Medio Ambiente

Cómo evitar la culpa climática y pasar a la acción

Responsabilizar a los ciudadanos de la lucha contra el cambio climático a través de acciones individuales, defiende el ambientólogo Andreu Escrivà en ‘Y ahora yo qué hago: cómo evitar la culpa climática y pasar a la acción’ (Capitán Swing), solo consigue generar impotencia a largo plazo y frenar la acción colectiva realmente necesaria para avanzar hacia la descarbonización.

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17
mayo
2021

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Las hostilidades entre Estados Unidos e Irán –tan atemporales que me atrevo a ponerlas por escrito, convencido de que lamentablemente seguirán de actualidad cuando leas esto– constituyen una amenaza real, presente y cierta cuyos efectos más desastrosos aún pueden ser evitados. Pero no es nuestra culpa y nada de lo que hagamos (ni siquiera manifestarnos) puede influir en ello. Lo más lógico, por supuesto, sería no hacer nada. De hecho, más allá de indignarte o preocuparte, dudo de que hayas hecho algo sobre ello. Has actuado de forma racional.

Empecemos por el tema de la culpa. Hemos visto cómo las emociones negativas asociadas al cambio climático –entre ellas, la culpabilidad– actuaban de freno a la acción. Pero, siendo honestos… ¿acaso que algo no sea nuestra culpa nos impide ayudar? Si una anciana tropieza y cae, ¿no la ayudamos, aunque la culpa sea del mal estado de la calle? Si encontramos un animal herido, ¿no tratamos de buscar refugio o asistencia médica, aunque no hayamos tenido nada que ver con el accidente? Delimitemos culpa, responsabilidad y deber moral, porque no son lo mismo. Aunque no tengamos la culpa, siempre tenemos la responsabilidad de actuar correctamente conforme a nuestras coordenadas morales.

Y ahora que hemos derribado las excusas anteriores, la acción se hace inexcusable. Cada gramo que no se emita importa, y nunca es tarde para incrementar nuestro esfuerzo a la hora de recortar emisiones. Pero no solo las personales (y eso lo veremos después), porque nuestra responsabilidad individual alcanza también nuestro entorno colectivo. Tenemos capacidad de mejorar lo que nos rodea, y sabemos que esa diferencia importa. Cada acto es valioso por sí mismo. Aunque lo llevemos a cabo dentro de un sistema perverso como el capitalismo, aunque pueda parecer insignificante en medio de la densa telaraña de emisiones de grandes empresas, aunque no formes parte del porcentaje de los más ricos del mundo, que son quienes más contaminan.

«Pensar que sabíamos qué hacer ha evitado que exigiésemos cambios colectivos de calado»

Tememos más a las respuestas que a los fenómenos en sí. Nos escudamos pensando, en lo más íntimo, casi a escondidas, que será peor el remedio que la enfermedad. Ante la avalancha de información culpabilizadora (en medios de comunicación e incluso por parte de empresas, Gobiernos o activistas), cabe preguntarse: ¿cómo incentivamos que la gente actúe si el mensaje es que para evitar un futuro más cálido tiene que renunciar a aquello que le gusta y le hace sentir bien, a aquello con lo que disfruta o que le ha costado mucho ganarse?

Es incluso posible que a algunas personas les parezca menos deseable dejar el coche y el avión o eliminar la carne de la dieta que las consecuencias del cambio climático. Si esta culpabilización y la sensación de castigo las combinamos en la coctelera climática con la frustración derivada de la aparente irrelevancia de nuestras acciones individuales, el resultado que obtenemos es el rechazo frontal a la acción climática. Más aún cuando pensamos que sí que hacemos mucho, que somos ciudadanos ejemplares. Os cuento una anécdota.

Era 2016, y estaba yo en una cena de unos premios literarios. La mesa en la que me habían sentado era muy diversa. Éramos unas 10 personas y mantuvimos una conversación muy animada durante toda la noche. Entablé una charla realmente absorbente con un escritor de literatura juvenil, que empezó a preguntarme, con sincero interés, sobre cuestiones técnicas relativas al cambio climático. En un momento determinado, se echó para atrás y me dijo: «Es que, según lo que tú me dices, ¡yo no hago suficiente!». Me lo dijo sin regañarme, sin parecer molesto, más bien lo contrario. Estaba sorprendido, porque además él mismo había llegado a esa conclusión sin que yo siquiera le hubiera dado pautas de cómo actuar. En otras palabras: lo que sucedió es que, de repente, alguien que se consideraba un buen ciudadano en materia ambiental (separaba la basura en casa, cogía la bici el fin de semana, ahorraba agua) descubría que en realidad no lo era. Se dio de bruces con algo que investigaciones recientes han podido comprobar: la información para entender en qué consiste el cambio climático es sustancialmente distinta de la que se requiere para actuar frente a él. Se puede tener una conciencia clara del problema, pero no de cómo abordarlo.

