Sociedad

Stefan Zweig: momentos estelares para una humanidad perdida

Pequeños sucesos parecen marcar de forma indeleble la dirección de nuestra propia historia. ‘Momentos estelares de la humanidad’ nos enseña el poder del azar y de los individuos pero, sobre todo, nos muestra cómo hemos llegado a ser quienes somos.

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01
septiembre
2021

«En nada piensa menos un hombre libre que en la muerte», escribió el filósofo neerlandés Baruch Spinoza en Ética. Quizás por eso mismo Stefan Zweig, junto con William Somerset Maugham, se erigió como uno de los autores de moda en las primeras décadas del siglo pasado. Zweig –que escribió desde poesía hasta biografías, relatos, novelas, el teatro y libretos de ópera– fue capaz de apreciar el devenir de la historia como lo que es: un relato del ayer que nos recuerda quiénes somos hoy.

‘Momentos estelares de la humanidad’ recoge catorce sucesos para explicar y dar sentido al devenir de  la cultura europea

No en vano, el austríaco pasó su vida atormentado por el paulatino derrumbe del orden político y social de la Europa de su época. El castigo de las potencias europeas a Alemania, vencida durante la Primera Guerra Mundial trajo consigo una república inestable y, por consiguiente, la pobreza y el surgimiento del nacionalsocialismo que comenzaría a devorar la identidad europea. Por esa razón, Stefan Zweig invoca los tiempos otrora luminosos en El mundo de ayer. Memorias de un europeo, así como rebusca en sus admirados Dostoyevski y Tolstói, al cual dedica una recopilación de su pensamiento moral en La revolución interior.

En ese intento por rescatar el pasado y explicar cómo se había llegado a un periodo de la historia que, parecía, avanzaba hacia la tragedia, Zweig escribió en 1927 su libro Momentos estelares de la humanidad donde recoge catorce sucesos, ordenados del más antiguo al más reciente, que considera de trascendencia para explicar y dar sentido a las virtudes, los defectos y el devenir de la cultura europea.

Las últimas oportunidades de la civilización

Zweig comienza Momentos estelares de la humanidad rememorando la vida y el asesinato del filósofo y político romano Marco Tulio Cicerón. La elección de esta tragedia no es casual teniendo en cuenta la obra del autor vienés: al igual que le sucedió al jurista romano, Zweig se encuentra en un ambiente hostil, perseguido por sus orígenes judíos, con el temor permanente a que los bárbaros, en su caso los nazis, lo asesinaran. Escribe en un momento del pasaje: «Cicerón encontró a Roma una ciudad confundida, espantada y perpleja. En la primera hora, el asesinato de César se había mostrado más grande que los asesinos. Marco Antonio y el resto de amigos de César tenían miedo a los conspiradores y temblaban por sus propias vidas. Los conspiradores, a su vez, temían la venganza de aquellos que habían amado a César». Resulta fácil imaginar a Roma convertida en aquella Alemania. Seis años más tarde, en 1933, sus peores predicciones se harían realidad con la elevación de Hitler al poder y la quema del parlamento. Tras su encumbramiento definitivo a führer, el nuevo guía hizo sucumbir a Europa al último episodio de su extensa guerra civil.

Es la humanidad, parece sugerirnos Zweig, la única virtud que se opone a la barbarie

¿Pudo este final ser inevitable? ¿Podría Europa estar unida, tal como soñaba Zweig en sus memorias? Habría sido distinta, probablemente, si otro hombre decisivo en la historia, Napoleón Bonaparte, hubiese derrotado a los británicos en la batalla de Waterloo. El escritor austríaco nos cuenta este episodio de una manera muy peculiar en el capítulo El minuto universal de Waterloo, donde conduce al lector no solo al día de la batalla, sino también al siguiente, poniendo el foco en Grouchy, el mariscal que terminó siendo uno de los causantes de la debacle francesa. Sin embargo, lo que le interesa a Zweig es un detalle aparentemente inadvertido de la actitud de Grouchy. Y es que, como apunta en el episodio, cuando el mariscal francés fue consciente de sus errores y de que sus hombres estaban siendo rodeados por el enemigo recobró su espíritu militar y consiguió con determinación y astucia conducir a sus tropas hasta las líneas francesas. Es la humanidad –parece sugerirnos Zweig– la única virtud que se opone a la barbarie.

Expolio, muerte y riqueza

La fiebre del oro surgida en California a mediados del siglo XIX se convirtió en una auténtica carrera hacia la opulencia a costa –como suele ocurrir– del bien común. Stefan Zweig profundiza en el eterno retorno nietzscheano del conflicto y del sometimiento del ser humano, así como las trágicas consecuencias que el egoísmo y la avaricia proporcionan no sólo a quienes las practican, sino al resto de sus congéneres en el capítulo El descubrimiento de El Dorado. Nos cuenta Zweig con enérgica acidez la historia sobre el pionero John Sutter y el violento papel que juega la población en sus agitaciones. «¿El hombre más rico del mundo? No. El mendigo más pobre. El más desdichado de los mortales», le describía el austríaco. «Al divulgarse la noticia del fallo del Tribunal –relataba Zweig– estalla un impresionante motín en San Francisco y en todo el país. Millares de personas se agrupan en actitud violenta; son los propietarios amenazados, es la plebe, siempre dispuesta a beneficiarse con los disturbios. Asaltan el Palacio de Justicia y le prenden fuego, y van en busca del juez que dictó la sentencia para lincharlo. Luego, la inmensa multitud se encamina a la propiedad de John Sutter para destruirlo todo. El hijo mayor, acorralado por los enloquecidos amotinados, se pega un tiro; el segundo muere asesinado, y el tercero logra escapar, pero se ahoga en la huida. Desde entonces nadie ha reclamado la herencia de Suter, nadie ha hecho valer sus derechos. Y todavía la populosa ciudad de San Francisco y toda su inmensa comarca siguen asentadas sobre una propiedad que no les pertenece».

