Opinión

Ciencia y política: triunfo y fracaso

Las lecciones dejadas por la pandemia provocada por la covid-19 muestran que el camino, a pesar de las tentaciones nacionalistas surgidas a lo largo del planeta, continúa siendo marcadamente global.

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Pawel Mildner
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10
noviembre
2021

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Pawel Mildner

La pandemia nos ha dejado una multitud de lecciones que, desgraciadamente, no estamos siendo capaces de extraer. Para hacerlo, al fin y al cabo, sería necesario que nuestro sistema institucional creara espacios de análisis y reflexión política en los que se escuchara a los expertos y se analizaran las consecuencias de la pandemia en los diferentes planos sectoriales. Ya estamos a tiempo de examinar, por ejemplo, las sentencias del Tribunal Constitucional, las consecuencias económicas de un shock de oferta mundial, nuestra falta de previsión en la cadena de suministro de elementos básicos, nuestros fallos organizativos en la coordinación territorial o nuestra legislación para hacer frente a las pandemias.

El tenso panorama político nacional no favorece que una tarea de prospectiva tan elemental pueda realizarse en una subcomisión parlamentaria en la que, por ejemplo, se escuche a los responsables de las áreas sectoriales afectadas, extrayendo conclusiones y recomendaciones para futuras situaciones semejantes. Y es que parece evidente que otras pandemias no son solo posibles, sino probables: nuestro desarrollo ha perturbado y destruido ciclos naturales, alimentando las posibilidades de que se produzca otra zoonosis. La experiencia nos ha demostrado, además, que la velocidad de contagio es mucho mayor que en épocas pasadas: la viruela tardó tres siglos en expandirse por el mundo, el sida tres años y la covid-19 tres meses.

«Tenemos que hacernos cargo de un planeta enfermo y de un ecosistema gravemente afectado por los impactos humanos»

No obstante, la ciencia ha vencido al patógeno. Además, con mucha probabilidad, los avances genéticos de nuestros laboratorios, unidos a la inteligencia artificial y a las supercomputadoras, permitirán descubrir el ADN y el genoma de cualquier virus, ofreciéndonos en pocos meses nuevas vacunas para enfrentarlos.

A pesar de todo, esto es un consuelo, no la solución. Tenemos que hacernos cargo de un planeta enfermo y de un ecosistema gravemente afectado por los impactos humanos: existe una conexión entre pandemia y naturaleza, y la lucha contra el cambio climático debe ser por ello una de nuestras primeras prioridades. Esta es la principal responsabilidad que la política asume como consecuencia de lo sufrido con la covid-19, pero no es la única.

De hecho, la política, entendida –de forma abstracta– como la organización humana de nuestra convivencia, está directamente apelada por la ciudadanía a gobernar estas urgencias que nuestro desarrollo está produciendo. Más que nunca, la pandemia ha situado en la escena global el conjunto de nuestros intereses. El mundo entero ha estado pendiente de saber si el virus venía de una zoonosis en una ciudad china o había sido ‘fabricado’ en un laboratorio; ha vivido con angustia la espera de la vacuna mirando a los laboratorios americanos, ingleses, chinos o rusos; ha seguido las recomendaciones de la OMS y las estadísticas de contagios y muertes en cada país para saber dónde era posible viajar o no. Hoy el planeta al completo se halla afectado por la cadena de suministro de miles de objetos en un sistema de producción deslocalizado entre múltiples países. El turismo y los viajes en avión, los costes energéticos, los fondos financieros de la recuperación: todo se ha hecho global en este escenario supranacional que la pandemia ha acelerado y ha puesto en evidencia.

La política ha fracasado en la gestión de todas estas consecuencias. Surgen, así, varias preguntas. ¿Quién falló en la deslocalización desordenada y masiva que dejó a Occidente falto de suministros sanitarios básicos? ¿Quiénes habían previsto que un shock universal de oferta acabaría produciendo bloqueos productivos esenciales? ¿Pudo evitarse el parón general de los puertos y del transporte marítimo de contenedores?

Durante la pandemia, ¿dónde quedó la política? Al fin y al cabo, política es repartir las vacunas, y hasta hoy solo el 4% de la población de los países pobres ha sido vacunado; mientras tanto, corremos el riesgo de que 800 millones de dosis almacenadas en los frigoríficos occidentales corran el riesgo de caducar. Política también es que los organismos financieros internacionales y los Bancos Multilaterales de Desarrollo aporten financiación a países necesitados de recursos para enfrentar los daños sociales y económicos de la pandemia. La política es, a su vez, fortalecer la OMS y crear un sistema global de monitorización y prevención de pandemias, así como negociar con los laboratorios la liberalización de las patentes –y universalizar así su producción a costes mínimos– de unas vacunas de las cuales los gobiernos han financiado la mayor parte de los costes de la investigación. Política es tomar medidas para que no se produzcan cuellos de botella en las cadenas de suministro, asegurar las infraestructuras tecnológicas –que se han revelado esenciales para mantener la vida en periodos de confinamiento masivo de la población– y asegurar la transición ecológica hacia la descarbonización. La política es, en definitiva, casi todo.

La gran lección, por ello, es reconocer que la ‘desgobernanza‘ de la globalización –esa escena planetaria en la que nos ha colocado la pandemia– reclama una acción política supranacional, coordinada, proactiva, previsora, interventora, humanitaria y, por supuesto, ecológica.

«La gran lección es reconocer que la ‘desgobernanza’ de la globalización reclama una acción política supranacional, coordinada y ecológica»

Cometen un error quienes quieren trasladar las numerosas incertidumbres y miedos que genera el futuro hacia el Estado-nación, como si éste fuera el último y el único refugio. El refuerzo de la tentación nacionalista como antídoto a la globalización desgobernada nos conduce por el camino equivocado: las ‘seguridades’ nacionales son falsas ante la dimensión de los retos que amenazan a la humanidad. El futuro no es nacionalista, sino global. El reto, por tanto, es gobernar lo desgobernado, pues la mayoría de los problemas que enfrentamos reclaman soluciones supranacionales. El futuro no es, tal como decía Trump, de los patriotas, sino de los globalistas exigentes con la gobernanza planetaria.

Otra cosa es que la ciudadanía reclame el fortalecimiento de las instituciones llamadas a proporcionar seguridad, salud, libertad, igualdad y todos aquellos bienes públicos que configuran su contrato social. Aquí tenemos un espacio nacional ineludible para afrontar la calidad de nuestros sistemas democráticos. Renovar el contrato social, el que vincula la ciudadanía con sus instituciones, reclama de la izquierda política –especialmente de la socialdemocracia– y de sus mejores ideas para poder restablecer la igualdad, fortalecer los servicios públicos y enriquecer la democracia.

El G-20 de Roma y la cumbre de Glasgow han dado pasos en la buena dirección. El multilateralismo volvió con Joe Biden, observándose en los avances que se adoptan en materias tan diversas como la fiscalidad mínima a las empresas multinacionales y los compromisos en la descarbonización. Sin embargo, las consecuencias de la pandemia merecen más solidaridad internacional en el reparto de las vacunas, así como más valentía institucional en la organización sanitaria mundial. La ciencia, que se comunica, se difunde y se comparte al margen de las fronteras nacionales, nos da un buen ejemplo para una política que necesita incorporar el multilateralismo y la cooperación de la solidaridad como elementos nucleares de un mundo más justo.


Ramón Jáuregui es presidente de la Fundación Euroamérica.

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