Opinión

Homo homini sacra res

Deberíamos volver a Miguel Hernández cada día, porque en sus poemas están muchas de las respuestas a los arcanos de nuestra compleja existencia. Hoy más que nunca, la ayuda de los poetas nos ayudará a no dejar escapar el futuro.

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30
marzo
2022

El 28 de septiembre de 1942, hace ahora 80 años, enfermo y abandonado a su destino en la cárcel de Alicante murió el poeta Miguel Hernandez. Tenía poco más de 31 años y una década de intensa creación poética a sus espaldas. Fue, y es, un grande.

En su corto tiempo vital, Miguel Hernández se adentró en una época nueva y diferente, más propia de la intemperie que de la protección. Allá por los años veinte, se padecía entonces en España una crisis histórica (seguramente más profunda de lo que parecía de puertas para afuera) con pobreza, desigualdad y endémicos problemas nunca resueltos. Se sumaban las estructuras sociales injustas y caducas con revoluciones latentes, cambios de régimen e instituciones clave como la religión, la política o la educación en crisis. No se adivinaba el final y nadie hacía por despejar el camino.

El mundo se acababa donde alcanzaban los ojos y no había un horizonte más allá. Salvo para los poetas, seres mágicos tocados con la gracia y el don de la palabra que hacen posible que los dioses se parezcan, se igualen y se acerquen a los hombres. Seguramente porque los poetas son los únicos humanos capaces de escribir adivinando el sentido esencial de la historia, que es el del porvenir.

Por eso, precisamente, merece la pena volver a Miguel Hernández, retomarlo en su dimensión de grandísimo poeta, de hombre solidario y leal formado a sí mismo, comprometido con sus ideas, perseguidor de una gloria literaria que lo transforma en universal y lo devuelve generosamente y sin condiciones porque, como su propia obra, es de todos. Miguel encontró la amistad en Madrid. «Entre todos vosotros, con Vicente Aleixandre y con Pablo Neruda tomo silla en la tierra: tal vez porque he sentido su corazón cercano cerca de mí, casi rozando el mío», escribió en El hombre acecha. Aleixandre le demostró su amistad hasta el final y escribió de nuestro poeta que «era confiado y no aguardaba daño: creía en los hombres y esperaba en ellos. No se le apagó nunca, no, ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos».

«La poesía de Miguel Hernández es capaz de emocionarnos con cualquier guerra, sin olvidar los excesos de la locura colectiva»

A su futura mujer, Josefina, le escribió poemas llenos de ternura incluidos en El rayo que no cesa: «Te me mueres de casta y de sencilla:/estoy convicto, amor, estoy confeso/ de que, raptor intrépido de un beso,/yo te libé la flor de la mejilla». Y a Maruja Mallo, uno de los poemas más profundos de su producción, reflejo de una pasión amorosa que ha dejado huella profunda: «Me llamo barro aunque Miguel me llame./ Barro es mi profesión y mi destino/ que mancha con su lengua cuanto lame./ Soy un triste instrumento del camino./ Soy una lengua dulcemente infame/ a los pies que idolatro desplegada…».

Por otro lado, el amor a sus hijos estuvo siempre presente. Incluso dedicó desde la cárcel a su hijo Manuel Miguel sus hermosas y famosas Nanas de la cebolla, escritas en la soledad sin libertad: «La cebolla es escarcha/ cerrada y pobre:/ escarcha de tus dias/ y de mis noches./ Hambre y cebolla:/ hielo negro y escarcha/ grande y redonda…». Un amor que se extrapola igualmente a los seres humanos, rezumando en ese poema sublime que es El tren de los heridos, una de las cumbres de su poesía: «Silencio que naufraga en el silencio/ de las bocas cerradas de la noche./ No cesa de callar ni atravesado,/ Habla el lenguaje ahogado de los muertos».

«Con la ayuda de los poetas, tenemos que ser capaces de educar seres humanos en valores que, a su vez, creen valor»

En Miguel Hernández, dice Muñóz Molina, lo íntimo y lo político se conjugan más estrechamente que en ningún otro poeta. Y gracias a su palabra y a su coherencia, haciendo extraordinario lo ordinario, llamando siempre a las cosas por su nombre, Miguel –comprometido leal y políticamente con la legitima causa republicana sin abdicar de su oficio de poeta– es capaz de emocionarnos con la injusticia de la guerra (de cualquier guerra, de todas las guerras), pero sin olvidar los excesos fruto de esa sinrazón, de esa locura colectiva y cruel que fue la guerra civil y a la que el propio Hernández no fue inmune. Miguel conoció la guerra por decisión propia: «Cantando espero a la muerte,/ que hay risueñores que cantan/ encima de los fusiles y en medio de las batallas».

Poeta del pueblo lo llamaron. El aceptó el envite y fue fiel a su compromiso ético: murió buscando la verdad y la justicia, persiguiendo un ideal y comprometiéndose como pocos supieron hacerlo. En una incivil guerra donde todos peleaban contra todos, como escribió Juan Ramon Jimenez, «el único poeta, joven entonces, que peleó y escribió en el campo y en la cárcel fue Miguel Hernández». Y ya que no puede restañarlas, Miguel peleó siempre por aprender a vivir con sus tres heridas: la de la vida, la de la muerte y la del amor.

Deberíamos volver a Miguel Hernández cada día y, en su memoria, aprender a luchar por el hombre mismo, por la olvidada persona, principio y fin de todas las cosas. En los poemas de Miguel están muchas de las respuestas a los arcanos de nuestra compleja existencia. Hoy más que nunca, la ayuda de los poetas nos ayudará a no dejar escapar el futuro. Tenemos que ser capaces de educar seres humanos en valores que, a su vez, creen valor. En la poesía de Hernández se comprime aquella sentencia de Séneca que nos acerca a la esperanza: «Homo homini sacra res», el hombre es cosa sagrada para el hombre.

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