Opinión

Le recomiendo (humildemente) abandonar la soberbia

Durante la pandemia, los dirigentes políticos han pecado gravemente de ausencia de liderazgo, de una falta de comunicación comprometida y transparente, de inacción y de soberbia. Algunos incluso han olvidado su moral.

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28
junio
2021

Erasmo de Rotterdam dejó escrito que «el espíritu humano esta moldeado de tal manera que las apariencias lo engatusan mucho mas que las verdades». Siglos antes, Platón ya nos había advertido en su famoso mito de la caverna sobre las apariencias y la realidad que cada día vivimos/padecemos los humanos. Empeñados en lo imposible, tengo la impresión de que en una sociedad materialista –y en tiempos de incertidumbre– muchas personas están convencidas de que su felicidad depende casi exclusivamente de la opinión de la gente. Están equivocadas, claro, pero lo creen a pies juntillas, olvidando que equivocarse es una desgracia pero no equivocarse lo es aún más. El derecho a equivocarse es, seguramente, el más humano de los derechos, aunque no esté recogido en la Declaración Universal.

Reflexiono sobre estos temas al iniciarse en España la fase de desenmascarar, fea palabra que no solo significa «quitar la mascara o el antifaz a una persona» según la RAE, también «descubrir la verdadera manera de ser de una persona dando a conocer sus propósitos, intenciones, sentimientos, etc., que procura ocultar». En algunos casos, y hoy más que nunca, desenmascarar tiene al mismo tiempo ese doble significado después de mas de 400 días usando la protectora mascarilla que ocultaba nuestro rostro (y hasta nuestras ideas). En Juan de Mairena, refiriéndose a los políticos, Antonio Machado ya nos advirtió: «Procurad, sin embargo, los que vais para políticos que vuestra máscara sea, en lo posible, obra vuestra; hacedla vosotros mismos para evitar que os la pongan –que os la impongan– vuestros enemigos o vuestros correligionarios; y no la hagáis tan rígida, tan imporosa e impermeable que os sofoque el rostro, porque más tarde o más temprano, hay que dar la cara». Me temo que muchos dirigentes no dan la cara, es decir, no dan cuentas porque han perdido el contacto con el suelo, se han olvidado de su genuina y responsable función y, subidos siempre en pedestales, hasta de su estatura. También de la moral.

«Inacción y retardos inexplicables son frutos de la reinante falta de transparencia y de la ausencia de gobernanza global»

A lo largo de estos meses de pandemia hemos repetido muchas veces, con Herodoto, que los sufrimientos enseñan. La cuestión es si hemos aprendido algo los ciudadanos y, sobre todo, si han tomado nota los que nos gobiernan y rigen nuestros destinos en esta nueva –y todavía poco conocida– era del llamado ‘capitalismo de la vigilancia’, que empieza a ser tan destructor y agobiante como algunas situaciones que Orwell nos describió en su grandísima novela 1984. 

Hemos pecado, singularmente nuestros mandamases, de prudencia; digo bien: prudencia, no imprudencia, porque prudencia es la capacidad de anticiparse y de pensar ante ciertos acontecimientos sobre los riesgos que nos podemos encontrar y, en consecuencia, tomar en cada momento, aquí y ahora, las decisiones que más convengan para no producir perjuicios innecesarios. No lo hemos hecho y no lo estamos haciendo. Nos movemos a impulsos y también hemos pecado por defecto al no darnos cuenta de que la salud, como la educación y el medio ambiente, son bienes comunes globales que deberían estar organizados, controlados y mutualizados, y en los que deberíamos invertir por convicción. La pandemia ha ofrecido vacunas para los ricos y esperas insoportables en los países que no lo son.

Hemos pecado gravemente de ausencia de liderazgo y de una comunicación comprometida, veraz y transparente; es decir, una comunicación para adultos desde unos lideres que marquen el camino y arrastren voluntades frente a la inoperancia de algunos organismo internacionales y negacionistas recalcitrantes. Inacción y retardos inexplicables son frutos de la reinante falta de transparencia y de la ausencia de gobernanza y solidaridad globales, adobadas con la irresponsabilidad de quienes nos gobiernan. Necesitamos reconstruir y transformar (no reformar) y, ante la ‘nueva realidad’, precisamos instaurar la ética del qué y del por qué, y ponernos de acuerdo en, precisamente, ponernos de acuerdo. El virus nos inoculó a todos y no puede (ni debe) ser una lotería en la que unos ganan –los más poderosos– y otros, los de siempre, pierden.

Para contribuir al cambio, para ayudar a construirlo, no podemos resignarnos. Una de las principales enseñanzas de la pandemia es aprender a ser humildes; las personas deberíamos reconocer nuestros defectos y luchar por combatirlos porque solo eso nos dará confianza y seguridad en nuestras posibilidades. Frente a la soberbia («pasión desenfrenada sobre sí mismo», como dice Rojas Marcos) humildad, pero no tanto como la de aquel arzobispo que presidía y daba la bienvenida a un seminario en una importante Universidad española y que, al verse rodeado de tantos académicos y gente tan principal, no se le ocurrió otra cosa que decir: «Doy la bienvenida a personas tan importantes y sabias desde la humildad, porque a mí, a humilde, no hay quien me gane». Y se quedo tan ancho.

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