Internacional

Djokovic y las antípodas de la razón

El caso de Djokovic y Australia, sobre el que el tenista ya ha asegurado que se pronunciará oficialmente en los próximos días, demuestra que incluso en los marcos más racionales, los discursos partidistas y los fanatismos se cultivan hasta que sus efectos rebasan fácilmente a los de la razón en rapidez y amplitud.

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07
febrero
2022

La negativa del gobierno de Australia a permitir la entrada en ese país del tenista Novak Djokovic ha sido uno de los asuntos más comentados en el comienzo del año 2022. La secuencia de acciones legales que se inicia con la llegada del jugador serbio a Australia se recoge con todo detalle en la sentencia que la cierra. Los 106 párrafos escritos por los magistrados Allsop, Besanko y O’Callaghan, del Tribunal Federal australiano –un ejemplo de concisión y pulcritud– sirven para destacar algunos asuntos que se han hecho aún más comunes en nuestro tiempo.

La cuestión que debía dirimir el mencionado Tribunal, a instancias del jugador, era si la decisión de Alex Hawke –a la sazón ministro de Inmigración, Ciudadanía, Servicios Migratorios y Asuntos Multiculturales– de retirarle el visado de entrada a Djokovic se había realizado conforme a derecho. Queda fuera de duda que corresponde al ministro tomar esa decisión, pero se discute si de hecho se ajusta al artículo 116 de la Ley de Migración australiana aprobada en 1958, mediante el cual el Parlamento otorga al ministro la capacidad de retirar el visado en ciertos supuestos, entre los que se encuentra «que la presencia en Australia de la persona que lo porte constituya, o pueda constituir, un riesgo para la salud, la integridad o el buen orden de la comunidad australiana, de una parte de esta comunidad o para la salud y la integridad de un individuo o individuos». La ley afirma que queda a la discreción del ministro establecer ese riesgo. Se trata, por tanto, de juzgar si el convencimiento del ministro para tomar su decisión –pues el artículo exige que esté convencido de que la presencia de Djokovic en Australia podría suponer un riesgo– es efectivamente tal, de manera que su resolución no pueda considerarse un capricho o una arbitrariedad. Pero ¿cómo distinguir el verdadero convencimiento de la impostura?

La Ley de Migración australiana otorga al ministro la capacidad de retirar el visado en ciertos supuestos

Los jueces afirman en su argumentación que «la convicción del ministro no es un inescrutable estado mental de una persona», sino «algo que puede ser establecido por un tribunal: si este encuentra que se alcanza irrazonablemente, o que se obtiene sin fundamento material o legal, no puede considerarse propiamente convicción. En ese caso no se daría el requisito para el ejercicio de la facultad [del ministro], la decisión sería ilícita y por tanto anulada. Esto es, la convicción lícita constituye una condición jurídica, una forma de hecho jurídico, para el ejercicio del poder discrecional».

Sentada esta base, tan ajena al subjetivismo rampante que cunde hoy, la argumentación, como es lógico, pasa a determinar sumariamente qué puede constituir un riesgo, cómo pueden definirse la salud pública, la integridad y el orden público, y si es posible que la presencia de Djokovic los altere. Pero los jueces no pretenden determinar nada sobre el deportista, la transmisión de la covid-19 o la política migratoria australiana, sino únicamente sobre la razonabilidad de la decisión ministerial. Puesto que el ministro tiene la capacidad legal de tomar la decisión que motiva todo el proceso, no es esta decisión lo que se analiza, sino el modo en que se toma. La cuestión, pues, es si el ministro tuvo en cuenta todas las razones pertinentes para su decisión última. Por eso, los jueces estudian meticulosamente la argumentación de Alex Hawke para acabar concluyendo que es una verdadera argumentación, apoyada en buenas razones, que no ha dejado de considerar nada relevante y que, por tanto, su decisión es fruto de un auténtico convencimiento (y, por ende, legalmente irrefutable).

El tribunal no respalda la decisión del ministro, sino su racionalidad; no dice que el ministro haya tomado la mejor decisión (es decir, la decisión correcta), sino que la ha tomado correctamente; esto es, empleando buenas razones. Este maravilloso matiz, que a muchos ojos parecerá una despreciable filigrana, constituye uno de los pilares de la convivencia civilizada. En el mundo que define y abraza la sentencia, la correcta aprobación o reprobación de una acción no depende de la verdad, la fuerza o el acierto de quien la realiza, sino de su racionalidad o razonabilidad. El deber ciudadano de actuar razonablemente (moderadamente, prudentemente) y de respetar a quien actúe de tal manera no tiene nada que ver con el consenso sobre las decisiones tomadas racionalmente; el desacuerdo y la duda forman parte de la racionalidad. Es más, la discrepancia en las razones es deseable porque, cuando se intenta resolver civilizadamente, obliga a situarse en el terreno común del uso de la razón y, por tanto, a considerar como igualmente racional a quien sostiene razones distintas. Para discutir con propiedad no queda más que admitir la conveniencia de lo razonable (como también hacen, por cierto, los abogados del tenista), y esto es la piedra angular de la vida social (legal, civil).

