Durante las incursiones vikingas en Europa, los lugares sagrados de las tierras nórdicas se habían contaminado con el oro, y la avidez de riquezas estaba dividiendo a las familias. Jerarquías que se habían establecido con criterios de bravura y coraje se estaban viendo erosionadas por sistemas de privilegios basados en la riqueza. Los clanes y las tribus se descomponían; los juramentos entre los hombres, que eran la fuente de la unidad de su mundo primordial, se estaban quebrantando, y los desechos del comercio obstruían la fuente mágica que mantenía con vida el Árbol del Mundo. «Los hermanos combaten y se dan muerte unos a otros», lamenta la profecía, «los niños reniegan de sus propios ancestros […], esta es la era del viento, del lobo, hasta que llegue el día en que el mundo ya no será más».

Lo que nos obsesiona en estos mitos de desintegración no son sus historias, sino sus profecías. Al igual que los vikingos –o tal vez incluso en mayor medida– o la gente en las postrimerías de la Edad Media, tenemos la sensación de que nuestro mundo, también, se está viniendo abajo: desde un punto de vista institucional, cultural y físico. Todavía no está claro si estamos ante una nueva era paradisíaca o bien ante una catástrofe como el Ragnarok nórdico, pero no puede haber un periodo prolongado de compromiso entre el pasado y el futuro en un presente ambiguo. Las tendencias reconstructivas y destructivas de nuestra era están demasiado enfrentadas las unas con las otras como para pensar en una reconciliación. El horizonte social nos presenta la grave disyuntiva entre un mundo armonizado con una sensibilidad ecológica basada en un compromiso rico con la comunidad, la ayuda mutua y las nuevas tecnologías, por un lado, y el pronóstico aterrador de algún tipo de desastre termonuclear, por el otro. Se diría que nuestro mundo o bien es sometido a transformaciones revolucionarias, de carácter tan ambicioso como para que la humanidad transforme totalmente sus relaciones sociales y su concepción misma de la vida, o bien sufrirá un apocalipsis que bien podría suponer el final de la presencia humana sobre el planeta.

Las tendencias reconstructivas y destructivas de nuestra era están demasiado enfrentadas como para pensar en una reconciliación

La tensión entre estas dos perspectivas ya ha subvertido la moral del orden social tradicional. Nos hemos adentrado en una era ya no marcada por la estabilización institucional, sino por la decadencia institucional. Se va extendiendo una alienación hacia las formas, las aspiraciones, las exigencias y, sobre todo, las instituciones del orden establecido. La manifestación más exuberante y teatral de esta alienación tuvo lugar en los años sesenta del siglo XX, cuando la «revuelta juvenil» de la primera mitad de aquella década explotó en lo que pareció ser una contracultura. Lo que marcó aquel periodo fue algo considerablemente mayor que la protesta y el nihilismo adolescentes. De manera casi intuitiva fueron apareciendo nuevos valores sensuales, nuevas formas de vida comunitaria, cambios en la vestimenta, en el lenguaje, en la música, todo ello en la ola de un profundo sentimiento de transformación social inminente que caló en buena parte de aquella generación. Aún no sabemos a ciencia cierta en qué sentido esta ola comenzó a retroceder: si como un repliegue histórico o como una transformación en un proyecto serio para el desarrollo íntimo y social. El hecho de que los símbolos de este movimiento se convirtieran eventualmente en los productos de una nueva industria cultural no altera sus efectos de largo alcance. A pesar de las burlas de los académicos y de los críticos del «narcisismo», lo cierto es que la sociedad occidental ya nunca será la misma.

Lo que hace tan significativo este movimiento continuado de desinstitucionalización y deslegitimación es que se asienta sobre un amplio espectro de la sociedad occidental. La alienación se extiende no solo entre los pobres, sino también entre los relativamente acomodados; no solo entre los jóvenes, sino también entre los ancianos; no solo entre los que no gozan de visibilidad, sino también entre los aparentemente privilegiados. El orden reinante está empezando a perder su firme base tradicional, es decir, la lealtad de los estratos sociales que en épocas pasadas lo respaldaban.

