Cultura

Los hijos de Atenea

La ciudad griega constituye hoy una de las piezas más elementales de la civilización occidental. En ‘Los hijos de Atenea’ (Acantilado), Nicole Loraux desgrana los mitos y las ideas que aún (a veces sin ser conscientes) forman parte de nuestro pensamiento.

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05
enero
2022

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Nacer ateniense: esta es la única condición necesaria para ser ciudadano de Atenas. La única vía para llegar a ser ateniense es la de ya serlo. Sin duda se trata sólo de una versión, la ateniense, de una definición de ciudadanía que fue extensamente aceptada en la antigua Grecia; pero ninguna ciudad griega la formuló con tanta radicalidad como la pólis democrática, porque en su rechazo de las categorías intermedias y de los grados de ciudadanía, la democracia postulaba el mismo estatuto para todos los suyos. Insistamos en ello: para hacerse el regalo de la democracia, un modelo pero también un lujo, Atenas tenía que velar por mantener una estrecha cerrazón del cuerpo cívico sobre sí mismo; más que nada, el nacimiento es un criterio de exclusión, y cuando los oradores atenienses deducen «la igualdad política establecida por la ley» de «la igualdad de origen establecida por la naturaleza», el historiador no resiste la tentación de invertir simplemente el orden de estas proposiciones. Al hacerlo, no habrá recorrido más que la mitad del camino –la más fácil–, ya que, si le interesa comprender cómo los atenienses podían pensar la ciudadanía en estos términos, debe restablecer ahora el orden del razonamiento ateniense y devolverle, aunque sea de modo controlado, la palabra a la ciudad.

La comunidad ateniense asegura su identidad a través de los mitos

Quizá les corresponde a los filósofos definir al ciudadano por el poder que ejerce; pero en la pólis sólo procura derechos ciudadanos la equivalencia imperativa entre ciudadanía y nacimiento. Para dar a esta constatación su formulación aristotélica, digamos que «se define usualmente al ciudadano como aquel que ha nacido de dos progenitores ciudadanos, y no de uno solo, padre o madre». Esta definición, «cívica y rápida», según dice el mismo Aristóteles, no excluye cierta dificultad, por poco que tratemos de remontarnos a su origen, y el filósofo observa no sin ironía que no existe desde esta perspectiva ninguna respuesta para la pregunta: «Y el tercer o cuarto antepasado, ¿cómo será ciudadano?», pues «la definición del ciudadano como nacido de un ciudadano y de una ciudadana no podría –dice– aplicarse a los primeros habitantes o a los fundadores de una ciudad». ¿El lenguaje del nacimiento se perdería al remontarse hacia el origen? Veámoslo. Sin duda alguna el lógos filosófico se complica, pero para hablar del origen existe, al servicio de la ciudad, un idioma en el que la familia es una metáfora de la pólis, en el que el parentesco sirve para nombrar la patria: me refiero al mito, a los mitos mediante los que una comunidad se asegura su identidad, reconociéndose a sí misma desde un principio.

Los mitos de origen de Atenas conforman el imaginario de la ciudad ateniense. Existe una primera serie de mitos para explicar el nombre de la ciudad que, sin otro recurso, los atenienses hacían derivar del de Atenea. Un primer relato dice que la diosa dio su nombre a la ciudad como consecuencia de un conflicto con Poseidón por la posesión del Ática, conflicto arbitrado por los propios atenienses –o por el rey primordial Cécrope– en beneficio de Atenea; nos interesa especialmente la versión de esta historia en que son las mujeres quienes toman la decisión, votando todas por la diosa, mientras que los hombres eligen a Poseidón; ya sabemos que siempre hay una mujer de más, y eso es lo que sucedió aquel día. Por un voto femenino de ventaja, Atenea conquistó el título de diosa políada. Otra narración cuenta que Erictonio, el autóctono nacido del suelo ateniense y «criado» por Atenea, puso nombre a la ciudad a partir del de la diosa.

Así, por un lado, tenemos a las mujeres; por el otro, a Erictonio. Las mujeres: privadas de todo poder en la ciudad histórica, y de las que el mito sólo nos cuenta su poder de antaño para quitárselo para siempre, precisamente en el día de su victoria; Erictonio: el autóctono, el rey fundador de la pólis gracias al cual el presente de la ciudad hereda sin rupturas el pasado inmemorial. Erictonio o la legitimidad que ya está establecida; las mujeres, vencidas en su victoria y privadas de cualquier nombre, tanto del que transmitían a sus hijos como, sobre todo, del de «las atenienses», que ellas habían contribuido a inventar. («¿Qué es una ateniense?». Para mayor satisfacción de Wilamowitz y de otros autores, el mito responde: «Algo que no existe»).

