Opinión

Manifiesto para una revolución moral

Basándose en historias de personas de todo el mundo y en sus propias experiencias, la fundadora de Acunem, un fondo de capital de riesgo sin fines de lucro, aporta en ‘Manifiesto para una revolución moral’ (Deusto) una perspectiva sobre el liderazgo para servir de guía a quienes quieren dejar el mundo mejor de lo que se lo encontraron.

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30
junio
2021

Hace unos años hablé en una pequeña universidad de mujeres en el sur de Estados Unidos. Después de mi conferencia, tuve el privilegio de reunirme con algunas de las alumnas más sobresalientes de la escuela. Durante varias horas, hablamos de lo que iba mal en el mundo y qué podría hacer cada una de nosotras al respecto.

—¿Con qué sueñas? –pregunté al final a una mujer rubia y con gafas que había estado escuchando con atención sin pronunciar una palabra.

—Quiero cambiar el mundo.

—¿Cómo puedes hacer eso? –pregunté.

—Ése es el problema –dijo ella–. No tengo ni idea.

Pude ver cómo sus ojos se encharcaban de lágrimas. Y, por un momento, vislumbré a mi yo más joven.

Recuerdo mirar a un mundo que yo quería cambiar y no tener ninguna pista sobre cómo hacerlo. Era audaz y al mismo tiempo estaba discretamente asustada; sentía que en mi interior convivían un toro y una paloma, y me preocupaba no tener las habilidades o los conocimientos prácticos para llevar a cabo mis ambiciones. Y algunos de esos sentimientos persistieron incluso cuando tuve una mayor certeza sobre los posibles caminos que seguir.

De hecho, muchas de las palabras y preguntas de las alumnas aquella noche me resultaban familiares: ¿Cómo puedo ser útil? ¿Cómo puedo encontrar mi propósito? ¿Dónde lograré un mayor impacto? Cuando echamos la vista atrás en nuestras vidas, construimos relatos que dan sentido a quiénes somos y cómo hemos decidido invertir nuestro tiempo. Pero, cuando miramos hacia delante, el camino al frente está oculto. Y aunque hay competencias que adquirir y rasgos de la personalidad que desarrollar, sólo hay una manera de empezar. Sólo empieza y deja que el trabajo te enseñe.

Muchísimas personas que anhelan cambiar las cosas se quedan paralizadas por temor a dar el salto sin haber resuelto cada detalle. Sin embargo, la decisión a la que nos enfrentamos no es la de trazar el camino perfecto; es simplemente la de embarcarse en un viaje. Una vez que hemos dado un paso adelante, el trabajo nos enseñará dónde hemos de dar el segundo paso, y después el tercero, y así sucesivamente. El objetivo no se revela a aquellos que se quedan sentados en el taco de salida sin correr ningún riesgo. Dicho con otras palabras: no planificas tu camino para encontrar tu propósito. Vives dentro de él.

«A medida que pasaban los meses en el Chase Manhattan Bank, arraigó en mí el anhelo de hacer algo por las personas con bajos ingresos»

Cuando era pequeña leía historias sobre santas. Estaban impresas en estampitas que mi querida profesora de primer grado, la hermana Mary Theophane, me regalaba por hacer bien los exámenes. Muchas décadas después, mi amiga poetisa Marie Howe dijo que las historias de las santas representaron la primera vez que nosotras, niñas católicas, leímos sobre mujeres que escribieron el relato de sus propias vidas. Las santas fueron también las primeras personas que descubrí que vivían –e incluso estaban dispuestas a morir– por una idea más grande que ellas mismas. Su determinación y su valor me contagiaron el deseo de ser útil. En cierto modo, yo quería ser como ellas.

