Internacional

La caída de Bagdag

En ‘La caída de Bagdag’ (Anagrama), el periodista John Lee Anderson sigue las andanzas de un grupo de iraquíes a lo largo de un épico momento de la historia: desde el miedo bajo la bota de Sadam Husein hasta la polémica asunción del poder por parte del ejército norteamericano, pasando por el estallido de la guerra.

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18
noviembre
2021

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Nasser al Sadún vivía en un chalet apartado, de piedra caliza, en las afueras de Ammán, la capital de Jordania, con su mujer, Tamara, sus dos pastores alemanes y una criada cingalesa llamada Daphne. Desde su casa disfrutaban de una espléndida vista, hacia el oeste, de las onduladas colinas rocosas punteadas de olivos y pinos achaparrados. Más allá de la última colina el terreno desciende hacia la profunda hondonada del gran valle del Jordán, allí donde el río Jordán y el Mar Muerto marcan la actual frontera con Israel. La primera vez que le visité, pocos meses antes del inicio de la guerra de Irak, a principios de noviembre de 2002, Nasser me mostró con orgullo el salón de la vivienda, que estaba decorado con viejos mosquetes, espadas, hachas de guerra y otras reliquias de familia. Me enseñó también dos de sus pertenencias más preciadas: dos yelmos de bronce rematados con púas que databan de las guerras islámicas del siglo VII, acaecidas después de que el profeta Mahoma proclamara el nacimiento del islam en 610 d. C.

En un aparador había una fotografía personal del último monarca iraquí, el malhadado Faisal II, descamisado y sonriente mientras practicaba el esquí acuático, tomada poco antes de su asesinato, junto con la mayoría de sus familiares, durante la revolución de 1958. De las paredes colgaban retratos enmarcados de otros antepasados ilustres –jeques, pachás y comandantes de la guardia real, todos barbudos y todos luciendo túnicas gallardas y armados con dagas– de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando Irak todavía era conocido como Mesopotamia.

Hombre apuesto y de cabellos plateados, Nasser desciende de un legendario clan suní cuyos jeques poseían reinos propios, el clan Muntafiq, que habían gobernado casi todo el Irak meridional durante cuatro siglos. Un tío abuelo suyo fue cuatro veces primer ministro de Irak a principios del siglo XX, mientras que su abuelo, nacido en Daguestán, había sido comandante del ejército real. Nasser también es descendiente directo –el trigésimo sexto, por línea directa– del profeta Mahoma. Comentó jocosamente que el fallecido rey Husein de Jordania, pariente lejano suyo, «era solo el cuadragésimo tercero». Nasser se tomaba con un buen humor compungido la decadencia y caída de su familia, que atribuía a cierta lamentable tendencia a tomar siempre decisiones erróneas.

«El resultado del referéndum fue entusiásticamente proclamado: el dictador había obtenido un contundente 100% de los votos»

–Nuestros dominios en el sur de Irak eran más grandes que Inglaterra y Gales juntos. Pero cometimos el error de aliarnos con los turcos en contra de los británicos, lo que nos costó las tierras y el poder, y nuestro territorio fue repartido entre otras tribus… Uno de mis abuelos conquistó Kuwait, estuvo allí unos días y se marchó diciendo: «No vale la pena quedarse.» Eso fue pocos años antes de que en Kuwait descubrieran petróleo.

Nasser soltó una risita y levantó las manos en señal de fatalismo, sin que su expresión mostrara el menor rastro de amargura. Durante la ascensión al poder de Sadam Husein, a principios de los años setenta, Nasser y su esposa, Tamara Daghestani, que también es su prima hermana, se trasladaron a Jordania por invitación del príncipe heredero Hassan, y no volvieron a Irak. Tamara se quedó embarazada y tuvo un hijo, mientras que Nasser, ingeniero de profesión, que en Bagdad había sido uno de los responsables de la central eléctrica Al Dura, encontró empleo en la compañía eléctrica de Jordania y, más tarde, como asesor de la Arab Potash Company, en la que trabajó hasta jubilarse, pocos años antes de que yo le conociese. Sin embargo, seguía en activo como miembro del consejo directivo de la empresa y continuaba conduciendo un Mercedes de la Potash Company. Aunque no era rico, gozaba de una posición desahogada y parecía bastante contento con su suerte. Una vez al año, Tamara y él viajaban a Londres para visitar a amigos y familiares, y Nasser aprovechaba la ocasión para comprar libros agotados sobre Irak en las librerías de vie- jo de la ciudad.

