Siglo XXI

La nueva conquista del espacio

El turismo espacial se ha convertido en una de las principales atracciones para millonarios de la talla de Jeff Bezos o Elon Musk. Y no solo eso, sino que cada vez son más los que se apuntan a la aventura. Sin embargo, los altos precios de los viajes y la contaminación asociada a los lanzamientos hacen que soñar con la Luna sea únicamente eso: un sueño al alcance de quien lo pueda pagar.

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Carla Lucena
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22
diciembre
2021

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Carla Lucena

¿Se imagina brindando con un Martini –ya sea seco, agitado o revuelto– mientras observa el amanecer desde el espacio? ¿Y contar los cráteres de la Luna como si fueran pecas dispuestas en la espalda de su pareja? En un futuro no muy lejano, incluso los paseos podrían no estar sometidos a la fuerza de la gravedad, esa atracción que ancla irremediablemente nuestros pies en el suelo. Lejos de ser una ilusión, esta descripción encaja con un nuevo tipo de entretenimiento que coge cada vez más fuerza: el turismo espacial.

Algunos magnates, como el fundador de Amazon, Jeff Bezos, o el multimillonario Richard Branson, ya han sucumbido ante la posibilidad –hasta hace poco, ficticia– de viajar por ocio al espacio. En julio de este mismo año, con apenas unos días de diferencia, ambos dieron una breve vuelta en sus respectivos cohetes supersónicos, dando así el pistoletazo de salida a una nueva era de viajes cósmicos. Una industria que, además, ve cómo día a día crece la lista de pasajeros dispuestos a embarcarse en la aventura que ofrecen cada vez más compañías.

Soñar con la Luna… en la Luna

Space Perspective es una de las empresas que realizan estos vuelos. Concretamente, ofrece una estancia de seis horas en la estratosfera, dentro del interior de un globo futurista en el que hasta ocho personas pueden observar el paisaje espacial –y el amanecer más deslumbrante del universo– desde la comodidad de un bar. Además, las naves cuentan con conexión a internet para que los clientes puedan publicar las imágenes en redes sociales. Después de pagar 125.000 dólares por persona por una experiencia de unas pocas horas, ¿quién no querría colgar su selfie en Instagram? Aunque todavía están en fase de prueba, la compañía prevé realizar los primeros viajes comerciales a finales de 2024.

Bezos ha anunciado que las ganancias por sus viajes suborbitales ya alcanzan los 100 millones de dólares

En la competencia se encuentra la empresa Blue Origin –propiedad de Jeff Bezos–, que, tal como explica en su página web, «fue fundada con la visión de posibilitar un futuro en el que millones de personas vivan y trabajen en el espacio para beneficiar a la Tierra y preservarla». No obstante, tras el regreso de Bezos de su primer viaje espacial –y de ciertos sucesos desafortunados, como la polémica dedicatoria del viaje a los empleados y clientes de Amazon–, algunas autoridades, como el congresista demócrata por el estado de Oregon, Earl Blumenauer, se manifestaron en contra y reclamaron una mayor responsabilidad. «Los viajes al espacio no son unas vacaciones libres de impuestos para los ricos. Pagamos impuestos por los billetes de avión. Los multimillonarios que vuelan al espacio –sin producir valor científico– deberían hacer lo mismo y algo más», exigió el congresista. Sin embargo, a pesar de las críticas, la demanda por estos viajes es tan alta que el mismo Bezos ha anunciado que las ganancias por sus viajes suborbitales –es decir, que superan la atmósfera, pero no circunvalan el planeta por completo– ya alcanzan los 100 millones de dólares.

Otro indiscutible promotor de la conquista espacial es el magnate británico Richard Branson, que cuenta con el firme objetivo de «hacer del espacio un lugar más accesible para la humanidad». Su empresa, Virgin Galactic, probablemente la más popular tras Blue Origin, ofrece un viaje (también suborbital) por el «módico» precio de 450.000 dólares. Al parecer, la solicitud para participar en estos viajes ha sido también tan alta que para el segundo vuelo el coste se incrementó en más del doble.

El precio de un vuelo espacial de pocas horas puede alcanzar el millón de dólares

SpaceX, de Elon Musk, es otra de las opciones disponibles en este peculiar mercado. El multimillonario sudafricano, director general de Tesla, también se ha unido a la carrera espacial. La empresa ofrece vuelos a la Estación Espacial Internacional y a la Luna, aunque baraja la posibilidad de viajar a Marte en el futuro. Entre sus innovadoras naves se hallan un cohete orbital, el Falcon 9, con más de 120 lanzamientos, y el Falcon Heavy, «el cohete más poderoso del mundo», tal y como ellos mismos lo anuncian. Los precios, aunque variables, alcanzan la estimación aproximada de un millón de dólares.

Orion Span es otro de los nombres que resuenan con fuerza en esta nueva industria. Esta empresa californiana captó la atención mediática por los precios que pedían para una estancia de seis días en el hotel espacial Aurora Space Station: 9,5 millones de dólares por persona con una previa señal –reembolsable, claro– de 80.000 dólares.

