Opinión

El deber de cuidar

Si ahora que es posible relajar un tanto las medidas de protección nos des-cuidamos, en todos los sentidos del término, corremos el riesgo de volver a la casilla de salida y tener que encerrarnos de nuevo.

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09
agosto
2020

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«Cuídate, cuidémonos», ha sido la máxima omnipresente a lo largo del confinamiento por la COVID-19, y lo sigue siendo mientras dure la amenaza de contagio. Hace tiempo que el cuidado viene abriéndose camino como una disposición imprescindible con vistas a la mejora del bienestar individual y colectivo. Se trata de un valor, como dijo su promotora Carol Gilligan, tan esencial como la justicia, que ha permanecido invisible durante siglos porque su espacio natural era el de la vida doméstica donde gobernaban las mujeres. Siempre fueron necesarios los cuidados, porque la menesterosidad es un aspecto de la condición humana. Ni los avances de la medicina ni la profesionalización de muchos servicios cubren totalmente una obligación de la que nadie debería estar dispensado. Nada lo hubiera hecho tan evidente como la pandemia que se nos ha venido encima. El desconocimiento, la incertidumbre, la escasez de medidas preventivas y las dimensiones insospechadas de la catástrofe han puesto el foco en este imperativo irrenunciable: el de cuidarnos por la vía de cuidar de los demás.

Si queremos fijarnos en las lecciones que nos va dejando la presencia del virus, esta es una de las más obvias. Si ahora que es posible relajar un tanto las medidas de protección nos des-cuidamos, en todos los sentidos del término, corremos el riesgo de volver a la casilla de salida y tener que encerrarnos de nuevo. Cuidarse, protegerse para protegernos todos, es latoso pero eficaz, funciona para despistar al virus y evita la infección.

«El ideal de autonomía, autosuficiencia y soberanía plena se ha venido abajo»

El énfasis puesto en el cuidado se ha reflejado asimismo en la visibilidad que han adquirido una serie de trabajos que desde el inicio del confinamiento fueron considerados «esenciales». El abastecimiento alimentario, la limpieza, el transporte, los servicios funerarios, además de, por supuesto, el conjunto de servicios sanitarios. Trabajos y servicios más bien poco remunerados, pese a ser imprescindibles porque son los que satisfacen las necesidades más básicas.

El valor adquirido de repente por esos mínimos vitales irrenunciables, junto al valor del cuidado mutuo como un deber fundamental, nos han hecho más conscientes que nunca de nuestras limitaciones y del grado de dependencia que tenemos unos de otros. El ideal de autonomía, autosuficiencia y soberanía plena se ha venido abajo. Ni somos dioses ni llegaremos a serlo nunca, porque la contingencia y el desconocimiento son constitutivos de nuestra condición. Esa es la lección antropológica que nos deja la pandemia. Una lección de la que emanan obligaciones de reciprocidad, de fraternidad, de compasión, de atención y asistencia al otro.

Una lección que no debería olvidarse cuando por fin seamos inmunes y la pandemia pertenezca al pasado. Sería estúpido abandonar los mejores hábitos adquiridos por causa del confinamiento y de la amenaza de contagio. Si hubiéramos sido más cuidadosos con los mayores no hubiera sido tan desastrosa la asistencia en las residencias geriátricas, ni hubieran faltado mascarillas y respiradores cuando se han necesitado; si hubiéramos tenido más cuidado con el hábitat natural de ciertas especies animales tal vez el virus no nos habría invadido; si, ahora mismo, alguien se hubiera cuidado de las condiciones en que viven los temporeros de la fruta de los campos de Lérida, no se habrían producido los últimos rebrotes de contagios. Cuidar, ser solícito, poner diligencia en lo que realmente lo merece e importa para el bien de todos es un paso obligado para que el mundo empiece a cambiar.

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