Opinión
Contaminar es de pobres
No es casualidad que 49 de las 50 ciudades más contaminadas del mundo estén en Bangladés, China, India y Pakistán. En esos países, la mayoría de las personas aún orbitan en torno a la subsistencia más elemental y eso de la ecoansiedad lo consideran un lujo que solo se pueden permitir los adolescentes ricos del norte de Europa.
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En este mundo tan Instragram, donde los emojis sustituyen a las palabras y las consignas simpáticas nublan la razón, Greta Thunberg, esa adolescente que ha sufrido un martirio posmoderno que alguien ha denominado ecoansiedad, se nos aparece como una Juana de Arco de la emergencia climática a la que algunos sofocados conspiranoicos quieren ver arder en la pira del negacionismo y la crispación. No me malinterpretéis, por favor, no es que uno le reste importancia a la conveniencia de movimientos tan entusiastas como los Fridays for Future –igual que tampoco se la quitaría a la influencia de las bienaventuradas encíclicas papales–, pero, como norma general, ante los arrestos moralizantes o justicieros, uno sigue prefiriendo la ilustración de la ciencia, que, en este caso, conviene decirlo, avala abrumadoramente los discursos de la joven sueca y del papa Francisco, quien, desde su despacho vaticano, también quiere, como los ejecutivos de BlackRock, surfear la cresta de la ola de la sostenibilidad.
No nos quedaba otra. Tocaba hacer de la necesidad virtud y nos hemos puesto a acelerar esto de la transición ecológica, pero aún no le salen las cuentas a ningún observador global. No es casualidad que 49 de las 50 ciudades más contaminadas del mundo estén en Bangladés, China, India y Pakistán. En esos países, la mayoría de las personas aún orbitan en torno a la subsistencia más elemental y eso de la ecoansiedad lo consideran un lujo que solo se pueden permitir los adolescentes ricos del norte de Europa. Después de todo, la depresión apenas existía en la era preindustrial: entonces, la mayoría de los paisanos llegaban tan exhaustos a su hogar que no daba lugar a que el sueño de la razón produjera monstruito alguno.
«El progreso es siempre ambivalente; lo que crea suele formar parte de una destrucción»
Es verdad, desde luego, que no facilita las cosas que el cambio climático sea, como la covid-19, un enemigo invisible, de esos que solo advertimos cuando se ha atravesado un punto de no retorno y empieza a causar estragos sin parar. Pero ese reclamo vital –el de subsistir y progresar– no es obviamente exclusivo de países como Bangladés o Pakistán; acaba por ocurrir lo mismo en naciones con un buen PIB, altas ventas de Prozac y sensibles bolsas de desigualdad. En Francia, como sabemos, la chispa que prendió la mecha de la violencia de los chalecos amarillos fue un impuesto medioambiental al diésel, mientras que en España una de las razones por las que probablemente Manuela Carmena perdió el Ayuntamiento de la capital fue por su apuesta por Madrid Central, que reducía la contaminación a la vez que impedía a los trabajadores del extrarradio moverse por el cogollo de la ciudad con esos destartalados vehículos que apestan a CO₂.
El progreso es siempre ambivalente; lo que crea suele formar parte de una destrucción. Cuando uno escucha entre líneas a Greta Thunberg o a Íñigo Errejón, no puede dejar de oír, por mucho que repitan el escurridizo mantra de la transición justa, que eso de contaminar es cosa de pobres. Una ordinariez propia de analfabetos y de la escoria redneck.
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