Ciudades

Una nueva forma de viajar: ser turista en tu propio barrio

Las restricciones de movilidad han transformado por completo el concepto de viajar, instaurando ritmos pausados que traen de vuelta los lugares más cotidianos de nuestras ciudades, anteriormente invisibilizados por estar siempre presentes.

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23
marzo
2021

Las limitaciones de movilidad impuestas por el estado de alarma, desde las más restrictivas hasta las más laxas, han transformado por completo nuestra forma de desplazarnos y relacionarnos con los espacios que nos rodean. Acostumbrados a un mundo sin límites, donde la suma de todas las globalizaciones nos permite viajar a cualquier rincón del mundo, nos encontramos, de repente, encerrados en nuestras casas, barrios y ciudades. Los espacios cotidianos se volvieron claustrofóbicos, especialmente en una cultura como la nuestra, donde ciudad y calle se configuran como una extensión más de la casa. Ahora, en este nuevo escenario de crisis, viajar se vuelve casi impracticable, al menos como estábamos acostumbrados a hacerlo.

El confinamiento cambió nuestra forma de mirar, atravesar y sentir los espacios más cotidianos. En los primeros días –que terminaron siendo semanas–, un desvío en el camino habitual al supermercado parecía liberador, y pasear o salir a hacer deporte se aprovechaba al máximo. Los barrios eran muy diferentes: llenos de silencio, salvo por esos pájaros cantando. No fueron pocas las iniciativas que animaron a los habitantes de las ciudades a estar más atentos a la presencia de otros inquilinos urbanos que solían pasar desapercibidos, especialmente las aves, nuestras más comunes vecinas. De hecho, el confinamiento coincidió con una época de importantes migraciones que trajeron golondrinas y vencejos.

Poco a poco, los barrios fueron añadiendo dimensiones a su forma de ser, mientras que sus habitantes trataban de alargar su hora permitida en la calle hasta el infinito. Y es que los ritmos pausados expanden el espacio, como ha demostrado la literatura en numerosas ocasiones. Por ejemplo, en Los Autonautas de la Cosmopista, Julio Cortázar y Carol Dunlop viajaron por la autopista entre París y Marsella durante sus vacaciones con una serie de restricciones autoimpuestas que les llevó a redescubrir un espacio que habían recorrido en incontables ocasiones, experimentando un asfalto ajeno al tráfico y plagado de descubrimientos científicos, fauna y otros viajeros. En una experiencia más cercana a nuestro contexto, Xavier de Maistre, un aristócrata saboyano obligado a cumplir con un confinamiento de 42 días, escribió Viaje alrededor de mi habitación, donde contaba cómo la literatura de viajes fue la única capaz de hacer su sala tan extensa como un país.

Turistas de un mundo sin fin

Como Maistre, pero confinada en los barrios, la población encontró otras opciones al alcance de su mano. Descubrió así negocios en las inmediaciones del hogar que cubrían sus necesidades, lugares de las ciudades que anteriormente se hacían invisibles por estar siempre presentes. Sin saberlo, los vecinos se convirtieron en ‘situacionistas’, como el filósofo Guy Debord, tejiendo el barrio a partir de las relaciones con los vecinos, el comercio local y los paseos. La ciudad está llena de corrientes invisibles que toman atajos y desvíos para transformar la forma de ver las calles.

Gran parte de los ciudadanos también vio cómo el estado de alarma desmoronaba sus planes de vacaciones, obligando a buscar alternativas en su propia ciudad, provincia o comunidad autónoma. Bucearon las ofertas culturales de la localidad: los museos ofrecieron visitas virtuales o accesos con aforos limitados que transformaron por completo la contemplación de las obras. Por su parte, los centros históricos, normalmente llenos de turistas, se quedaron vacíos y los ciudadanos descubrieron cómo era pasear por sus calles, disfrutando de un patrimonio histórico que daban por sentado, a pesar de que España es el tercer país con más lugares declarados Patrimonio de la Humanidad.

Ser turista es querer ser, por unos días, alguien sin patria ni obligaciones

¿Por qué ha tenido que llegar un virus para cambiar la forma de mirar los barrios? A principios del siglo pasado, la irrupción de los ferris trasatlánticos y los viajes aéreos inauguró una nueva forma de moverse por el mundo, heredera de una época de descubrimientos donde lo lejano siempre era exótico. Las masas se convirtieron en turistas: buscaban conocer, descubrir experiencias lejos de la monotonía. Son estas emociones asociadas al viaje de larga distancia y de ruptura con lo cotidiano las que han ubicado culturalmente nuestra forma de experimentar el mundo.

Ser turista es querer ser, por unos días, alguien sin patria ni obligaciones. Buscamos el choque con otras culturas, los monumentos y museos más distinguidos de cada país y la gastronomía más extraña a nuestros paladares. Por ello, recurrimos a las redes sociales, donde la experiencia vende más que el propio destino. Y así nos encontramos con la contradicción que señala el fotógrafo catalán, Joan Fontcuberta, en el documental El que queda de la fotografía: «Cuando hacemos fotos, sobre todo cuando viajamos, no queremos descubrir un lugar, sino reconocer el lugar que ya llevamos interiorizado. Vamos con una mochila de clichés, y lo que queremos es confirmarlos y repetirlos». Esto provoca que nuestros espacios cotidianos sean los más desconocidos –¿quién fotografía su barrio?–.

Ahora, la nueva normalidad abre la veda para redescubrir las ciudades con esas sensaciones de libertad, de descanso y de interrupción tan intensas que surgieron el primer día que se levantaron las restricciones más duras del confinamiento. Emociones que no tienen que ver con viajar durante horas hacia lo desconocido, ya que la experiencia de las ciudades, con sus distintos bloques y parques, depende de la forma en la que se les mire. Si algo ha dejado patente la pandemia es que los barrios son fuentes infinitas de nuevas sensaciones.

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