Opinión

La moral del antihéroe

En nuestras vidas hay pocas cosas que consigan sacarnos de los códigos morales. Por eso nos seducen los antihéroes, porque nos empujan fuera de la frontera de lo correcto.

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24
agosto
2021

Nunca he dormido bajo el cielo estrellado en el valle del Wadi Rum. Desde que vi Lawrence de Arabia siempre he creído que pasar una noche en ese desierto tiene que ser una experiencia transformadora, pero aún no he tenido ocasión. En la película, el significado del desierto va cambiando a medida que lo hace el personaje. En la primera parte, Lawrence se convierte en un libertador excéntrico, idealista, valiente y terco. Entonces el desierto es libertad y su noche, esperanza. Después del interludio, en cambio, las heridas pueden más que los valores. Entonces el desierto es una condena y su noche, sufrimiento. Hay una escena en la que el ejército árabe, que marcha triunfal hacia Damasco, masacra a un batallón de turcos que se cruzan en su camino al grito de no prisoners. El propio Lawrence lo secunda, dejando que el rencor eclipse su moral y sus convicciones.

Si tratamos de encontrar principios universales, el derecho a la vida se situaría por encima del derecho a la propiedad

Los códigos morales son útiles porque producen certeza, nos ayudan a dirigir nuestras acciones sin necesidad de estar considerando cada una de ellas, estableciendo un territorio seguro donde movernos. En nuestras vidas pasan muy pocas cosas que consigan sacarnos fuera de esos límites. Por eso nos seducen los antihéroes como Walter White en Breaking Bad, como Ethan Edwards en la película Centauros del Desierto. Personas como nosotros a las cuales –después de una vida obedeciendo códigos morales– un acontecimiento las expulsa violentamente de esa comodidad. Sus historias nos liberan sin ponernos en juego, nos permiten transitar más allá de la frontera de lo correcto y seguro. Eso es lo que hace la película Lawrence de Arabia, aunque quizá puede pasar desapercibido para las miradas más cándidas. La transgresión que nos ofrecen estos personajes nos ayuda, precisamente, a evitar la ingenuidad moral; no para aceptar resignadamente nuestra condición humana, sino para no olvidarse de ella y, así, poder seguir progresando.

Las bifurcaciones de la senda moral

En la década de 1960, otro Lawrence, en esta ocasión de apellido Kohlberg, investigó sobre las respuestas que damos a los dilemas morales. Estableció tres niveles de desarrollo. Hay quien responde solo por miedo a la autoridad o por intereses personales, como ocurre en el hecho de no conducir en estado de embriaguez para evitar la multa. En el siguiente nivel están las personas que justifican sus decisiones en las expectativas interpersonales: en este caso, no beben alcohol porque es lo que los demás esperan de ellas, ya sea afectivamente o mediante normas. Finalmente, hay quienes fundamentan su proceder en un bien superior, como la necesidad de orden y convivencia; éstas entienden que la seguridad en las carreteras es un valor en sí mismo.

Para comprenderlo mejor, Kohlberg propuso el dilema de Heinz, un hombre cuya esposa está enferma y, aunque hay un fármaco nuevo que puede curarla, el precio es desorbitado. Después de intentarlo todo, el desesperado Heinz roba la medicina. ¿Debía hacerlo? La justificación de las respuestas son innumerables, tanto afirmativa como negativamente, pero si tratamos de encontrar principios universales, el derecho a la vida se situaría por encima del derecho a la propiedad, en cuyo caso la respuesta sería sí. Pero la verdad es que ninguno de nosotros somos Heinz. No hemos encarnado su dolor ni desesperación. La mayoría de las veces estamos en un terreno conocido, haciendo lo que se espera de nosotras. Hay veces, incluso, que nuestra ética es solo un ropaje cool y sofisticado con el que gustamos a los demás. Aunque el postureo moral, como supervivencia social, es mucho más respetable que la pusilanimidad de quien no se atreve a encarnarla ni transgredirla, como hacen tantos y tantos imbéciles morales con los que nuestra sociedad está tan cargada.

La moral vivida, como la llamaría Aranguren, no puede ser reducida a un mero fotograma, y es capaz de transitar del relativismo al universalismo en una centésima de segundo, pero bebe de una de las fuentes más estables y arquetípicas: la experiencia humana. Es una moral activa que nos empuja desde todos los rincones de nuestro ser. Por el contrario, la moral compartida, ya sea universalizante o convencional, es mucho más inestable de lo que parece, pues la política es el campo de la lucha y la coerción, el lugar donde unos ganan y otros pierden; la comunidad, mientras, es el campo de la adhesión, sujeta a la variación de amistades y círculos sociales a lo largo de la vida.

La teoría del desarrollo de la moral de Kohlberg es una buena construcción para comprender el fenómeno de la ética en tanto que reflexión, pero no como acción, como moral vivida. Una persona puede considerar que la forma correcta de actuar es respondiendo a valores universales –salvar la vida de la esposa– pero quedarse en un nivel preconvencional por un miedo paralizante, porque la misma idea de robar lo bloquea físicamente. O puede discernir cuál sería la forma más justa de actuar, pero dejarse llevar por el gozo espiritual que produce participar en el equilibrio –venganza– sin esperar a que lo haga el tiempo o el sistema judicial.

Atreverse a vivir la ética requiere un esfuerzo que no todos estamos dispuestos a hacer

Es muy cómodo dar lecciones de ética desde nuestros dispositivos móviles, pero atreverse a vivirla requiere un esfuerzo que no todos estamos dispuestos a hacer, pues es un terreno más relativo, un lugar donde no hay certezas. Los principios éticos pierden todo el sentido cuando los pusilánimes los usan para juzgar a los valientes, cuando quienes no han razonado ni tomado una decisión en su vida los esgrimen para sentirse mejores que el resto. Entonces son mera moralina; no valen para nada.

Yo nunca he dormido bajo el cielo estrellado del Wadi Rum, pero no me hace falta para sentirme tan insignificante y poderoso como Lawrence de Arabia; para sentirme tan humano como él. Por eso, ante el ejército de pusilánimes que nos dan lecciones de ética pero no han tomado una sola decisión en toda su vida, prefiero arriesgarme a transitar más allá de la frontera de lo correcto y seguro, aunque eso pueda suponer que en ocasiones tenga que elegir la moral del antihéroe.

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