Cuando tenía diez años, mi profesora de quinto grado, la señora Howerton, me enseñó una serie de biografías de figuras heroicas, unos libritos amarillos escondidos en un rincón de la biblioteca del colegio. Allí, me sentaba en el suelo con las piernas cruzadas y desaparecía en los mundos de la abolicionista Harriet Tubman, de la médica pionera Elizabeth Blackwell, de la defensora de los derechos humanos Eleanor Roosevelt, etcétera. Estas mujeres se negaron a verse limitadas por sueños pequeños y, aunque yo no era aún capaz de aspirar a ser el ejemplo vivo de una mujer como ellas, eran faros de lo posible, de vidas vividas para cambiar las cosas.

Sin embargo, aunque yo soñaba con convertirme en una guerrera del amor y la justicia, mi primer trabajo al salir de la universidad apenas sirvió a tal propósito. Durante más de tres años, pasé mis días en Wall Street, trabajando de analista en el Chase Manhattan Bank. Aunque no me había propuesto trabajar en el mundo de la banca, descubrí el placer de desarrollar habilidades financieras y entender el funcionamiento de los sistemas económicos, por no hablar del beneficio colateral de viajar por el mundo. Hasta entonces, nunca había salido de Estados Unidos. Ese trabajo en la banca me llevó a cuarenta países y me puso en contacto con realidades políticas y económicas que antes sólo había estudiado en los libros.

Lo que no me gustaba de la banca, sin embargo, era cómo nuestra organización financiera excluía a las personas con bajos ingresos de un sistema de préstamos que podrían cambiarles la vida y contribuir a sus economías locales. Los bancos exigían a los prestatarios que aportaran como garantía el doble del valor de sus préstamos, un requisito fuera del alcance de incluso la clase media-baja. El antiguo adagio de que para ganar dinero hace falta dinero estaba más presente que nunca. El sector privado fue creado para obtener beneficios, simple y llanamente, no para asegurar un buen servicio a las múltiples partes interesadas. Al comprender que tenían muy pocas posibilidades de ser parte del sistema financiero convencional, la mayoría de las personas con bajos ingresos no se atrevían siquiera a cruzar las puertas de los principales bancos.

«Descubrí que los países se desarrollarían de manera equitativa solo si sus ciudadanos con bajos ingresos pudieran ahorrar y pedir préstamos»

A medida que pasaban los meses en el Chase, arraigó en mí el anhelo de hacer algo por las personas con bajos ingresos. Ese anhelo era una pista del hilo que debía seguir, una agitación impulsada por un creciente sentido de la injusticia y el deseo de contribuir. Un fin de semana de mediados de 1985, pasear por las favelas de Río de Janeiro, y conversar con personas que trabajaban muy duro sobre sus aspiraciones y realidades, me convenció de lo que ya sabía: que los países se desarrollarían de manera equitativa sólo si sus ciudadanos con bajos ingresos pudieran ahorrar y pedir préstamos.

Más o menos en esa época un amigo me enseñó un artículo sobre un economista poco conocido llamado Muhammad Yunus, el cual había puesto en marcha una pequeña empresa en Bangladés llamada Grameen Bank. El Grameen era parte de un incipiente sector llamado «microfinanzas», que incluía a la Asociación de Mujeres Autónomas de la India, el Comité por el Avance Rural de Bangladés (BRAC, por sus siglas en inglés) y el Banco Mundial de la Mujer, de Estados Unidos. Estas instituciones concedieron pequeños préstamos (de entre treinta y cien dólares de media) a millones de personas de bajos ingresos, en su mayoría mujeres, para que pudieran desarrollar pequeños negocios y ganarse la vida.

Aunque el sector de las microfinanzas sólo tenía unos diez años en aquel momento, ya estaba produciendo resultados notables. El Grameen Bank había recabado datos que mostraban que las mujeres con bajos ingresos devolvían sus préstamos con intereses mucho más altos que sus homólogas ricas. Eso me llamó la atención. Empecé a soñar con dejar Wall Street para trabajar en las microfinanzas.

