¿Mataría antes a una cucaracha o a una mariposa?
Según afirmaba Friedrich Nietzsche, la moral tiene criterios estéticos, lo que no es trivial: para él, la belleza era fundamental hasta el punto de considerarla una estética capaz de dotar de sentido a la vida.
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Según se dice, Nietzsche llegó a afirmar lo siguiente: «Si matas a una cucaracha eres un héroe. Si matas a una mariposa eres malo. La moral tiene criterios estéticos». Sea apócrifa o no, lo cierto es que no se trata de una frase baladí.
En primer lugar, habría que dejar clara la estrecha relación que mantenía el filósofo con las artes. Ya antes de la publicación de El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música, Nietzsche establece una estrecha relación con Richard Wagner y su mujer Cosima, a los que visita a menudo y en cuyo círculo íntimo pasa a participar. Nietzsche conocía los secretos de la melodía: tocaba el piano y compuso varias piezas de música clásica, siendo una afición que comenzaría a cultivar en el año 1858, mientras estudiaba en la Escuela de Pforta, en Naumburgo. Su vida estaba rodeada de música, y así se lo recordaría el que sería uno de sus más fieles amigos, Peter Gast, también artista del sonido, quien le diría que «la vida sin la música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio». Algo que él mismo refrendaría al decirle a su madre en cierto momento: «Cuando no oigo música, todo me parece muerto». En este sentido, «matar a la mariposa» –es decir, matar la belleza– sería objeto de una condena moral particularmente intensa; sería una forma de conducirnos a una existencia gris, una vida sin rumbo.
La belleza es fundamental en Nietzsche. A su juicio, se trata de una estética que dota de sentido a la vida y, como todos sabemos, una vida sin sentido apenas merece ser vivida: en su obra, el rumbo fundamental de nuestra existencia habría de ser la belleza encarnada en las distintas artes, entre las cuales la música ocuparía un lugar especial, como ocurría ya con Schopenhauer. En este último, por ejemplo, la música representaba la «cosa en sí» del mundo, su ser esencial. Tal como afirmaba, «la música no habla de las cosas, sino del bienestar y de la aflicción en estado puro (únicas realidades para la voluntad), y por eso se dirige al corazón, pues no tiene mucho que decirle directamente a la cabeza». Teniendo en cuenta que Wagner era un compositor romántico y que Nietzsche comenzó su carrera literaria dentro de la misma corriente, no es de extrañar que para ambos el arte contase con una importancia suprema frente al pensamiento y el ámbito de lo racional y lo tecnológico, especialmente presente tras la revolución científica y la Ilustración.
Nietzsche: «Cuando no oigo música, todo me parece muerto»
En Nietzsche es posible encontrar una idea que servirá de base al pensamiento posterior: que el sentido de nuestras vidas no existe por sí mismo como una entidad absoluta y ajena, sino que somos los seres humanos quienes construimos subjetivamente el sentido; es decir, que somos nosotros quienes proyectamos en la realidad circundante ese sentido, sin que este exista independientemente de nosotros. Los seres humanos, según esta concepción, somos necesariamente artistas que han de crear el significado de sus propias vidas. Esta idea será fundamental para multitud de disciplinas, entre ellas la antropología: la vida moral queda ahora sin una base divina o sobrehumana. Es entonces cuando el alemán habla de la «muerte de Dios»: en los tiempos modernos, la humanidad ha quedado huérfana de la divinidad, que ya no articula la vida colectiva, siendo las personas quienes proyectan sentido en la existencia y no a la inversa; una realidad asociada al llamado «giro copernicano» de Kant, en cuya obra es el pensamiento y la mirada del sujeto la que impera frente al objeto.
Nietzsche cree que la tarea del ‘superhombre’ es crear sus propios valores frente a los valores colectivos
En última instancia, el arte representa para Nietzsche una herramienta para la supervivencia de la especie humana, lo mismo que el engaño, el delirio o la ficción que, entendidas como «verdad», sirven para hacernos la vida más ligera y llevadera. De algún modo, aquí la verdad es una construcción estética: una mentira o ilusión aceptable que nos sirve de referente a la hora de existir y actuar en el mundo. La propia ética sería también una estética, en el sentido de conformar un diseño o elaboración simbólica y artística que nos ayuda a vivir y nos permite relacionarnos unos con otros. Solo podemos existir tanto individual como socialmente en el seno de un entramado simbólico de origen subjetivo que bien podría ser reemplazado por otro; este, por tanto, no es absoluto o definitivo. Es por eso que Nietzsche cree que la tarea del ‘superhombre’ es crear sus propios valores frente a los valores colectivos, que él concibe como propios de débiles y enfermos.
El filósofo alemán interpreta al ser humano como si, de algún modo, fuera alérgico a la verdad, ya que esta le confrontaría con sus propias miserias; es en la mentira, por tanto, donde se mueve con mayor agilidad, siendo su elemento natural. Vivir en el seno de una ficción es su forma de vida, y la verdad del momento será su ficción más útil. Las personas, así, recurriríamos a la ficción para defendernos de la vida, algo que hoy parece haber sido exacerbado a través de las nuevas tecnologías y los medios de comunicación. El rol de las primeras es especialmente destacado: no son sino herramientas para la difusión de ficciones aceptables o halagüeñas, tanto para el poder como para una ciudadanía que, ocasionalmente alienada, no aspira a comprender la realidad por sí misma, sino que se halla más que dispuesta a emplear ficciones y simbologías de consumo.
El paradigma futuro lo constituirán los metaversos –y otros artilugios por el estilo– que habrán de conformar nuestro panorama vital en los años venideros. Cuanto más estética sea nuestra ética, más aceptable nos resultará. Frente a un cinismo realista –más veraz pero más desagradable–, serán siempre las ficciones y actitudes biempensantes las que tiendan a preponderar.
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