Es la emulación irracional de los ‘fans’ lo que motiva la decisión ministerial de no permitir la entrada de Djokovic

Una vez despejado el asunto de la razonabilidad, y puesto que nada nos impide desbordar el estricto marco legal en el que se inscribe la labor del Tribunal Federal, podemos detenernos brevemente en el motivo del ministro para su decisión. Lo que Hawke arguye para justificar su resolución es precisamente el peligro de lo irrazonable. La indiscutible posición de Djokovic como icono deportivo social da al ministro fundamento para temer que quienes siguen al jugador estarán más pendientes de las acciones y gestos de su ídolo que de otra cosa. Un buen número de fans y de medios de comunicación ha visto en Djokovic un referente de la oposición a la vacunación contra la covid 19 (así lo recoge la sentencia), independientemente de su verdadera posición sobre el asunto. Su presencia en Australia podría arruinar la estrategia sanitaria del gobierno, y eso constituye un riesgo para la salud pública. Hay, pues, una razón suficiente para tomar la decisión de retirar su visado. Así lo reconoce el tribunal: «Una figura icónica del tenis mundial puede inducir a personas de todas las edades a imitarle, jóvenes y mayores, pero seguramente más a las jóvenes e impresionables. Esto no es especulación y no necesita nada que lo pruebe: se trata simplemente de reconocer el comportamiento humano que nos revela la familiaridad con la experiencia cotidiana. Incluso si Djokovic no gana el Abierto de Australia, el hecho de que esté presente en Australia jugando al tenis tiene ya capacidad para influir en quienes desean emularlo o ser como él, y esta capacidad constituye un fundamento racional para creer que podría fomentar un sentimiento anti-vacunas». En otras palabras, no es Novak Djokovic, sino su papel como ídolo y lo que sus fans creen que representa lo que lo convierte en una amenaza. Es la emulación irracional lo que motiva la decisión ministerial de no permitir la entrada de Djokovic y su posterior aval judicial. El esfuerzo racional de la sentencia judicial se genera como reacción a la visceralidad del fanatismo.

Así pues, si Djokovic y sus seguidores son víctimas de algo, lo son paradójicamente de la dinámica irracional del seguidismo, del fanatismo que no atiende a razones. Las razones (que, por su parte, sí atienden al fanatismo) quieren alejarlo de ellas todo cuanto puedan, mandarlo a sus antípodas; antípodas que no están en los sentimientos ni en la intuición, como a menudo se afirma al contraponerlos, ni siquiera en la fuerza, sino en la mera sinrazón, esto es, en la ausencia de logos (de razonamiento, de discurso, de lógica). Hay sentimientos, intuiciones y forzamientos razonables –aunque muchos no lo sean–, pero no hay fanatismo prudente.

A la sinrazón se llega por dos caminos convergentes: porque se renuncia al discurso racional (normalmente al encontrar que contraría la voluntad propia) o porque se recurre a falsas razones (que no son lo mismo que razones falsas). Ambos son recorridos con profusión en los imperios de la subjetividad y el individualismo (que también pueden ser colectivos en la forma de nacionalismos, por ejemplo, como el invocado por el gobierno serbio tras conocerse la decisión del tribunal). La vida común exige salirse de ahí, de la interioridad monádica y voluntarista, y levantar la vista hacia la exterioridad razonable y razonablemente objetiva (que no absoluta), que es donde se puede convivir. Este es justamente el terreno de la civilidad, del conocimiento (propio, mutuo y del mundo) y del reconocimiento, que conforma cualquier sociedad soportable; el lugar donde se puede ejercer y disfrutar algo tan reconfortante como el derecho.

Pero el triunfo de lo razonable tiende a resultar parcial y frágil. En un marco racional, como el de las democracias liberales (a veces llamadas Estados de derecho, precisamente), puede prevalecer provisionalmente, pero en ámbitos más abiertos a la libre circulación de las pasiones y los intereses, como el de la actividad económica, los discursos partidistas o los medios de comunicación, los fanatismos medran y hasta se cultivan, de manera que sus efectos rebasan fácilmente a los de la razón en rapidez y amplitud. Levantar las obras de la razón humana se parece más a los trabajos de Sísifo que a los de Hércules, qué le vamos a hacer. Por eso resulta tan razonable cuidar y aun admirar a quienes se embarcan en ellas.


Armando Menéndez Viso es profesor de filosofía en la Universidad de Oviedo.

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