Opinión

La fiebre de la colaboración

Colaborar de manera eficaz exige, antes de nada, la voluntad de trascender la moda e integrar una lógica particular: tanto la colaboración como un diálogo bien ejecutado dependen de un proceso de reflexión y planificación que involucre a las partes desde el mismo principio.

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28
enero
2021

Si miras a tu alrededor, es sorprendente ver cómo las redes, asociaciones, alianzas, plataformas, diálogos y muchos otros esquemas colaborativos se han multiplicado en los últimos años. La sociedad red todavía suena a cliché, pero, en realidad, ¿quién no forma parte de ella? Junto a ella se ha ido asentando una especie de fiebre de la colaboración y el diálogo, instrumentos que, en boca de políticos y conferenciantes, alternan entre la panacea y el comodín, y en el que se suelen depositar objetivos y esperanzas demasiado imprecisas.

Apelar a la colaboración tiene muchas ventajas. Por una parte, invoca lo sensato y lo amable: es difícil que alguien esté en contra. Por si eso no fuera poco, colaborar es como respirar: parece que todos sabemos hacerlo, ¿verdad? Pues no. Mi experiencia en diferentes ámbitos de las relaciones internacionales confirma que, entre la buena disposición, el interés en colaborar y el diseño de marcos adecuados de trabajo conjunto suelen caducar más de un par de promesas. Con demasiada frecuencia se banalizan tanto el diálogo como la acción colaborativa. Se bautizan innumerables redes y espacios de diálogo, que deberían tener un alto impacto en la adopción de nuevas políticas, leyes, mejoras institucionales y acuerdos renovados en ámbitos esenciales, que afectan directamente al bienestar de las personas, desde la seguridad al cambio climático, y que terminan produciendo, como máximo, contactos intermitentes, ya sea entre cuerpos políticos o técnicos, y esa falta de continuidad se convierte, a su vez, en una parte fundamental –una especie de síndrome de resistencia– a la hora de no lograr consolidar líneas de cooperación más eficaces.

La Agenda 2030, que tiene en su ADN tanto la promoción de dichos marcos de trabajo como la necesidad de que sean eficaces, ha ofrecido, durante estos primeros años de implantación, un campo de análisis enormemente rico. He sido testigo en demasiadas ocasiones de un orden de prioridades equivocado, en el que prima el afán de publicidad a la correlación entre el método y los resultados, y en los que se invita a participar a un número aleatorio de actores más por guión que por convicción. Esto conlleva una serie de riesgos que no se suelen valorar de antemano. Cuando esos espacios de colaboración o diálogo se vuelven gradualmente ineficaces –en mi experiencia, la mayoría de los casos–, se convierten en una carga para las organizaciones involucradas en términos de tiempo, dinero y reputación. Lo que es peor, terminan deprimiendo la creación de confianza, consensos y continuidad entre muchas de esas organizaciones, que tienen un papel determinante para lograr, por ejemplo, metas relacionadas con la paz, la estabilidad, o los objetivos de desarrollo sostenible.

«Cuando los espacios de colaboración se vuelven ineficaces, se convierten en una carga para las organizaciones involucradas»

Colaborar de manera eficaz exige, antes de nada, la voluntad de trascender la moda e integrar una lógica particular. Tanto la colaboración como un diálogo bien ejecutado dependen de un proceso de reflexión y planificación serio, que refleje el nivel de interés y compromiso, e involucre a las partes desde el mismo principio a participar en la conceptualización conjunta de ese marco de trabajo, entendiendo quién participa y por qué, cómo se enmarca en espacios de trabajo ya existentes o planeados, qué marco de objetivos y resultados, que incentivos existen para que los participantes se comprometan a largo plazo, bajo qué esquemas de trabajo, con qué recursos y distribución de responsabilidades y, en el caso de que sea necesario, cuál es la mejor forma de conectarlo al apoyo de la cooperación internacional. Cuando eso ocurre, se alientan nuevas formas de coordinación y acción colectiva entre diferentes actores que estos nunca hubieran podido lograr por sí mismos y, como resultado, se multiplica la eficacia a la hora de lograr ciertas metas. De esa forma se va formalizando un espacio interconectado mucho mejor desarrollado, en donde el conocimiento, los objetivos, las reglas y los procesos, que antes eran difusos, se van convirtiendo en formas más estables, mejor pensadas y más duraderas.

Un entendimiento más profundo de esos espacios sigue siendo una asignatura pendiente en el manual de instrucciones del presente y del futuro. Seguimos mentalmente condicionados por la geografía de los Estados, donde la autoridad, las reglas y la rendición de cuentas eran menos mutables y menos difusas. Pero hoy, independientemente de que esa geografía siga estando vigente y siendo esencial, y a falta de modelos realistas de gobernanza global, los esquemas para mejorar la cooperación, incluyendo a un espectro de actores que trasciende con mucho al estado y en el cual esta pandemia ha proporcionado un ejemplo de manual, surgen como alternativa más razonable. Es la forma en la que múltiples actores interactúen y se organicen a través de diversos esquemas de colaboración, sabiendo distinguir lo que es deseable de lo que es posible, lo que determinará el éxito o el fracaso para abordar muchos de los desafíos a los que nos enfrentamos, tanto a corto como a largo plazo.


Carlos Buhigas Schubert es director y fundador de Col-lab

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