Cultura

El camino de Kerouac

Se cumple un siglo del nacimiento del profeta ‘beatnik’ norteamericano: el literato que viajó, hizo viajar y sigue invitando al viaje a varias generaciones. Este es un homenaje.

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19
marzo
2022

Siempre se ha de llevar un par de zapatos ajados por si acaso: por muy tópico que pueda sonar, los pies son importantes cuando el camino es tu única compañía. Dentro de la vieja mochila que acuna en su interior escarchas de sudor, ahí van siempre los zapatos. Contemplo mi mochila deseando interpelarle acerca del siguiente periplo, hoy que desconozco si algún día podré de nuevo rellenar su digestión de kilómetros descosidos y telas mal asfaltadas. Hace tiempo que no viajo, pero no dejo de colgarme a los hombros, aunque sea soñando, esta vieja mochila barata: 40 litros de capacidad –muchos menos de los que bebí en cualquiera de sus viajes– que albergaron en su interior tanta ropa interior usada por interiores ajenos, tantos fetiches con nombre de geografías vacuas y tantos besos con la fecha de caducidad impresa. De nuevo, tomo entre las manos aquel viejo libro de Kerouac. Paso sus páginas con la pretensión única de hallar una frase que me obligue a detenerme y hacer un alto en el camino, pero solo encuentro un pedazo de tela de caftán que mis dientes destejieron a tu piel hace ya un mundo.

Aún lo recuerdo: venía de festejar en soledad el último día del año en un restaurante aledaño al puerto de Tánger. Atlantique, se llamaba aquel garito, un decrépito mesón con maneras de «aquellos buenos tiempos».

Hablé de Kerouac con el camarero: aseguraba, orgulloso, que su padre había servido innumerables botellas de vino al poeta, allá por los años cincuenta del pasado siglo, cuando el joven profeta beatnik vagabundeaba entre los muros de la medina de Tánger. Rememoró las borracheras del estadounidense como si las hubiese podido contemplar: cuánta poesía. Brindé por el año que finalizaba y no bailé, como Kerouac. Un retazo de ebriedad grosera descansa hoy entre las páginas de la primera edición de Los vagabundos del Dharma.

Toca caminar la noche tangerina buscando un taxi que me llevase de vuelta al Hotel Valencia para recoger mi mochila y, con ella a la espalda, perderme como una nada entre los viandantes en busca de nada, buscando solo caminar, estar en movimiento, no quedar varado en la melancolía. El camarero del Atlantique descorchó una botella. La tomé entre mis manos y caminé dejando a mi espalda el puerto, en pos de las orillas del extrarradio. ¿Hacia dónde? No lo sé, pero tampoco importa. Lo trascendental no es el destino cuando este es el camino.

Kerouac abandonó el camino por el alcohol y la vida por una hemorragia interna causada por el mismo, pero antes anduvo lo suyo. Abro la mochila y lanzo en su interior el volumen pensando que será buena lectura para mi siguiente viaje. Tampoco es tan malo estar quieto. Lo nefasto es, únicamente, no sentirse en movimiento.

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