El arte de cambiar de opinión
Cambiar nuestro parecer es más difícil de lo que parece: significa abandonar, aunque sea temporalmente, nuestra rígida forma de percibir el mundo que nos rodea.
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En una sociedad en la cual solemos premiar el llamado «principio de coherencia», ¿es razonable sospechar de cualquiera que se mantenga a lo largo del tiempo en una misma posición? Cabe preguntarse si no sería conveniente, acaso, ser capaz de matizar las propias posiciones en mitad de lo que los expertos llaman ya «polarización afectiva»; paradójicamente, todo indica que cambiar de opinión nos permite tener razón más a menudo.
En 2015, los politólogos Philip E. Tetlock y Dan Gardner publicaron el libro –inédito en España– Superforecasting: The Art and Science of Prediction para explicar por qué sus colegas –presuntos expertos en política internacional– solían «fallar» más de lo que sería estadísticamente razonable. Su promedio de «aciertos», de hecho, era similar al de cualquier otra persona que pronosticase los sucesos al azar.
Fue a partir de las investigaciones del Intelligence Advanced Research Projects Activity (IARPA), cuando Tetlock y Gardner dieron con lo que ellos bautizaron como superforecaster (o superpronosticadores): personas de toda clase, raza, género o condición capaces de acertar en sus previsiones sobre política en un 70% más que la media. Eran capaces de «ganar» a los propios expertos de la CIA.
Los ‘superpronosticadores’ eran personas capaces de acertar en sus previsiones políticas en un 70% más que la media
Medios como The Wall Street Journal se hicieron eco de las investigaciones de los politólogos, sugiriendo una pregunta en concreto. ¿Qué diferencia a un superpronosticador de cualquier otra persona? No eran genios, desde luego; muchos de ellos ni siquiera tenían una formación mínima sobre los temas que pronosticaban. Simplemente eran capaces de cambiar de opinión, si bien no mucho: solo un poco cada vez. De este modo, cuanto más sabían sobre un tema, más matizaban sus posiciones, alcanzando un punto en el que, si bien no tenían razón siempre, al menos habían usado toda la información a su disposición para intentar entender algo.
Sesgos, marcos e ideas extremas
Los superforescasters de Tetlock y Gardner, sin embargo, sí tenían una suerte de superpoder: ser capaz de salirse de sus propios «marcos de Lakoff». Muy sobada por su uso y abuso en política –en España, José Luis Rodríguez Zapatero o Íñigo Errejón son acérrimos defensores–, la teoría de los marcos cognitivos del lingüista George Lakoff ilustra perfectamente la mencionada polarización afectiva: tendemos a quedarnos dentro de la zona delimitada por nuestros «marcos», rechazando toda información que no se adapte a su molde, para lograr un simple ahorro cognitivo.
A principios del siglo XXI, Lakoff –de ideas demócratas– se desesperaba porque George Bush Jr. y los republicanos ganasen sistemáticamente las elecciones en Estados Unidos. Su conclusión, tras múltiples investigaciones, fue sencilla: manejaban mejor esos marcos de interpretación de la realidad, acercándose no solo a los conceptos que los votantes podían comprender mejor, sino incluso a su forma de comprender la realidad. Quizás con cierto prejuicio –admitido– por su propio filtro progresista, Lakoff estableció dos modelos: el padre autoritario vs el padre protector.
Los sesgos cognitivos determinan nuestra forma de ver el mundo: la gente, normalmente, llegará a la conclusión que ya quería llegar antes
Estos modelos establecían dos «tipos de familia» útiles para interpretar la realidad: para el primero, alguien que comete un delito es un criminal que debe ser castigado; para el segundo, quien comete un delito es una persona cuyo comportamiento debe ser corregido. No es difícil imaginar su aplicación en España, donde cualquier cuestión se filtra en función de las distintas «familias políticas», causando discusiones por temas en los que, a efectos prácticos, la gran mayoría está de acuerdo, como las macrogranjas.
Los sociólogos son bastante pesimistas: los sesgos cognitivos determinan nuestra forma de ver el mundo hasta el punto de que la gente, normalmente, llegará a la conclusión que ya quería llegar antes. Sea por polarización afectiva, por desechar los mensajes de portavoces que nos caen mal, o por nuestros propios marcos, todo parece resumirse en una sola cuestión: ¿cómo va a tener razón alguien que odia todo lo que yo valoro? Por estas razones (ocultas tras la polarización) somos capaces de opinar sobre un libro sin leerlo o insultar a alguien por unas declaraciones que no hemos escuchado.
Todo arroja ello resultados sorprendentes en un escenario tan complicado (y dispuesto a la polarización) como Israel y el «marco» del conflicto palestino. Algunos investigadores israelíes se trasladaron en 2013 a un pequeño municipio de su país donde ganaban los partidos calificados como «halcones» –aquellos que sostienen las opiniones más duras contra los palestinos– y los bombardearon con propaganda que les daba la razón: el experimento demostró que los sujetos moderaban o matizaban sus posiciones más extremistas cuando se enfrentaban a versiones de las mismas llevadas –sin saberlo– al absurdo. Cuando sus posturas más duras se veían superadas, por ejemplo, por mensajes que glorificaban la guerra como forma de crear héroes u obtener justicia, los sujetos daban un paso atrás en las mismas.
La estadística asegura que cuando somos capaces de cambiar de opinión, nuestra capacidad de enfrentarnos al mundo mejora, pero parece que la única forma de conseguirlo es, en efecto, extraña: ver de la forma más dura posible las consecuencias de nuestras opiniones más extremas.
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