Por un lado Erictonio, por otro lado las mujeres: en el corazón de esta asimetría, atrapado entre las ciudadanas humilladas y el feliz inventor de lo político, se encuentra el nombre de Atenas.

Pero sobre todo se encuentra Atenea, a la que estrechos lazos unen a la vez con el autóctono ateniense y con la «raza de las mujeres», por intermedio de quien fue su antepasada: Pandora. En cuanto que divinidad políada, Atenea protege a la criatura real nacida del suelo ático; como diosa dotada de mêtis, dispone con cuidado el atuendo seductor de la primera mujer y la sitúa junto al telar. Ahora bien, no resulta indiferente para nuestra argumentación que, sobre la Acrópolis de Atenas, el primer ateniense y la primera mujer, pareja en apariencia asimétrica, ocupen el mismo lugar, a los pies de la diosa y bajo su protección: al describir la estatua crisoelefantina de Atenea Partenos, Pausanias observa de un solo vistazo que a sus pies hay una serpiente que «sería Erictonio» y que «en la base de la estatua está esculpido el nacimiento de Pandora […], la primera mujer, pues antes de su nacimiento […] la raza de las mujeres no existía».

Por un lado Erictonio, por otro las mujeres: atrapado entre las ciudadanas humilladas y el feliz inventor de lo político, se halla el nombre de Atenas

No sorprende en absoluto la presencia de Erictonio sobre la colina sagrada donde las Panateneas celebran periódicamente su nacimiento. La de Pandora sorprende al principio: porque entre la mujer, ese artificio, producto de una operación artesanal, y el autóctono, enraizado en el mismo suelo que lo ha traído al mundo, la distancia parece irreductible: porque es cierto que la primera mujer funda un génos, pero no es de ninguna ciudad, o por lo menos ninguna otra ciudad griega parece haber querido apropiárselo. También, para justificar la presencia de Pandora en la Acrópolis, se buscó lo que puede relacionar su «nacimiento» con el de Erictonio y lo que puede naturalizarla como ateniense. No era demasiado difícil demostrar que estos dos nacimientos fuera de lo común están unidos por la intervención de una pareja divina, la de Hefesto y Atenea, y que al colocar a Erictonio y a Pandora a los pies de la diosa, Fidias buscaba ilustrar la estrecha solidaridad, en Atenas, entre el Artesano y la Partenos. Más compleja resulta la figura propiamente ateniense de Pandora: ¿es una mujer-artificio o una diosa-madre? Se halla inscrita en la genealogía real de Atenas, pero ¿a qué eslabón de la cadena está unida: a Cécrope o a Erecteo? No entraré en estos debates irresolubles, pues la cuestión se refiere menos a Pandora (que no se menciona aquí a título personal, sino como antecesora del linaje femenino) que a Pandora y Erictonio, la pareja, bien o mal avenida, que expresa la asimetría ateniense entre los ciudadanos –ándres Athēnaîoi– y «las mujeres».

Los atenienses frente a las mujeres: el dêmos Athēnaíōn que encarna la ciudad frente al génos gynaikôn, cuyo fantasma la tragedia toma prestado de buen grado de Hesíodo. Estableciendo como objetivo esta disimetría, inscrita tanto en los mitos de origen como en el espacio religioso de la ciudad, quisiéramos tratar de sustraer la persistente pregunta del «estatus de la mujer en Atenas» de la encrucijada jurídico-sociológica en la que periódicamente desemboca. Si la oposición entre lo masculino y lo femenino estructura la sociedad ateniense, si la ciudad democrática ha intentado dar una interpretación en primer lugar política de la división de sexos, le correspondía al mito ofrecer a esta división desigual la sanción de lo inmemorial: operación imaginaria al tiempo que cívica. Pero además, entre la creencia en la autoctonía, mito fundador de la ciudad de los hombres, y la necesaria integración de las mujeres en la pólis, entre la celebración del antepasado Erictonio y la aparición de la primera mujer en la Acrópolis, el imaginario cívico elabora la figura de Atenea, pues, ¿quién mejor que el epónimo de Atenas, diosa virgen e hija sin madre del padre de los dioses y de los hombres, podría conferir unidad a ese complejo mítico que fundamenta la ortodoxia ateniense en materia de nacimiento y de ciudadanía?


Este es un fragmento de ‘Los hijos de Atenea. Ideas atenienses sobre la ciudadanía y la división de sexos‘ (Acantilado), por Nicole Loraux.

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