Cambio Climático

Los héroes olvidados del hielo

En ‘Hielo: Viaje por el continente que desaparece’ (Gatopardo Ediciones), el glaciólogo Marco Tedesco recorre junto al periodista Alberto Flores las historias más apasionantes que se han dado sobre esta capa gélida en el confín del mundo con el objetivo de alentar a la reflexión sobre su dramática degradación a causa del cambio climático.

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26
mayo
2021
El explorador del hielo Matthew Henson (a la derecha) se convirtió en el primer miembro afroamericano del Explorers Club (Nueva York).

Tranquilizo a Ian, le digo que todo va bien. Le cuento en pocas palabras lo que estaba soñando. Por un momento, Ian me mira confuso, pero luego se repliega en un silencio respetuoso y empático. Camina a mi lado; estamos solos, los demás van detrás. Él y yo tenemos más o menos la misma edad, ambos estamos divorciados, con hijos casi adolescentes. Entre nosotros hay cierta complicidad. En momentos como este tengo la impresión de que compartimos sentimientos a veces desconocidos incluso para mí mismo: sensaciones que emergen en el paisaje del alma como los nunatak, las cimas de las montañas sepultadas en el hielo que asoman en la blanca extensión que nos rodea. Ian echa un vistazo a los demás. Se encuentran lo bastante cerca para que vayamos «en grupo», pero a la suficiente distancia como para que no oigan nuestra conversación. Continuamos hablando. Cuando estoy aquí, pienso más de lo habitual en mis hijas, mujeres en un mundo gobernado por hombres. Me pregunto qué puedo hacer para estar a su lado, para ayudarlas a que hagan sus sueños realidad e infundirles el coraje necesario para avanzar en la vida. Pienso también en Anitra, mi compañera actual, estadounidense, de madre mexicana y padre afroamericano, que a menudo me habla de injusticias raciales y sociales de las que es y ha sido testigo.

¿Qué es, en definitiva, el coraje? ¿Cómo se mide? ¿Con qué valores como referencia? ¿Con qué sistema de medición? ¿Cuánto influyen la situación económica y la extracción social? Me vuelve a la mente toda esa parte oculta de la historia de la exploración polar que tiene como protagonistas, no a los famosos exploradores nórdicos, sino a aquellos que han permanecido siempre alejados de los focos, pertenecientes a las minorías y a menudo olvidados en las crónicas de los grandes descubrimientos.

Uno de ellos, Matthew Alexander Henson, es sin duda uno de los personajes más fascinantes de todos los que se han aventurado en el Ártico. Nació hace un siglo y medio (8 de agosto de 1866) en Nanjemoy, en el estado de Maryland, de padres campesinos, afroamericanos que habían sido liberados de la esclavitud poco antes de la guerra civil. Pese a que eran libres, los padres de Henson, como sucedía con frecuencia en aquella época, sufrieron los ataques del Ku Klux Klan y otros grupos racistas que aterrorizaban a las minorías negras después del final del conflicto. Con el fin de evitar estos acosos, la familia se trasladó a Georgetown –actualmente, un barrio residencial de moda de Washington DC., pero en aquel entonces una pequeña localidad independiente de Maryland– cuando Matthew, el futuro explorador, tenía solo tres años.

«Me vuelve a la mente esa parte oculta de la historia de la exploración polar que tiene como protagonistas a los que han permanecido siempre alejados de los focos»

El muchacho perdió a su madre a una edad temprana y, después de que muriera también su padre, se fue a vivir a casa de su tío, en Washington. Este se ocupó del joven y se encargó de su manutención. Lamentablemente, debido a una especie de maldición que lo perseguía, Matthew también perdió prematuramente a su tío, por lo que, con tan solo once años, se vio obligado a cuidar de sí mismo. No obstante, entonces sucedió algo que cambiaría su vida: un discurso público. Cuando tenía diez años, el muchacho participó en una ceremonia en honor de Abraham Lincoln, el presidente norteamericano que, además de haber combatido para preservar la Unión durante la guerra civil, había liberado a los esclavos en los estados confederados del Sur. Durante la ceremonia, Matthew se quedó profundamente impresionado por un discurso que pronunció Frederick Douglass, orador de renombre y experimentado líder en la comunidad negra americana, y en particular por una invitación que hizo a los presentes: buscar empecinadamente las más pequeñas oportunidades de instrucción y combatir sin tibieza los prejuicios raciales.