«Que un país reduzca a la mitad el consumo de carne es más transformador que si unos pocos la eliminan de sus dietas»

A ellos se suma una trampa de la que es difícil escapar, la percepción que solemos tener de nosotros mismos como «buenos ciudadanos» por el hecho de realizar determinadas acciones bien vistas por la sociedad o el colectivo en el que vivimos. Si nos dicen que lo importante es reciclar (en realidad, es separar, puesto que no tenemos una planta de reciclaje en casa), apagar las luces y cerrar los grifos mientras nos lavamos los dientes, ¿cómo no vamos a ponernos una medalla verde si lo hacemos? Instituciones y empresas han reforzado durante estos años sus mensajes pretendidamente aleccionadores o ejemplificantes alrededor de una mera asunción cosmética de responsabilidades ambientales, mientras obviaban otras acciones verdaderamente transformadoras. Hemos tenido la sensación de saberlo todo sobre qué hacer frente al cambio climático, y que al hacerlo (puesto que eran acciones fácilmente realizables) hemos tocado techo. Pensar que sabíamos qué hacer ha evitado que buscásemos más información y que exigiésemos cambios colectivos de calado. Nos hemos contentado con otro estadio de confort, al que hemos llegado sin apenas cambios de calado, sin cuestionar la raíz del problema.

A ello se le ha añadido el contraste moralizante de la hiperperfección ecosocial. Seguro que te suena haber leído historias sobre personas que viven sin plástico, o sin generar basura, o reutilizando toda el agua, o que jamás se suben a un coche. Estas historias, pese a que su difusión obedezca a veces a un legítimo intento de inspirarnos al resto, pueden acabar teniendo un efecto rebote. Yo no soy perfecto, y seguramente tú tampoco lo seas. Admiro profundamente a quien es capaz de llevar su compromiso hasta el extremo, pero necesitamos otro aliciente. No necesitamos un puñado de gente haciéndolo todo de forma perfecta, sino una mayoría de gente transitando hacia la descarbonización, aunque sea de forma imperfecta. Que el 80% de la población de un país reduzca a la mitad el consumo de carne es mucho más transformador que si un pequeño porcentaje es capaz de eliminar la carne por completo de sus dietas. Vivir sin nada de plástico es posible, pero extremadamente complicado para la inmensa mayoría de la gente. Reducir un 75% el plástico que usamos, en cambio, es incluso más sencillo de lo que pensamos.

En una investigación en Estados Unidos sobre credibilidad, comunicación y cambio climático, publicada en 2020 en la revista Energy Research & Social Science, sus autores presentaban hallazgos sobre esta cuestión. Así, los resultados de la encuesta realizada mostraban que los expertos y activistas eran más creíbles y tenían mayor influencia cuando adoptaban una serie de comportamientos respetuosos con el planeta en su día a día. La coherencia es un valor, sin duda. Pero también encontramos otro hallazgo reseñable en el estudio: si las medidas tomadas eran percibidas como demasiado extremas, el grado de credibilidad e influencia decaía. Al entender que eran vías de acción que no podían adoptar, las desechaban. Necesitamos gente como nosotros que adopte medidas que veamos factibles; si las llevan al límite, nos desconectamos. No nos queremos mirar en el espejo de quien es perfecto, sino de quien hace que los logros parezcan estar al alcance de nuestra mano.

Así que coge el martillo de nuevo y repite conmigo, aunque lo hayamos dicho ya unas cuantas veces. No eres culpable. Eres responsable. Tienes una innegable parcela de responsabilidad sobre la que puedes actuar –y luego nos tocará ver cómo hacerlo–, y que no se circunscribe a tus meros actos, ni tampoco a lo que tradicionalmente hemos considerado como buenas prácticas ambientales. No necesitas ser perfecto para empezar a hacerlo. Y lo que hagas importa. Mucho.


Este es un fragmento de ‘¿Y ahora yo qué hago? Cómo evitar la culpa climática y pasar a la acción?’ (Capitan Swing), de Andreu Escrivà.

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