Sin embargo, primero tenía que superar mi temor a ver reducidos mis ingresos personales y el temor aún mayor de decepcionar a mis padres. Yo era la mayor de siete hermanos en una familia de militares y tuve que pagarme mis estudios universitarios y endeudarme para licenciarme. El Chase me había puesto directamente en el camino a la riqueza; la visión de futuro en ese banco resultaba tentadora. Además, un alto directivo del Chase me había ofrecido hacía poco un ascenso rápido que me daría la oportunidad de romper barreras para las mujeres en el mundo financiero.

«El Graamen Bank había recabado datos que mostraban que las mujeres con bajos ingresos devolvían sus préstamos con intereses más altos»

Mi padre no quería que yo dejara pasar lo que él consideraba una oportunidad profesional que sólo se daría una vez en la vida. A mi madre le preocupaba que pudiera ocurrirme algo malo si trabajaba en un país en vías de desarrollo, o peor: que quizá nunca me casara. Y, por supuesto, ninguno de los dos quería que me mudara a otro continente. Los padres quieren mantener a sus hijos a salvo. No ayudó que a mis amigos les preocupara que nuestras relaciones pudieran cambiar y algunos simplemente pensaron que había perdido la cabeza. La cacofonía acalló la vocecita en mi interior. Yo era una persona complaciente por naturaleza y me preocupaba lo que pensaran los demás. Pero esta tendencia chocaba naturalmente con otra parte de mí que era atrevida, buscaba la justicia y a veces incluso era temeraria, decidida a lograr un cambio en el mundo.

De algún modo sabía que, si no me atrevía entonces, quizá nunca podría asumir el riesgo. Aunque sólo tenía veinticinco años, ya conocía a algunos compañeros que vivían de forma provisional, prometiendo que perseguirían sus sueños «después» de haber saldado sus deudas…, o casarse…, o cursar un máster de administración de empresas. Con el tiempo, sus vidas se volvieron más caras de gestionar, lo que hacía cada vez más difícil dar el salto. Temía vivir una vida de tranquila desesperación, por citar a Thoreau, y ansiaba una vida rica en aventuras.

Algunas personas se sentían plenamente vivas en el mundo de las finanzas. No era mi caso. Yo necesitaba aventurarme hacia una vida distinta. Sí, tenía que pagar una importante deuda de estudios, pero ya vería la forma de conseguir todos esos dólares y céntimos más tarde. Después de algunos meses de investigación, descubrí lo que parecía una increíble oportunidad: trabajar con numerosas organizaciones de microfinanzas noveles en todo un continente, proporcionando apoyo de gestión y haciendo de embajadora para mujeres interesadas en utilizar las pequeñas empresas como herramienta para el cambio. Sin embargo, había una pega: el trabajo era en Costa de Marfil (África Occidental) y no en Brasil, donde yo quería trabajar. Si iba a hacer un sacrificio profesional y económico, concluí, debía renunciar a un lugar cuyos ritmos y colores embriagadores tenían un atractivo especial para mí. No sabía casi nada sobre Costa de Marfil.

Por desgracia, no había ninguna oportunidad en Brasil sobre la mesa y tenía que tomar una decisión. Podía centrarme en la sustancia de mi deseo –convertirme en un puente entre las personas de bajos ingresos y el mundo de las finanzas– o podía obsesionarme con mi fantasía de vivir en Brasil. No podía hacer las dos cosas.

Los jesuitas tienen un dicho muy elocuente: «Ve a donde tu anhelo más profundo coincida con la mayor necesidad del mundo». Yo anhelaba contribuir al desarrollo económico de las personas con bajos ingresos, aprender sobre el mundo y vivir en una nueva cultura. Por la razón que fuese, el mundo parecía necesitarme, o al menos quererme, más en África Occidental que en Brasil.

Así que acepté el trabajo en África Occidental. Simplemente empecé.


Este es un fragmento de ‘Manifiesto para una revolución moral: ideas para construir un mundo mejor’ (Deusto), de Jaqueline Novogratz.

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