De modo que, con doce años, el joven Matthew se dirigió a Baltimore. En el puerto de esta ciudad de Maryland inició una nueva vida al zarpar en el buque mercante Katie Hines, como mozo de camarote, una especie de sirviente. Fue un largo viaje que le permitió visitar lugares lejanos e inimaginables, como China, Japón y África, pero sobre todo que le ofreció la oportunidad de conocer por primera vez las aguas del Ártico. Durante este último periodo en el mar, Childs, el capitán del barco, tomó a Henson bajo su protección y le enseñó a leer y escribir. En 1884, Childs murió y Henson, que tenía entonces 22 años, regresó a Washington, donde encontró trabajo como dependiente en una tienda de sombreros.

Fue precisamente en Washington donde, en 1887, conoció al explorador Robert Edwin Peary, el cual, impresionado por la experiencia del joven, lo contrató como asistente para una expedición que estaba a punto de partir rumbo a Nicaragua. A la vuelta, Peary encontró un trabajo para Henson en Filadelfia, donde, en abril de 1891, el joven se casó con Eva Flint. Sin embargo, la llamada del mar era demasiado fuerte y, poco después, Henson se unió de nuevo a Peary para participar en una expedición ambiciosa: el destino era Groenlandia.

«A su regreso, Peary recibió muchos elogios. No en cambio Henson, quien, debido al color de su piel, fue objeto de la mayor indiferencia»

Este viaje fue para él una iluminación: profundizó en la cultura esquimal local y aprendió su lengua y sus técnicas de supervivencia en el hielo. En 1893, Henson regresó a Groenlandia, en esta ocasión con el objetivo de atravesar y cartografiar todo el casquete polar. Un viaje largo y complicado, que duró dos años, durante el cual los miembros del equipo de Peary se vieron obligados a alimentarse con la carne de todos los perros que tiraban de sus trineos, salvo de uno.

Pese a esta dura experiencia, la fuerza y la perseverancia de Peary y Henson no desfallecieron, y ambos decidieron volver a Groenlandia. En 1896 y 1897 emprendieron dos nuevas misiones, cuyo objetivo era recoger los restos de tres grandes meteoritos que habían encontrado durante las expediciones anteriores –uno de ellos, el mayor que se ha recuperado nunca, con un peso de aproximadamente 34 toneladas– y que fueron vendidos al Museo Americano de Historia Natural (¡aunque ya hemos visto cómo los consiguió realmente Peary!). Todos los ingresos obtenidos de la venta de las preciosas reliquias se utilizarían para financiar otras expediciones.

En 1897, Henson se divorció de Eva, en parte a causa de sus largas y frecuentes ausencias, y, en 1902, en compañía de Peary, llevó a cabo el primer intento de llegar al Polo Norte. Como es sabido, la empresa acabó trágicamente con la muerte (por falta de provisiones) de seis miembros esquimales de la expedición. El siguiente intento, en 1905, recibió el apoyo del mismísimo presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, y el equipo consiguió navegar hasta unos quinientos kilómetros del Polo Norte. Lamentablemente, el grosor del hielo marino –el mismo que en la actualidad está derritiéndose a una rapidez impresionante, permitiendo navegar con toda tranquilidad por el paso del Noroeste– les obligó a dar media vuelta. Mientras tanto, Henson tuvo un hijo, Anauakaq, con una mujer inuit, pese a lo cual, una vez en casa, se casó con Lucy Ross, que se convirtió en su segunda esposa.

En 1908, el equipo llevó a cabo la última tentativa de alcanzar el Polo Norte. Henson resultó ser de gran ayuda construyendo trineos y adiestrando al resto de los miembros de la tripulación, que lo consideraban tan capacitado como Peary en lo que respecta a su experiencia en el Ártico. El 6 de abril de 1909, Henson –que en aquel entonces tenía cuarenta y tres años–, Peary, cuatro esquimales y cuarenta perros llegaron por fin al Polo Norte, o eso dijeron al menos. El coste de la empresa era evidente para todos: ¡basta pensar que la expedición había partido con veinticuatro hombres, diecinueve trineos y ciento treinta y tres perros! Peary sabía que el éxito de la misión se debía en gran parte a su compañero de confianza, y aseguró públicamente que jamás lo habría conseguido sin él. Sin embargo, en honor a la verdad es necesario recordar que el triunfo de la expedición de Peary y Henson de 1909 continúa siendo cuestionado (tanto por los que sostienen que Peary y Henson creyeron que habían llegado al Polo Norte, pero que en realidad no fue así, porque cometieron un error de cálculo en sus desplazamientos, como por los que están convencidos de que Peary mintió deliberadamente) y que Frederick Albert Cook afirmaba que había llegado al Polo Norte un año antes que ellos.

