Opinión

Intereses creados

El trumpismo, como variante avanzada del populismo, no es una ideología sino una forma de comunicar con un lenguaje demagógico que utiliza las redes sociales y las transforma en redes fecales para cumplir sus objetivos.

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12
noviembre
2020

«Para seguir adelante con todo, mejor que crear afectos es crear intereses», dice el protagonista y pícaro Crispín en la escena final de Los intereses creados, la obra teatral de Jacinto Benavente estrenada en Madrid hace más de cien años que supuso a su autor el reconocimiento de la crítica y el público, hasta el punto de que, el que más tarde fuera académico y desde 1922 Premio Nobel de Literatura, salía muchas noches del teatro donde se representaba la comedia a hombros de sus admiradores.

Me pregunto si en esta irreverente época no sabemos todavía si es mejor crear afectos o intereses. Trump –que, según sus adversarios, nunca hace prisioneros– lo tenía y lo tiene claro: nada de afectos porque crear intereses, aun sustentados en mentiras, es lo importante y lo útil, ya sea para la vida de los negocios, ya para la dirigencia política. Al fin y a la postre, el trumpismo, como variante avanzada del populismo, no es una ideología sino una forma de comunicar con un lenguaje demagógico que utiliza las redes sociales intensa y habitualmente y las transforma en redes fecales para cumplir sus objetivos. Es curioso y digno de estudio que el todavía presidente de USA, a pesar de su retórica embustera, su propaganda falaz, sus equivocaciones y desvaríos, sus mentiras contrastadas y su notorio estilo barriobajero, haya sido capaz de conseguir el voto de setenta millones de sus compatriotas en las elecciones. Son muchos millones de votos y la explicación podría estar, como nos ha dicho el catedrático de Harvard Steven Pinker, «que en historia, ciencia o política, a la gente no le importa tanto la verdad como la narración de las cosas». Construir el relato, no importa cuál sea, parece ser la aspiración de los políticos modernos.

«La palabra sólida, veraz, reflexiva y profunda es el pilar que hace posible todo lo que hacemos: quien la daña, destruye el mundo»

Max Weber ya nos advirtió sobre los costes intelectuales y políticos de la desmitificación y la desacralización causadas por el racionalismo moderno. Uno de esos costes es, sin duda, lo que hoy se llama posverdad, que no solo consiste en negar la verdad sino en falsearla, incluso en negar su prevalencia sobre la mentira, y esa sutileza ataca de raíz la propia racionalidad. Es cierto que, como señaló el historiador de la ciencia Koyré, así es la condición humana: el hombre «se ha engañado a sí mismo y a los otros. Ha mentido por placer, por el placer de ejercer la sorprendente facultad de decir lo que no es y crear, gracias a sus palabras, un mundo del que es su único responsable y autor». Pero ahora ocurre algo más grave: se niega la autoridad de la razón, y se niega sobre todo la autoridad de los hechos, dejando que imaginaciones o deseos prevalezcan sobre lo fáctico. Son las fake news, de las que tanto hablaba y habla Trump, y que tanto aplica como usuario compulsivo de las redes, donde se afirma como cierto lo que es falso. Posverdad que, como hemos dicho en otras ocasiones, se ha convertido en deporte de moda: engañan los periódicos, los partidos políticos, engañan muchos dirigentes ante parlamentos o jueces, engañan organismos internacionales que debieran velar por la pureza de la información, se miente a los accionistas de las empresas que quiebran y a los depositantes de bancos que se hunden cuando el día anterior se había afirmado que eran solventes. Se desprecia e ignora la autoridad de las pruebas, empíricas o históricas, un método que ha proporcionado a Occidente los mayores progresos de la historia y ha servido para crear sociedades mucho más justas. Se están creando realidades inexistentes –aquello que Platón plasmó en el mito de la caverna– y realidades artificiales y artificiosas. Paradójicamente, Trump ha sido el maestro de cómo hacerlo y, al tiempo, el paradigma de lo que no debe hacerse.

No podemos olvidar que, al final, la palabra es el mayor bien que posee el hombre. La palabra, el concepto, es todo. La palabra sólida, veraz, reflexiva y profunda es el pilar que sostiene el mundo y hace posible todo lo que hacemos. Todo. Quien daña la palabra, destruye el mundo. Y la palabra, el lenguaje, como explicó Heidegger, tiene dos funciones muy distintas. Una función o valor instrumental, como medio para comunicarnos cosas, y otra función o valor ontológico mucho más radical: expresar nuestro ser profundo y nuestro estar en el mundo, sin mentir pero con todas sus dudas, inquietudes y oscuridades. Esta función es absolutamente imprescindible y es la que explora el pensamiento. Esta última función profunda está siendo arrinconada, olvidada y dañada por la superficialidad y falsedad de la avalancha de comunicaciones que hoy padecemos y a la que habremos de poner remedio, pero nunca con un Ministerio de la Verdad. Hace falta crear menos intereses y abrazar sin engaños más afectos. Apréndanlo los políticos: la historia siempre se repite y, como nos enseñó Benedetti, «el ayer siempre absorbe el anteayer/ y viene a ser el resumen del pasado».

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