Una contaminación desorbitada

Además de los precios inasequibles para el grueso de la población mundial, todo apunta a que la contaminación que genera un cohete supera con creces a la de cualquier otro medio de transporte hasta ahora conocido. Sin embargo, Didier Schmitt, coordinador de exploración humana y robótica de la Agencia Espacial Europea (ESA), sostiene que es una cuestión de perspectiva. «Sí, contaminan, ¿pero comparado con qué?», cuestiona el experto, que insiste en hacer una distinción entre los diferentes tipos de cohetes y de viajes.

Respecto a los de tipo suborbital, sostiene que tienen niveles de contaminación equiparables a los que genera cualquier avión en un trayecto transatlántico. Es decir, proporcionalmente poco si se compara con lo que contaminan todos los vuelos aéreos anuales.

El problema, detalla, está en los vuelos orbitales: solo se pueden realizar con cohetes más grandes, que consumen 50 veces más energía que una nave más pequeña que hace viajes suborbitales. Se debe, en general, a que para salir de la estratosfera se necesita alcanzar velocidades enormes –cerca de ocho kilómetros por segundo– que exigen una enorme cantidad de energía.

Ahora bien, el experto sugiere también mirar con lupa estos datos. «El número de esos lanzamientos orbitales al año es, como mucho, de uno o dos; por ahora es muy bajo en comparación a los que, por ejemplo, hace China –aproximadamente unos 40– para poner satélites en el espacio», cuenta Schmitt.

Los viajes orbitales contaminan hasta 100 veces más que un vuelo comercial de cualquier aerolínea

Muchos titulares en la prensa internacional, tras los recientes viajes de Bezos y Branson, destacaron que esos viajes pueden contaminar hasta 100 veces más que un vuelo comercial de cualquier aerolínea. Sin embargo, para el experto, esa afirmación es fruto de la confusión: «Solo los viajes orbitales contaminan de esa manera. Los suborbitales, en cambio, contaminan lo equivalente a un jet privado; es decir, muchísimo menos. Recordemos además que, al año, se realizan cerca de 40 millones de vuelos comerciales». Y recuerda: «Hay que ponerlo todo en perspectiva».

Se refiere también al carácter ético de estas prácticas: «Si los poseedores de fortunas, que no son muchos, hacen un viaje turístico al espacio y, después, aportan algo al planeta, entonces nadie los cuestionaría. El problema viene cuando solo lo hacen por diversión y no generan ningún tipo de compromiso con la ciencia o el cuidado medioambiental».

Según Schmitt, otro de los grandes mitos que se ha generado a raíz del boom de estos viajes es el que dibuja como una posibilidad real la opción de abandonar una Tierra devastada por el desarrollo insostenible y el cambio climático para ir a vivir a otro planeta o, sencillamente, al espacio.

«Ese es un mensaje muy peligroso, porque significaría que únicamente los ricos podrían escapar de los desastres inevitables. Sin embargo, también es una idea falsa, porque da por sentado que poblar un planeta como Marte es algo a considerar y eso, por el momento, es algo imposible», opina.

«¿Por qué querríamos que los grandes multimillonarios estuviesen divirtiéndose en otro planeta? ¿A quién beneficia? Eso es exactamente lo que tenemos que preguntarnos. Costaría billones de euros llevar a cabo algo semejante, cifras de dinero inimaginables. Planteárselo significa entrar en el terreno del debate ético y sociológico», defiende, y explica que las motivaciones de las agencias espaciales dedicadas a la investigación son muy diferentes: «Cuando nosotros preparamos nuestras misiones, lo hacemos con un objetivo científico muy importante: queremos saber cómo fue la vida en ese planeta, descubrirla, y conocer cómo ha evolucionado. Nos interesa descubrir por qué se convirtió en un planeta seco y frío en comparación con la Tierra. Queremos saber qué fue lo que sucedió allí. Son interrogantes y asuntos científicamente fundamentales».

Las discrepancias existentes entre los dos tipos de viajes espaciales no implican que investigación y ocio no puedan congeniar en un futuro. Al revés: según expone Schmitt, podría resultar ampliamente beneficioso. «Estoy seguro de que, en el futuro, las estaciones espaciales turísticas también querrán hacer investigación y, de ser eso posible, entonces esta nueva forma de turismo sí que podría ser algo más estructurado y productivo», asegura.

En esta línea, el experto plantea otro de los retos asociados a esta manera de hacer turismo: el de la desigualdad. Basta fijarse en los lanzadores que tiene Estados Unidos, mucho más baratos que los europeos. «Necesitamos crear programas que ayuden a que los costes de nuestros lanzadores sean más bajos para que, así, podamos continuar nuestras investigaciones y exploraciones», urge Schmitt. Eso no significa que la demanda de astronautas europeos que esperan su oportunidad de conocer el espacio sea baja. De hecho, se estima que actualmente hay cerca de 22.000 candidatos. No obstante, aunque se trata de una señal positiva, síntoma de que las nuevas generaciones se sienten atraídas por el espacio, la excesiva demanda contrasta con una escasez de infraestructuras. Un problema que podría dejar al continente fuera de la nueva –y atractiva– carrera espacial.

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