Recién llegado de una visita a Irak, le hablé a Nasser de lo que allí había visto. Yo había estado cubriendo el denominado referéndum de lealtad organizado por Sadam, en el que millones de iraquíes habían sido transportados en masa a los colegios electorales de todo el país con la orden de marcar la casilla del sí o del no en las papeletas que aprobaban la ampliación del mandato de Sadam durante otros siete años más. El día de la votación lo pasé en Tikrit, la ciudad natal de Sadam, y allí vi a grupos de hombres que bailaban y gritaban: «¡Sí, sí, sí a Sadam!», y luego se hacían un corte en el dedo pulgar con una hoja de afeitar a fin de marcar las casillas del sí con su propia sangre. Pregunté a uno de los funcionarios a cargo del colegio electoral cuál creía que sería el porcentaje de votos a favor.

–Todos –respondió, sin dudarlo.

–¿Por qué? –le pregunté.

Porque el pueblo ama a Sadam Husein –explicó–. Porque Sadam Husein es nuestro espíritu, nuestro corazón y el aire que respiramos. Sin ese aire, todos moriremos.

El resultado del referéndum fue entusiásticamente proclamado esa misma noche por el ministro de Información de Sadam: el dictador había obtenido un contundente cien por cien de los votos. Uno o dos días después, Sadam expresó su gratitud por la lealtad del pueblo iraquí ordenando la inmediata puesta en libertad de todos los presos del país, excepto los condenados por espionaje para Estados Unidos o la «entidad sionista», Israel. Fui corriendo a Abu Ghraib, la prisión más grande y conocida de Irak, cerca de la ciudad de Faluya, y presencié cómo miles de reclusos atónitos, algunos de los cuales llevaban muchos años en la cárcel, salían tambaleándose de aquel agujero infernal hacia el tumulto de personas que gritaban y lloraban buscando frenéticamente a sus familiares.

Cuando llegué, las puertas de la cárcel todavía no habían sido abiertas y había unos pocos funcionarios en el exterior, que al parecer no sabían muy bien lo que tenían que hacer. Un retrato gigantesco de un Sadam ceñudo, tocado con una fedora y disparando un fusil con una sola mano adornaba una gran valla publicitaria de cemento situada junto a la entrada. Con todo, al cabo de unos minutos, gran cantidad de civiles iraquíes, familiares de los presos, empezó a congregarse en la carretera delante de la entrada. Al cabo de una hora eran centenares. Casi todos gritaban emocionados, daban saltos de alegría y coreaban alabanzas a Sadam Husein. Una mujer de pelo blanco me explicó en correcto inglés que su marido estaba allí dentro. Dijo que había cumplido seis meses de una condena de treinta años, pero se negó a revelarme de qué le habían acusado. ¿Qué pensaba ella de Sadam?

–Todos le queremos, porque sabe perdonar los errores de su pueblo –respondió, y se alejó con aire preocupado. Detrás de ella, la multitud entonaba, alzando los puños en el aire: «¡Sadam, Sadam, damos la vida y la sangre por ti!» Otros tocaban tambores. Mientras yo les observaba, un gran camión de plataforma se abrió paso despacio entre el gentío agolpado en la carretera. El camión transportaba en la plata- forma un tubo largo y cilíndrico, pintado de un color verde militar, del tamaño aproximado de un misil Scud. Nadie pareció advertirlo. Un hombre salió de un edificio administrativo y se presentó a los periodistas como un juez, el presidente del «Comité de Liberación de los Presos». Alguien le preguntó sobre la amenaza para la sociedad que suponía la puesta en libertad de tan gran número de delincuentes y él respondió:

–El Estado es como un padre para todos y resolverá este problema.

