Opinión

Europa no entendió a Pasolini

La impotencia de nuestro tiempo descansa en nuestra falta de imaginación. A través de su corrosiva obra, Pier Paolo Pasolini nos enseña, precisamente, que la cultura es nuestra mejor (e imprescindible) mirada al mundo.

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01
abril
2022

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El 5 de marzo de 1922 nació en Bolonia Pier Paolo Pasolini. Un artista corrosivo y provocador que escribió teatro, poesía, novela y ensayo, dejando un amplio legado. A diferencia de muchos de sus compañeros de generación, a Pasolini se le recuerda porque huyó de la ortodoxia política y académica. Su figura emergió en un contexto de derrota generacional después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, cuando un viejo continente destruido por los avatares de la contienda intentó recuperar su brújula política y moral. Fue entonces cuando una nueva generación de líderes de posguerra apostó por un inédito humanismo, renegando abiertamente del pasado. Solo se conservaron los ideales abstractos de la Ilustración, desembocando en una nueva ingeniería política y una experimentación económica que originaron, como respuesta moral al sufrimiento humano, los Estados sociales del bienestar.

A Pasolini, la visión herética del cristianismo y el marxismo y su libertad sexual e ideológica lo alejaron progresivamente de la clase política. Sus críticas más conocidas se dirigieron hacia la sociedad de consumo, a la que consideraba una mutación del fascismo histórico. El escritor italiano argumentó que la nueva conquista del poder por parte de la burguesía se llevaría a cabo mediante la creación de un nuevo modelo de vida representado por la sociedad de consumo. Desmemoriada y frívola, esta nueva sociedad sería diametralmente opuesta a la del primer tercio del siglo XX: un poder anárquico sin centro específico y sin una estética que expresase una identidad homogénea.

Así, el intelectual italiano advirtió que, ante la imposibilidad de tomar el poder por la fuerza de las armas, la burguesía lo lograría transformando los hábitos y las costumbres de la población. Se adaptó al signo de los tiempos: vendió rebeldía a los jóvenes de Mayo del 68, Woodstock y San Francisco, inoculándoles la idea de que la diferencia solo se podía estimular mediante el consumo. No distinguía entre centro y periferia; desde su punto de vista, el mundo rural era tan importante como el núcleo urbano: honraba el pasado de su pueblo reconociendo las demandas de dignidad de todos aquellos juzgados por el mundo y también alababa el estilo de vida de las clases rurales, a quienes miraba con la misma curiosidad y cariño con que los arqueólogos observan los restos de ruinas de civilizaciones antiguas.

Se sentía cómodo con los que vivían fuera de la norma, rechazaba la anomia y sus pautas de socialización. Pasolini observaba el mundo desde el prisma del excluido, otorgándole un campo de visión mucho más amplio, una nostalgia que le proporcionó la sensibilidad de la que carecían la mayor parte de intelectuales de su entorno para alertar sobre los costes del progreso. Políticamente, Pasolini se convirtió en un personaje incómodo en la década de los setenta, cuando el Partido Comunista en Italia se convirtió en la segunda fuerza política del país. Su asesinato el 2 de noviembre de 1975 a manos de Pino Pelosi, un chapero menor de edad, sigue siendo uno de los grandes misterios del siglo pasado, máxime cuando la ultraderecha lo había puesto en su punto de mira, y Giulio Andreotti, después de su muerte, declaró que se lo había buscado.

«Volátil y maleable, el hombre moldeado por la sociedad de consumo no solo carece de personalidad, también de voluntad»

Pasolini es uno de los intelectuales que mejor nos puede ayudar a entender las guerras culturales de nuestro tiempo. Volátil y maleable, el hombre moldeado por la sociedad de consumo no solo carece de personalidad, también de voluntad. Esta resulta incompatible con la dispersión y proliferación del deseo, con la multiplicidad fluctuante de anhelos suscitados que engendra sujetos necesitados constantemente de valoración como si de un perfil de Tinder se tratase. A fin de cuentas, seres unidimensionales incapaces de recrear su propia existencia.

Ya no hay un afuera que explorar, porque también ha sido conquistado. Socializamos en ecosistemas donde circulan seres frágiles y aislados, sin crear el menor lazo afectivo con el prójimo. Nos parecemos cada vez más a los protagonistas de los cuadros de Edward Hopper: solitarios y asépticos. Con la llegada de la crisis del coronavirus, además, se ha instalado entre nosotros un estado de emergencia permanente que ha transformado nuestra relación con el presente, haciendo de aquello que estaba destinado a durar para siempre algo caduco. Avanzamos hacia la muerte del deseo y la imposibilidad de manejar nuestras condiciones de vida, sumiéndonos en un estado de melancolía que nos separa de nuestra comunidad y de nosotros mismos. Y la precariedad de los vínculos afectivos, acompañada de la destrucción de lo público, anuncian el fin de lo cotidiano.

«Socializamos en ecosistemas donde circulan seres frágiles y aislados, sin crear el menor lazo afectivo con el prójimo»

Pier Paolo Pasolini nos enseñó que la cultura es nuestra mirada del mundo, aquello que hacemos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Por eso, transformarla requiere construir una identidad en común. Hoy más que nunca, las personas somos el telón de fondo de la Historia porque ha desaparecido la intrahistoria. La cultura de masas domina nuestras vidas, erigiéndose en un imperio de la comunicación sin cohesión social, mientras que la aceleración de la tecnología destruye la memoria. En consecuencia, nos hemos vuelto adictos a la nostalgia: la impotencia de nuestro tiempo descansa en nuestra falta de imaginación.

La cultura y la política actual son hijos de la erosión del sueño de la socialdemocracia de finales de los setenta. En lo cultural, el proyecto individualista –en el que la sociedad no existe, solo los individuos– ha acabado con la sociedad civil: ya apenas hay mediadores entre la ciudadanía y la clase política. De la misma forma, el fin de la Guerra Fría acabó con el horizonte de los proyectos colectivos, colocando en su lugar el cinismo cuando hablamos de futuro.

Pasolini detectó este mal antes de que sucediera, consciente de que la acción cultural de la izquierda ya no iba a volver. Ahora que atravesamos una época de guerras culturales y la izquierda sigue desorientada en ese sentido, sería interesante recuperar las enseñanzas del artista italiano. La melancolía de la izquierda representa no solo una negativa a aceptar el presente, sino también una falta de comprensión de la Historia en términos que no sean los de «tiempo vacío» o «progreso». Significa también la representación del narcisismo en relación con los apegos políticos pasados y con los movimientos identitarios. En la actualidad, cuando el big data y las redes sociales son actores políticos tan importantes como la Bolsa, las viejas ideas sobre el concepto de hegemonía no acaban de encajar en un mundo en constante cambio donde el peso identitario es mayor que el ideológico.

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