Opinión

La muerte del hipster

La última novela de Daniel Gascón, ‘La muerte del hipster’ (Random House), constituye una parodia sobre el desencanto de la vida moderna, pero también una mirada corrosiva sobre el errático rumbo que en ocasiones parecen tomar nuestras comunidades. La vida del protagonista, un ‘hipster’ que debe hacer frente a los urbanitas que huyen de la ciudad asolada por la covid, sirve de espejo de los sucesos que han modelado España durante los últimos años, como la pandemia o el desafío secesionista.

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Carla Lucena
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07
enero
2022

Ilustración

Carla Lucena

Sonaban las campanas de la iglesia. El cielo era claro, sin sol. Recordé la primera vez que había oído el toque de difuntos en La Cañada. No sabía lo que era, mi tía me lo explicó.

—¿Quién se ha muerto? –le pregunté.

—Nada, uno de La Zoma –contestó.

Pero estas eran otras campanas. Me hice el nudo de la corbata con una habilidad inesperada, se notaban los youtubes que había visto en el Pozo de las Eras. Un gesto burgués, un gesto que no habría creído posible poco antes. Pero la vida está llena de esas cosas: ahí tienes a Pablo Iglesias en un coche oficial, o a Trotski defendiendo las políticas de Stalin, que había encargado matarlo, delante de Simone Weil, que lo acogía en el piso familiar. Al principio parecen imposibles, y luego una serie de decisiones o azares lo hacen inevitable. (Si escribo un libro, aquí meteré una reflexión sobre el libre albedrío, creo que está bien traído).

Desde la ventana se veían las casas –muchas vacías o solo ocupadas en verano–, se distinguían los campos, al fondo se intuía el huerto colaborativo de Valdepinar (una modesta pero valiosa apuesta por un nuevo modelo económico y de relación con la naturaleza), se vislumbraban las estribaciones de la sierra y, ahora sí, empezaba a salir el sol detrás del Cabezo Budo. Hice una nota mental: ¿aprovechar ese nombre para un hermanamiento budista? ¿Un monasterio frente a Santa Ana, con actores que huían de todo para encontrarse a sí mismos, ejecutivos en crisis como Don Draper al final de Mad Men y Leonard Cohen antes de volver a los escenarios porque le robó su representante?

«La pandemia ha devastado el país, pero no voy a desanimarme por eso: uno debe acostumbrarse a convivir con la frustración»

Esa idea, innovadora y algo alocada, mostraba cómo habían cambiado las cosas. Habían quedado atrás unas semanas difíciles, en las que La Cañada había vivido lo que mi tía llamó un chandrío de mil pares de narices y dos politólogos de Harvard, Aravaca, denominaron una crisis constitucional.

Estaba relativamente contento de nuestros avances. La pandemia ha devastado el país, pero no voy a desanimarmGe por eso. Uno debe acostumbrarse a convivir con la frustración, y unos años como seguidor del Real Zaragoza y toda una vida de voto a partidos de izquierda me han fortalecido en ese aspecto. Los problemas que llegaban eran cuestiones más bien cotidianas, relativamente fáciles de resolver. Mohamed se negó a ser el responsable del área de diversidad, por ejemplo, por- que decía que estaba harto de los moros y de los rumanos y no se fiaba de ellos. Era una pena, era mi candidato ideal, no solo porque fuera el único extranjero, sino por su personalidad afable y tolerante. Al final se lo propuse a la farmacéutica, que era de Huesca, y seguimos manteniendo el espíritu inclusivo. Por lo demás, al margen de la pandemia, la vida transcurría más o menos como siempre había transcurrido en el Maestrazgo, apaciblemente, entre la emergencia climática, la crisis económica y la extinción demográfica.

Pensamos crear una Oficina de Estrategia y Prospectiva a treinta años vista, con una Secretaría de Relaciones Exteriores con la Comarca y el Resto del Planeta, para afrontar los retos más inmediatos, pero en el pleno del ayuntamiento cambiamos de idea y decidimos denominarla Que Nos Quiten Lo Bailado.

Los problemas territoriales habían comenzado mucho antes, para algunos se remontan a la parte alta de la Baja Edad Media y para otros a la parte baja de la Alta Edad Media, pero para mí comenzaron de la manera acostumbrada: Juan el Garroso haciendo manspreading en el trinquete, debajo del ayuntamiento, y chasqueando la lengua al verme pasar.

—Hala, maño, que ya tienes faena.

Lo dijo con la sonrisa que indicaba simultáneamente que teníamos un problema serio y que a él eso le divertía. No era mala intención, formaba parte de la idiosincrasia local. No obstante, aunque yo soy una persona pacífica, partidario de la negociación y el consenso, e incluso gané dos años consecutivos el premio a la empatía de mi grupo de «amigxs», lo que me permitió invitar a unas rondas en el Pavón, algunas veces, después de ver esa sonrisa burlona, somarda, donde los ojos se cerraban en la imitación de un guerrero mongol y la comisura del labio descendía como el gráfico de las ventas de un periódico, soñaba con que le obligaba a comerse los zapatos, mientras le quitaba la boina y le clavaba los nudillos en la calva hasta reabrirle la fontanela.

Naturalmente, sabía que no encontraría ninguna información en el ayuntamiento. Como otras veces, sabía que el mejor lugar para enterarme era el bar.

—Mira, coño –me dijo Javier, enseñándome el móvil, un Nokia.

—¿Eso qué es?

—La Garganta de la Fuencalién –dijo Joaquín.

—Donde Alejandro el Manso.

—¿Magno?

—No, el Manso, que lo llamamos así porque tiene muy mala hostia. Donde los quesos. La zona de la Rambla.

—Ah, sí, claro. Es bonito, ¿no?

—¿No ves esa bandera?

—Sí –dije.

Me parecía igual que la bandera de La Cañada. La imagen nevada de las montañas, la cabeza aplastada de un árabe en recuerdo de la Batalla de Aldeamocha, cuatro bastos verdes que a mí me parecía que simbolizaban el compromiso secular de La Cañada de Azcón con la sostenibilidad.

—Mira el tercer basto. Es un poco más amarillo.

Me fijé. Costaba un poco, pero era cierto.

—Es la bandera independentista de las Masías.

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