Cerca de él, un hombre vestido con una chilaba empezó a disparar al aire con un Kaláshnikov. La turba de familiares se impuso finalmente a los carceleros que trataban de mantener el orden en la puerta y entró en Abu Ghraib como un vendaval. Me vi arrollado por el ímpetu de la multitud. Una vez dentro, vi a lo lejos los bloques de celdas, unos cientos de metros más allá del vasto espacio vacío de un basural cubierto de montículos de tierra y agujeros excavados en el suelo. Los parientes cruzaron corriendo este espacio y se desperdigaron en distintas direcciones, sin dejar de chillar y salmodiar. En el cielo revoloteaban las gaviotas. Un hedor repulsivo gravitaba en el aire. Me uní a un grupo que se dirigía a un edificio situado justo enfrente de la entrada principal de la cárcel. A medida que me acercaba, la pestilencia se iba haciendo más intensa. Aquí y allí, presos demacrados, vestidos con chilabas, trastabillaban hacia las puertas, cargados con bultos de ropas. A algunos les acompañaban personas de aspecto saludable, sin duda sus familiares, muchos de ellos llorando, besándolos y abrazándolos. Por delante de mí pasó un hombre llevando en brazos a un joven de aspecto consumido, quizá su hermano, que parecía al borde de la muerte. Un par de ancianos pasaron de largo, con un aire de extravío y desorientación completos, arrastrando por el suelo sus pertenencias con ayuda de cuerdas.

«Algunos carceleros que había por allí empezaron a despejar el acceso a golpes, y el grupo comenzó a dispersarse»

Al fondo de la gran explanada de tierra, la muchedumbre de la que yo formaba parte llegó ante un muro grande, con una entrada en forma de túnel debajo de un arco. Lo cruzamos y salimos al otro lado. Me encontré en un rectángulo desértico y maloliente, circundado por muros y entradas enrejadas que conducían por todas partes a bloques de celdas. Miré a un lado y descubrí el origen de aquella pestilencia: un gigantesco montón de basura. Calculé que tendría el tamaño de una vivienda muy espaciosa y parecía haberse ido apilando a lo largo de años. La fetidez que despedía te revolvía el estómago.

En el interior reinaba una anarquía absoluta. Hombres y chicos jóvenes corrían por el patio, trepaban a los tejados de los pabellones, arrancaban hileras de alambre de espino para acceder a ellos, gritando sin cesar a voz en cuello. Grupos confusos de hombres y mujeres corrían en tropel de un lado a otro, y los escasos carceleros les perseguían gesticulando y chillando en árabe. No era fácil saber si los que estaban de pie en los tejados eran reclusos o familiares. Advertí que numerosos presos estaban contemplando la escena desde los pisos superiores de los pabellones. El alambre de espino enrollado hacia dentro sobre las ventanas enrejadas de las celdas estaba cubierto de excrementos humanos que recordaban al barro reseco. Mientras yo contemplaba aquella imagen, se me acercó Giovanna Botteri, una atractiva reportera rubia del canal de tele- visión RAI 3. Giovanna vestía unos vaqueros de Armani muy ceñidos y blancos y una camisa blanca. Me dijo que el cámara que la acompañaba estaba atrapado entre el gentío y que los hombres la estaban manoseando. Me pidió que la ayudara.

Un agente de algún tipo, vestido de paisano, vino hacia nosotros; a todas luces alterado por la presencia de Giovanna, me ordenó que la sacara de allí. A nuestro alrededor se habían formado enseguida corros de jóvenes que, como lobos, empezaron a comentar, a reírse y a señalar a Giovanna con aire excitado. Ella se aferró a la parte trasera de mi cinturón y empezamos a abrirnos paso entre la turba, precedidos por el agente protector, que indicaba los huecos abiertos entre la gente y gritaba a los hombres de alrededor. De vez en cuando se acercaba alguno y yo notaba que Giovanna se estremecía o chillaba cuando la agarraban. «Me parece que no es un buen día para ponerse un Armani», bromeó en un momento dado.

Nos aproximamos otra vez a la especie de túnel que había en el muro y que estaba bloqueado por una masa de hombres. El providencial agente de paisano se había esfumado. Algunos carceleros que había por allí empezaron a despejar el acceso a golpes, y el grupo comenzó a dispersarse. Cuando nos acercamos, uno de los guardias empezó a darme empujones. Yo le empujé a mi vez y le grité, y él volvió a empujarme. Apareció una camioneta con un par de soldados en la parte trasera y me abrí paso para subirme a ella, con Giovanna aferrada a mi cinturón. La camioneta aceleró y se precipitó hacia el túnel. En el otro lado del muro, uno de los soldados nos obligó a bajar. Uno o dos minutos más tarde, al cabo de más refriegas, huyendo de la turba salimos a la gran explanada que centenares de presos estaban cruzando hacia las verjas abiertas de la entrada. Nos sumamos a ellos.


Este es un fragmento de ‘La caída de Bagdag’ (Anagrama), por John Lee Anderson.

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