Opinión

El fetichismo de la alteridad

Debemos dejar de mirar a ‘el otro’ como algo meramente metafísico y prestar atención al problema del prójimo en el sentido literal: es decir, el próximo, aquel con el que diariamente compartimos ascensor o con el que nos afanamos en celebrar un conflicto en el trabajo.

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19
enero
2022

El mercado de las ideas no es distinto de cualquier otro. En el terreno ideológico-conceptual, la oferta y la demanda también se encuentran atravesadas por las modas, las tendencias, las burbujas o incluso las grandes quiebras. Así, ideas que hace años cotizaban al alza hoy son mercancía de chamarileros y antiguas palabras clásicas con las que nadie contaba hasta hace muy poco, ahora vuelven a cobrar una enorme vigencia y valor.

En un tiempo en el que todo es político, Hanisch dixit, es paradójico que sea precisamente la política o alguna de sus connotaciones remotas las que sirvan para revalorizar el uso –y hasta el desgaste– de algunos conceptos. Las causas morales y el buen nombre que siempre brinda el pretendido cuidado del bien común son al mundo de los conceptos lo que el green washing es al universo corporativo. Pura cosmética.

«La alteridad tiene una sonoridad inequívocamente bella»

Entre las muchas palabras que hemos visto crecer en el último siglo, y aún ganar protagonismo en décadas recientes, merece una especial mención la ‘alteridad’. Tiene una sonoridad inequívocamente bella, un étimo latino (alter) que le provee de cierta dignidad y, sobre todo, una originalidad genuina por cuanto parece enfrentarse a los dominios egoístas que desde la Modernidad cartesiana se afianzaban en los dominios de la primera persona del singular. La alteridad, sin embargo, hace referencia a aquello otro que no somos. Incluso, y esto es más relevante, a aquellos otros entre los que no nos reconocemos.

Sabemos que el uso de un concepto sufre inflación cuando se presenta antecedido de la expresión ‘el problema de’. Así, ya casi nadie piensa «el cuerpo», o «la materialidad», sino «el problema de la corporalidad» o «el problema de la materialidad». La estrategia es especialmente hábil para dotar de prestigio o complejidad a aquello que, en principio, y para el gran común de los mortales, resulta más o menos claro.

«El otro, la mayor parte de las veces, no es más que ese vecino que vota a un partido que desprecías; con ese es con quien deberíamos medir nuestra ambición moral»

La alteridad, o en su defecto, el-problema-de-la-alteridad, partió de una preocupación urgente y legítima, pero corre el riesgo de haberse convertido en el enésimo fetiche verbal de nuestra época. Así, en una herencia no siempre explícitamente religiosa, distinguimos en la literatura filosófica expresiones como «lo absolutamente otro» o «lo infinitamente otro» para subrayar fenómenos tan obvios como que hay otros que no se nos parecen.

Ese lenguaje, que pendula entre el cálculo infinitesimal y la catequesis, corre el riesgo de sublimar un problema, que es lo que los filósofos suelen hacer para no encontrarle solución alguna. El otro siempre es remoto, inasible, inclasificable, marginal, irrepresentable… hasta el punto de que uno casi prefería respetar su condición inefable y dejar de hablar de ello.

No busquemos tan lejos. Cada vez desconfío más de esa alteridad geográfica o metafísicamente remota y me interesa más el problema del prójimo en sentido literal: es decir, el próximo, aquel con el que diariamente compartimos ascensor o aquellos con los que nos afanamos en celebrar un conflicto en el trabajo. El otro, las más de las veces, solo es ese vecino de escalera que vota a un partido político al que desprecias. Y es con ese, sobre todo con ese, con el que deberíamos medir nuestra ambición moral. La verdad, a veces, es así de gris.

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