Sociedad

El ruido de una época

En ‘El ruido de una época’ (Gatopardo), Ariana Harwicz se adentra en la creación del arte y en la doble moral y el carácter engañoso que, a veces, lo envuelve en la actualidad.

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15
septiembre
2023

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Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir hay que vivir. Me doy cuenta ahora hasta qué punto primero hay que lanzarse a la vida, olvidando la escritura, para después lanzarse a escribir, olvidando la vida. Escribir es ante todo una operación temporal, como la música. Escribir es más que vivir, es vivir dos veces. O es menos que la vida, es una relación especular, oblicua, distorsionada. Por eso, a veces un texto nos hace llorar. Pero el mérito de la emoción no es literario, el mérito es todo de la vida. Y viceversa.

Hay una reconversión forzosa en la literatura: una inquisición. Se está reescribiendo la literatura infantil y se está reescribiendo la historia, un revanchismo en el que opera una instrumentalización de las minorías. La ubican a Marguerite Duras como una mujer oprimida cuando no lo fue, cuando dijo que no era feminista y no creía en las etiquetas, al igual que Yourcenar. Y, aun así, Duras fue una mujer crucial en su época. Le cambian el nombre a George Sand por su nombre femenino de nacimiento, Amantine-Aurore-Lucile Dupin, pero George Sand decidió ser del tercer sexo, ni hombre ni únicamente mujer, como la apodó Flaubert. Eso es ir contra la voluntad del autor. Se buscan traductores afrodescedientes para traducir a autores afrodescendientes, no binarios para traducir a no binarios. Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo. Es una clasificación de la que huyeron horrorizados en el siglo XX y que hoy estamos, colaboradores mediante, retomando en el arte. Vaciar el lenguaje de violencia es imposible.

Lo mejor que le podría pasar a un artista es asumir sus contradicciones, su doble cara, su doble moral. «Me declaro antiburgués pero no arriesgo nada y acumulo poder». «Hago películas a favor de la justicia, pero soy violento con mis compañeras.» «Soy feminista, pero me ensaño con las mujeres». «Soy humanista, pero el antisemitismo no me parece tan mal». Y así con todos, uno a uno.

Lo mejor que le podría pasar a un artista es asumir sus contradicciones, su doble cara, su doble moral

Escribí una novela del siglo XXI y fracasé. La destruí, aunque quedan los escombros. Los nuevos personajes duermen casi sentados, los acostados están muertos, hay humo, liebres destripadas cuelgan de la chimenea. Para pertenecer a su época, una novela tiene, sobre todo, que no ser de su época. Para encontrar la escritura, a veces hace falta no escribir, no conocer el argumento, ni el personaje, ni la trama, ni la intriga. No escribir sino buscar el deseo de la escritura, la búsqueda de ese deseo ya es un procedimiento literario. La lengua que se arma en ese deseo único no existe antes ni después, no fue creada. Como dijo Vladímir Mayakovski: «Ya tengo la novela, ahora solo falta escribirla».

No deberían dar un premio literario a un escritor/a por sus compromisos políticos públicos, por su anuncio de defensa de los derechos humanos. Lo público es un engaño. Beauvoir y Sartre tiraron a la boca de los nazis a su joven amante judía y juguete sexual, Bianca Bienenfeld. Neruda, comunista y luchador, dejó morir de hambre a Malva Marina, su hija con hidrocefalia, a la que llamaba «el monstruo de tres kilos». Malraux, héroe francés, llamó a su odiada hija Florence «el objeto». «El artista ha de empezar su obra con el mismo ánimo que un criminal», dice Degas. «Cuando empiezo a escribir, el mundo se convierte en mi enemigo», dice Kertész.

Cuando periodistas, presentadores y editores de cada festival y encuentro literario de diversos países ponen el acento en que somos «escritoras mujeres + nacidas en los setenta + latinoamericanas», lo que buscan es alienarnos. Se nos reúne bajo un mismo lema, un gremio, una condición, un cupo: el combo de ser mujeres, de una misma generación y latinas. Eso puede parecer una política de apoyo, de visibilidad, de inclusión y de justicia frente a siglos de borrado de la mujer en todos los ámbitos, y en un principio pudo ser así. Hoy creo que ese discurso, omnipresente y totalizante, es contrario a la valoración de una lengua, de una obra, de un universo de ficción. La única condición de un escritor, de la generación, cultura y época que sea, es la de ser único e irreductible.

Extrañamente tengo conciencia de ser escritora todos los días. Lo siento cuando leo, cuando escucho música, cuando respondo a una entrevista o manejo por el campo de maíces y viñedos. Salvo cuando escribo. Cuando escribo no soy escritora, no sé qué soy, pero escritora no.


Este es un fragmento de ‘El ruido de una época’ (Gatopardo), por Ariana Harwicz.

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