El austríaco describe de forma entretenida el desafío que supuso la exploración a través de su avispada mirada del mundo

Esta impresión sobre la barbarie popular la refleja también en otra escena de la humanidad que tituló Huida hacia la inmortalidad. Es el descubrimiento del océano Pacífico por el navegante Vasco Núñez de Balboa. El escritor describe de forma entretenida el desafío que supuso la exploración –en busca de riquezas, naturalmente– mientras desliza su avispada mirada del mundo en pasajes como éste: «Ya tienen la certidumbre: han visto el mar. Pero ahora hay que bajar hasta su costa, bañarse en sus aguas, gustar y percibir su salobre sabor y arrancar algún botín a sus orillas. La gran hazaña ha sido consumada. Ahora es cosa de sacar temporal provecho de la heroica gesta. Como botín, o a cambio de otras cosas, consiguen los españoles algo de oro de los indígenas. Pero aún les aguarda una nueva sorpresa en medio de su triunfo, y es que los indios les van trayendo a manos llenas preciosas perlas que se dan en las próximas islas en copiosa profusión».

En otro de sus momentos estelares, El genio de una noche, Zweig cuenta al lector cómo un celebérrimo himno asociado a la libertad puede tener detrás la desdicha de su autor. Es lo que sucedió con Le chant de guerre pour l’armée du Rhin, compuesta por el militar Rouget de L’Isle el 25 de abril de 1792 y cantada por el batallón marsellés en su marcha sobre París ese mismo año. Rouget de L’Isle vivió lo suficiente para comprobar que la canción recorría países enteros, popularizándose con avidez. Sin embargo, no sería hasta la revolución de 1830, una generación después, cuando el penúltimo rey de Francia, Luis Felipe, le otorga una pensión por La Marsellesa. Tras su muerte regresó el olvido del que sería décadas después erigido como himno de Francia y, finalmente, rescatadas sus cenizas al mausoleo de Los Inválidos en 1915.

¿El futuro que nos espera?

Pero el escritor vienés no solo reflejó una preocupación sobre el derrumbe de Europa y el auge del nazismo. Tal como sucede con las destacadas personalidades, su mirada se revela, aún hoy, atemporal. De esta manera, el lector que se sumerge en Momentos estelares de la humanidad pronto comenzará a ver reflejado en ellos el contexto de su tiempo.

El cable telegráfico oceánico imprimió un nuevo carácter a una época que acabaría caracterizada por la guerra. ¿Será ese nuestro futuro?

Ello ocurre en La primera palabra a través del océano, donde Zweig nos cuenta los esfuerzos para conseguir un avance que cambiaría una época, el tendido del primer cable telegráfico por el fondo del mar, hazaña que permitiría que la telegrafía saltase continentes y acercase personas mediante una comunicación que lograse evitar los meses que tardaba entonces la correspondencia transoceánica. Los primeros mensajes breves y el incentivo de la comunicación se hicieron patentes a partir de entonces. El contexto de aquella época es semejante al que nos enfrentamos hoy en día con internet y la comunicación digital, una transformación sin precedentes de nuestra manera de concebir la distancia con otros seres humanos. Reto tecnológico que imprimió un nuevo carácter a una época que acabaría caracterizada por la guerra. ¿Será ese nuestro futuro o lograremos esquivarlo desde la democracia?

Mediante la revolución digital se están produciendo nuevas formas de intromisión en la política internacional, como sugieren las investigaciones acerca de presuntas injerencias en el desarrollo de comicios electorales en EEUU y algunos países europeos. Zweig nos habla de cómo la entrada en el Imperio Ruso de un exiliado político, Lenin, acabó siendo el desencadenante de un cambio político radical. El final de un tiempo, parece recordarnos el autor, depende en multitud de ocasiones de pequeños desencadenantes como éste; episodio que, además, cuenta magistralmente en el capítulo El tren sellado.

De catástrofes también nos habla en La conquista de Bizancio, donde narra la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1453. Más allá del relato histórico y de su poderoso significado –pues el austríaco subraya su equiparación a la civilización occidental–, es una pequeña puerta de transeúntes, la llamada Kerkaporta, la que cobra todo el protagonismo. Una puerta entre murallas que quedó abierta –ya fuere por traición o descuido– y que permitió el acceso de un grupúsculo de turcos durante el asalto definitivo a la ciudad, lo que generó el descalabro final de la defensa. Una reflexión sobre la futilidad no sólo de los grandes y meticulosos preparativos, sino de la importancia del apoyo mutuo en la subsistencia humana y el progreso universal, como ya sugirió tiempo antes el naturalista ruso Piotr Kropotkin en su trabajo Ayuda mutua: un factor en la evolución. Zweig, no obstante, también nos propone con este relato una mirada acerca del viejo dilema de la civilización frente a la barbarie, del cierre o la apertura de fronteras y del hecho de que ninguna prosperidad está garantizada.

Stefan Zweig, desesperado ante el progreso nazi durante la Segunda Guerra Mundial, acabó quitándose la vida en la ciudad de Petrópolis, Brasil, en 1942, completamente convencido de que aquellos violentos balbuceantes de consignas, sumados al arrasador poder popular, acabarían dominando el planeta. No tuvo, como hombre libre, ningún temor a la muerte; dejó huérfano al mundo, en otro momento trascendental, de un autor que terminaría revelándose inmortal.

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