«Por lo general, a las mujeres solo se las implicaba en las exploraciones polares para bautizar los nuevos descubrimientos»

A su regreso, Peary recibió muchos elogios. No en cambio Henson, quien, debido al color de su piel, fue objeto de la mayor indiferencia y pasó las tres décadas siguientes trabajando como empleado en una aduana federal de Nueva York, aunque sin olvidar nunca su vida de explorador. Henson publicó sus memorias árticas en 1912, con el título de A Negro Explorer at the North Pole, pero, lamentablemente, no recibió el reconocimiento que merecía hasta después de haber cumplido setenta años: primero en 1937, cuando el Explorers Club de Nueva York lo aceptó como miembro honorario y se convirtió en el primer afroamericano que formaba parte de él; después, ese mismo año, cuando lo condecoraron con la Peary Polar Expedition Medal; y, por último, en 1944, cuando recibió la medalla del Congreso junto con los demás miembros de la expedición.

Tanto Ian como yo tenemos hijas adolescentes, hablamos a menudo de su futuro y, sobre todo, de que, si bien se ha avanzado mucho, nuestra sociedad y nuestra profesión en particular en modo alguno favorecen a las mujeres, al contrario. Hemos hablado en numerosas ocasiones del papel de las mujeres en la exploración ártica y antártica, y de lo difícil que debió de resultarles a las primeras pioneras abrirse paso en este campo. Muchas de las que viajaron a la Antártida eran, no por casualidad, esposas de exploradores, y, entre estas, las que deseaban desempeñar tareas más importantes en las misiones en el gran continente helado tenían que enfrentarse a los prejuicios de género y a la indolencia burocrática. Lamentablemente, debido a la cultura machista imperante, incluso las mujeres que podrían haber sido muy válidas para las expediciones a los Polos tenían menos probabilidades de ser seleccionadas que los hombres.

Cuando comenzaron las exploraciones a la Antártida, muchos hombres consideraban este continente un lugar donde proyectarse como héroes conquistadores, y en sus diarios imaginaban esta tierra blanca como una «mujer virgen» o «un cuerpo femenino monstruoso» al que someter virilmente. Por lo general, a las mujeres solo se las implicaba para bautizar los lugares que poco a poco iban descubriéndose o, en última instancia, para parir en el hielo. Sé que puede parecer absurdo, pero hace 30 o 40 años varios gobiernos invitaron a las mujeres a dar a luz en la Antártida para reivindicar con este acto una especie de soberanía sobre el territorio, puesto que el continente no pertenece a ningún país, sino que su «administración» se cede a los distintos países según un tratado de colaboración internacional. Entre las mujeres que aceptaron la invitación cabe destacar a la argentina Silvia Morella de Palma, que el 7 de enero de 1978 dio a luz a Emilio, un niño de tres kilos y medio, en la base argentina Esperanza.

Ian me cuenta que en alguna parte leyó un artículo publicado a mediados de los años noventa que demostraba de modo incontestable que las mujeres resisten mejor que los hombres las condiciones extremas del clima antártico. Tomo nota, en espera de compartir esta información con mis hijas. Continuamos charlando y recordando a las «heroínas» de la exploración antártica. La primera mujer occidental que llegó a las aguas del lejano continente fue Louise Seguin en 1773, en la nave Roland. No está claro si embarcó como cortesana o bien vestida como un muchacho. Otros sostienen que la primera mujer fue Jeanne Baret, una botánica y exploradora francesa que llegó a las aguas de la Antártida con fines científicos después de haberse convertido, sin saberlo, en la primera mujer en dar la vuelta al mundo en barco.


Este es un fragmento de ‘Hielo: Viaje por el continente que desaparece’ (Gatopardo Ediciones), por Marco Tedesco y Alberto Flores D’Arcais.

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