Morfeo siempre tuvo razón
El poder de decidir qué queremos que los demás sepan de nosotros (y qué no) va camino de languidecer y la tecnología del metaverso apunta maneras para convertirse en su verdugo.
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COLABORA2022
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«Los seres humanos ya no nacemos; se nos cultiva». Estas palabras pronunciadas por Laurence Fishburne en las pantallas hace más de veinte años resultan del todo actuales. No porque nuestros cuerpos estén siendo sembrados en un mundo distópico gobernado por máquinas; se trata de un cultivo de mentes que tiene lugar a diario en millones de calles, hogares y establecimientos de todo el mundo.
Nuestra creciente dependencia de las plataformas digitales no implica una relación de consumo normal. La gratuidad de muchas de ellas (supuestas proveedoras) para los usuarios (aparentes consumidores) da lugar a una masiva producción de datos por parte de estos últimos, que son –somos– los auténticos proveedores. Esta producción, incentivada a través de mecanismos adictivos, es fundamental para el modelo de negocio de las plataformas que actúan como intermediarias comerciales vendiendo los datos a otras empresas. Además, la relación es profundamente asimétrica: la gratificación que el usuario obtiene, como el ocio o la comunicación, puede conseguirse en gran medida por otras vías y no es equiparable, en absoluto, a lo que este proporciona. Datos personales, ideas, patrones de conducta… Información insustituible, porque es única de cada persona.
Pese a su valor, este tipo de información tiene una importante limitación: se basa en el comportamiento y el lenguaje. Pero los seres humanos no somos solo lo que hacemos y decimos. También lo que pensamos, deseamos o sentimos. Y aunque es cierto que a veces nos dejamos llevar por los impulsos al interactuar con otros, aún conservamos gran parte del control necesario para preservar la intimidad en las plataformas. No es poca cosa, pues la privacidad no depende solo de evitar que nuestros datos sean obtenidos sin permiso, sino que consiste (sobre todo) en mantener el poder para decidir qué queremos que los demás sepan de nosotros… y qué no.
Existen ya varios sensores para registrar, aunque aún de forma imprecisa, aspectos como la atención, la motivación o la concentración
Pero este poder va camino de languidecer y la tecnología del metaverso apunta maneras para convertirse en su verdugo. Si los planes de empresas como Facebook o Microsoft fructifican, dentro de algunos años pasaremos gran parte de nuestras vidas en el mundo virtual; no solo en nuestros hogares, sino también en nuestros negocios y oficinas, en nuestras escuelas y universidades. Estaremos más tiempo enganchados a la Matrix, produciendo más bienes en forma de datos que generaremos en contextos muy diversos. En definitiva, habrá un salto cuantitativo: se sabrá mucho más sobre nosotros. Pero también habrá un salto cualitativo que vendrá de la mano de las gafas de realidad virtual necesarias para relacionarse en el metaverso, con sensores de posición integrados para registrar nuestro movimiento. Parece difícil que, una vez nos habituemos a llevar un dispositivo en la cabeza durante largas horas, surja una gran resistencia a la instalación de nuevos sensores que recojan otro tipo de datos.
Existen ya en el mercado varios de estos aparatos para medir la temperatura corporal, los niveles de sudoración o el movimiento de los ojos, así como dispositivos con electrodos que, si bien de forma imprecisa todavía, registran la actividad nerviosa. Añadidos como supuestas mejoras, permitirían monitorizar aspectos como la atención, la motivación, la concentración o la respuesta a los estímulos y procesar comandos mentales que nos liberarían del uso de los dedos. En este sentido, estudios recientes como el de Spotify, que registró la actividad cerebral para medir la implicación emocional de los usuarios con sus canciones, nos indican la importancia de esta clase de avances para las estrategias de innovación de las plataformas, dispuestas a llegar cada vez más lejos en la oferta de contenidos personalizados.
De este modo, mediante lo que algunos llaman fenotipado digital, las plataformas aspiran a elaborar el perfil más perfecto posible de cada usuario. Unidos a los datos psicométricos que ya proporcionamos (clics, búsquedas, likes, hashtags), los datos biométricos y cerebrales permitirán obtener una información integral acerca de nosotros; después de todo, somos la unión de cerebro, cuerpo y acción. Si los metaversos proliferan, el mundo se convertirá en un gigantesco laboratorio de neuromarketing.
Las regulaciones sobre las tecnológicas no solo beneficiarían a los ciudadanos, sino que ayudarían a estas empresas a recuperar parte del prestigio social perdido
Por primera vez en la historia, interactuaremos no solo a través de lo que queremos mostrar, sino mediante lo que no queremos. Emociones, deseos e impulsos quedarán más expuestos de lo que nunca han estado. Las posibles consecuencias resultan imprevisibles para todo tipo de relaciones humanas, comenzando por familia y amistades, pero también en la política o las redes sociales a través de la manipulación y fake news… incluso hasta nuestra interpretación de la ley y del delito. Podrían surgir nuevas modalidades de conflictividad laboral. Piense en la posibilidad de que sus jefes sepan en todo momento cómo de concentrado está en el trabajo.
Ante estos desafíos, no parece nada descabellado pensar en regular las plataformas digitales como ya ha hecho Chile al poner en marcha un proyecto de ley en su Senado. Sin ir en detrimento de los evidentes beneficios de estas tecnologías, hay espacio para establecer ciertos parámetros. Por ejemplo, ¿por qué no limitar el scroll infinito y la reproducción automática de contenidos desactivándolos por defecto? Funciones como estas son capaces de generar fácilmente comportamientos adictivos, y su uso excesivo no solo implica más tiempo generando valiosos datos, sino que acarrea también riesgos para la salud mental, especialmente en personas vulnerables como los menores de edad. Por otro lado, las propias plataformas podrían impulsar la colaboración en el estudio de posibles regulaciones que les otorgarían seguridad jurídica y les ayudarían a recuperar parte del prestigio social perdido en los últimos años.
No hay que demonizar a las plataformas. Pero como ciudadanos debemos tener claros sus riesgos y su modelo de negocio. Se hace necesario reequilibrar la balanza, poniendo la soberanía de individuos y países por delante de la de gigantes tecnológicos capaces de trascender barreras nacionales con gran facilidad. En un mundo donde lo físico y lo digital convergen inexorablemente hacia un espacio único, la obtención y combinación de datos personales de diverso origen provocará cambios significativos en las relaciones humanas. Los metaversos podrían suponer un paso decisivo hacia esta nueva modalidad de cultivo. De nosotros depende decidir si queremos producir tan copiosa mies.
José Manuel Muñoz es investigador del Grupo Mente-Cerebro en el Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra y del Centro Internacional de Neurociencia y Ética (CINET).
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