La capacidad del hombre moderno para la destrucción es una prueba quijotesca de la capacidad de la humanidad para la reconstrucción

Pero, por crucial que pueda ser esta decadencia de las instituciones y de los valores, no es este en absoluto el único problema al que se enfrenta la sociedad actual. La crisis social va de la mano de una crisis que ha surgido directamente de la explotación del planeta por parte del hombre. La sociedad establecida se encuentra ante el colapso, no solo de sus valores e instituciones, sino también de su entorno natural. Este problema no es exclusivo de nuestra época. Las tierras secas y baldías de Oriente Próximo, cuna de las artes, de la agricultura y del urbanismo, dan fe de un arcaico expolio de origen humano, pero aquel ejemplo palidece ante la masiva destrucción del medio ambiente que viene produciéndose desde los días de la Revolución Industrial, y especialmente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El daño infligido en el entorno natural por la sociedad contemporánea abarca la tierra entera. Se han escrito libros y más libros sobre las enormes pérdidas de suelo productivo que se producen anualmente en casi cada continente del planeta; sobre la amplia destrucción de la cubierta vegetal en áreas vulnerables a la erosión; sobre los episodios letales de contaminación del aire en grandes áreas urbanas; sobre la difusión a nivel mundial de agentes tóxicos de la agricultura, de la industria y de las plantas eléctricas; sobre la quimicalización del entorno inmediato de la humanidad con residuos industriales, pesticidas y aditivos alimenticios. La explotación y la contaminación de la tierra ha dañado no solo la integridad de la atmósfera, el clima, los recursos hídricos, el suelo, la fauna y la flora de regiones específicas, sino también los ciclos naturales básicos de los que dependen todas las criaturas vivientes.

Con todo, la capacidad del hombre moderno para la destrucción es una prueba quijotesca de la capacidad de la humanidad para la reconstrucción. Los poderosos agentes tecnológicos que hemos desencadenado contra el medio ambiente incluyen muchos de los mismos agentes que necesitamos para su reconstrucción. El conocimiento y los instrumentos físicos para promover una armonización de la humanidad con la naturaleza y de lo humano con lo humano están en gran medida al alcance de la mano, o podrían desarrollarse fácilmente. Muchos de los principios físicos empleados para construir instalaciones tan claramente dañinas como son las plantas de energía convencionales, los vehículos de consumo de energía o los equipos de explotación minera en superficie podrían orientarse hacia la construcción de dispositivos de producción de energía solar y eólica a pequeña escala, medios de transporte eficientes y complejos habitacionales de ahorro energético. Lo que nos falta, de forma acuciante, es la conciencia y la sensibilidad que nos ayuden a alcanzar metas tan claramente deseables. Una conciencia y una sensibilidad que son mucho más amplias de lo que estas palabras suelen dar a entender. Nuestras definiciones deben incluir no solo la capacidad de razonar de forma lógica y de responder emocionalmente en términos humanistas; también deben incluir una nueva toma de conciencia de la relación que hay entre las cosas, así como una comprensión imaginativa hacia lo posible. A este respecto, Marx tenía toda la razón al enfatizar que la revolución que nuestro tiempo exigía debía tomar su poesía no del pasado, sino del futuro: de las potencialidades humanísticas que se hallan en los horizontes de la vida social.

La nueva conciencia y la nueva sensibilidad no pueden ser solamente poéticas; también han de ser científicas. Es más: hay un nivel en el que nuestra conciencia no ha de ser ni poética ni científica, sino que debe trascender ambas nociones hacia un nuevo reino de la teoría y de la práctica; ha de ser una astucia que combine la fantasía con la razón, la imaginación con la lógica, la visión con la técnica. No podemos despojarnos de nuestra herencia científica sin que ello suponga regresar a una tecnología rudimentaria, y a sus cadenas en forma de inseguridad material, sacrificio y renuncia. No podemos permitirnos quedar encerrados en una perspectiva mecanicista de tecnología deshumanizante, con sus cadenas en forma de alienación, competencia y cruda negación de las potencialidades de la humanidad. La poesía y la imaginación deben integrarse con la ciencia y la tecnología, ya que hemos evolucionado más allá de una inocencia que pueda alimentarse exclusivamente a base de sueños y mitos.


Este es un fragmento de ‘Ecología de la libertad’ (Capitán Swing), por Murray Bookchin.

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