Opinión

Propósito de enmienda

Cambiar para que nada cambie comporta retorcer la forma sin modificar el fondo, que es lo que debería transformarse si fuere preciso.

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02
febrero
2021

¿Que es el propósito? Me lo pregunto cada mañana sin encontrar respuesta, torturado por el significado de esa expresión de nuevo cuño –empresas con propósito o liderazgo con propósito, que todo vale– que ahora es tendencia y se ha puesto de moda entre consultores y expertos en este mundo de la sostenibilidad, la responsabilidad social y lo que deban ser las empresas chachipiruli. He acudido –sin éxito– a la Academia para conocer el alcance de la expresión y he buceado en las publicaciones especializadas para poder aprender de qué estamos hablando; he preguntado a sabios y a políticos, a ciudadanos y ciudadanas, a gentes de toda clase y condición y no he obtenido respuesta. Busco y rebusco, me afano en la tarea y, al final, me llega la inspiración de que la solución que anhelo pueda estar en la doctrina del estadounidense Tony Robbins, escritor de libros de desarrollo personal y, según Wikipedia, «orador motivacional», cuyo lema de Perogrullo es que «nada cambia si no cambias nada». Naturalmente, el señor Robbins es consultor y millonario.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa escribió la novela El Gatopardo, que se publicó en 1958 –tras la muerte de su autor–, y que Visconti llevó al cine en 1963 con gran éxito. «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie», le dice en la obra Tancredi a su tío Fabrizio. Una frase que hizo fortuna porque simboliza no solo la capacidad de adaptación siciliana –donde se sitúa la trama–, sino también la intención de los poderosos a aceptar los cambios para seguir conservando su influencia. En la ciencia política se utilizan los términos gatopardismo o lampedusiano para hablar de la posibilidad de cambiar todo para que nada cambie, una tremenda paradoja que se ha practicado y se practica regularmente. A los políticos y gobernantes de toda condición les da igual proponer o aparentar cambios para que todo siga igual; es, seguramente, una de las razones de su existencia y de su singular oficio. El gatopardismo, que debería ser una anécdota, ha penetrado como doctrina en la clase dirigente –no solo la política) y ha permeado tanto que ha mutado en categoría: ahora hablamos de cambiar para que nada cambie, ahí es nada.

«Necesitamos un nuevo contrato social que transforme a España en un país más decente y mejor»

Asentada esa doctrina, otra reflexión, que comparto con el profesor Longinos Marin. Cambiar para que nada cambie comporta retorcer la forma sin modificar el fondo, que es lo que debería transformarse si fuere preciso. Si en la moda de los intangibles todo es lo que parece, hay que estar a la última, que es, precisamente, corregir las denominaciones: cambiar las palabras para dar la impresión de que estamos ante algo nuevo y diferente, olvidando que la palabra es el mayor bien que posee el hombre. La palabra, el concepto, es todo. La palabra –sólida, veraz, reflexiva y profunda– es el pilar que sostiene el mundo y hace posible todo lo que realizamos. Todo. Quien daña la palabra, destruye el mundo. Y la palabra, el lenguaje, como explicó Heidegger, tiene dos funciones muy distintas: una función o valor instrumental –como medio para comunicarnos o informarnos– y otra función o valor ontológico mucho más radical, como es expresar nuestro ser profundo y nuestro estar en el mundo, con todas sus dudas, inquietudes y oscuridades, una función que es absolutamente indispensable y es la que explora el pensamiento. Esta ultima y profunda función esta siendo arrinconada, olvidada y dañada por la superficialidad y falsedad de la avalancha de comunicaciones instrumentales –redes fecales y fake news mediante– y a la que, entre todos, habremos de poner remedio.

Nos estamos perdiendo el respeto a nosotros mismos, olvidando –como nos enseñó Baltasar Gracián– que «la panacea de todas las necedades es la prudencia porque cada uno debe conocer su esfera de actividad y su condición. Así podrá ajustar la imaginación a la realidad». Eso no ocurre cuando nos ponemos a inventar o especular, como si hubiéramos descubierto la pólvora, sobre las empresas y liderazgos con propósito –que no sé todavía lo que es, pero que parece un nuevo modelo que combina la conciencia social y el resultado económico–. Es decir, lo de siempre: el maridaje entre los resultados económicos y la función social de las empresas e instituciones; en síntesis, la Responsabilidad Social, el compromiso. Si el compromiso es la obligación que se contrae por una persona, una empresa o una institución, el propósito es el deseo o la intención de hacer algo, y no es lo mismo tener una obligación que la intención de hacer algo.

No precisamos propósitos ni buenas intenciones. Necesitamos un nuevo contrato social que transforme a España en un país más decente y mejor, y no podemos resignarnos. No necesitamos más deseos de no se sabe qué, sino propósito de enmienda para conjugar libertad y justicia –eso es la democracia– y ejercer el derecho y el deber de ser responsables, para participar en procesos que hagan oír las voces de los que luchan contra la injusticia social, para poder vivir la libertad de ser libres y, por tanto, iguales.

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