Ucrania

La sobreexposición digital en tiempos de guerra

La guerra entre Rusia y Ucrania ha dado pie a un exposición exagerada y constante de material bélico en redes sociales, por lo que los efectos en nuestra salud mental no han tardado en aparecer. ¿Los responsables? Dos procesos psicofisiológicos: la habituación y la sensibilización.

¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
11
marzo
2022
Gray glitch effect patterned background

El acceso a la información es un fenómeno cambiante que se nutre de los avances tecnológicos y del desarrollo social, dando lugar a una nueva forma de comunicación: las redes sociales. Solo un clic nos separa de lo que ocurre en la otra punta de Europa, permitiéndonos conocer cómo es la actualidad de primera mano. No hay filtros, edición ni tampoco intermediarios, y ese es precisamente el encanto de las redes sociales a la hora de estar informados. Pero se trata de un arma de doble filo: la línea que separa la información de la sobreexposición es muy fina. Y la hemos cruzado con el estallido de la guerra entre Ucrania y Rusia.

En cuanto a los motivos del conflicto, son muchos los que lo han interpretado como una decisión impulsiva de Vladímir Putin pero, en realidad, las tensiones se remontan a 2014, cuando se produjo la guerra del Donbás en el este de Ucrania. Pese a ser un conflicto civil reaccionario a la posibilidad de vinculación de Ucrania con la Unión Europea, Amnistía Internacional denunció la participación de Rusia suministrando armas a los separatistas prorrusos. Se avivaron así unas brasas que permanecían latentes desde la disolución de la Unión Soviética en 1991. Sin embargo, la guerra del Donbás pasó rápidamente al olvido colectivo en el oeste de Europa. Nunca llevamos un recuento diario de los fallecidos, que según Naciones Unidas ascendió a 2.084 personas durante el año del conflicto y 954 en 2015. Tampoco nos movilizamos masivamente para ayudar a los refugiados ucranianos, que alcanzaron la cifra de entre uno y dos millones de personas. La vasta mayoría se mantuvo al margen. No por egoísmo, sino por desconocimiento.

Solo necesitamos una imagen de violencia explícita para aumentar todas nuestras respuestas defensivas

Las redes sociales –tal y como las entendemos hoy en día– funcionan como una agenda que dicta los temas de conversación y las preocupaciones comunitarias. Si se viraliza una noticia sobre los riesgos de la vacuna contra el coronavirus, cundirá el pánico. En cambio, si un influencer habla maravillas –previo pago– sobre un remedio natural y de dudosa evidencia científica, todos querremos probarlo. Y aunque esta agenda abarca temáticas triviales, también dicta asuntos de gran relevancia social como lo es una guerra.

Eso es precisamente lo que estamos viviendo en primera persona desde que Rusia atacó territorios ucranianos; entre ellos la capital, Kiev. El jueves 24 de febrero se comenzó a cubrir la noticia con una minuciosidad nunca antes vista. Periodistas y fotógrafos freelance relataban el minuto a minuto de lo que allí se estaba viviendo a la par que expertos en geopolítica creaban hilos de Twitter para divulgar sobre la situación. El resto, como espectadores, nos convertimos en ese niño que presencia un accidente desde el coche mientras viaja con sus padres a la costa de vacaciones. Miramos con miedo, pero sin poder apartar la vista.

Lo curioso del miedo es que, cuando se mantiene en el tiempo, se desvirtúa por un proceso de habituación. Ocurre en los humanos y en los animales, tal y como demostró Eric Kandel, premio Nobel de Medicina en el año 2000 por sus estudios con la Alpysia califórnica, comúnmente conocida como babosa marina borracha. Cuando el experimentador estimulaba suavemente la cola del animal, éste se retiraba asustado; sin embargo, tras numerosas repeticiones, la Alpysia se acostumbraba y dejaba de experimentar miedo. Si bien nuestras redes neuronales son más sofisticadas que las de una babosa marina, tampoco podemos escapar de la biología: la sobreexposición a información bélica no solo nos vuelve menos empáticos, sino que puede convertirnos en autómatas emocionales que comparten tuits o noticias como si se tratara del juego del teléfono estropeado sin pararnos a pensar en lo que realmente implica una guerra.

Todos compartimos un mismo sentimiento en estos momentos: la sensación de que no podemos dar más de nosotros mismos

En el polo opuesto a la habituación nos encontramos con el proceso que la complementa: la sensibilización, también demostrada empíricamente por Kandel. Si se estimula de forma violenta la cola de la babosa, aumentarán todas las respuestas defensivas. Da igual que después se le acaricie con suavidad porque seguirá retirándose presa del pánico. Sólo necesitamos una imagen de violencia explícita, un titular morboso o una noticia especialmente impactante para convertirnos en una versión evolucionada de la Alpysia califórnica, víctimas de nuestra propia complejidad, una complejidad que es difícilmente explicable desde un punto de vista maniqueísta.

Tenemos derecho a sentir ansiedad ante la incertidumbre, culpabilidad por sabernos privilegiados y compasión ante el sufrimiento del prójimo; pero también pecamos –en mayor o menor medida– de ese complejo del ‘salvador blanco’: nuestra ayuda va ligada a una posición de superioridad moral. A este abanico de matices se suma la herida emocional de la pandemia. Cuando estábamos empezando a ver la luz al final del túnel, se produce una nueva desgracia social. «¿Qué más nos puede pasar?», se preguntan los pesimistas. «Qué asco de trilogía la de 2020, 2021 y 2022», ironizan quienes utilizan el humor como mecanismo de defensa. En ambos casos hay un sentimiento compartido: la sensación de que no podemos dar más de nosotros mismos. 

Por suerte, entre la habituación y la sensibilización hay un término medio y, para llegar a él, es necesario estar al tanto de lo que ocurre eligiendo bien la cantidad y fuentes de información. Podemos proteger nuestra salud mental silenciando ciertas cuentas o palabras, evitando leer noticias morbosas y pidiendo a nuestros amigos, compañeros de trabajo o conocidos que cambien de tema si no somos capaces de digerir todo lo que está sucediendo. La sobreexposición está a un clic de distancia, y solo nos separan de ella los límites asertivos que construyamos a partir de ahora.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME